lunes, 28 de octubre de 2019

Más vale prevenir


No sabría decir si es algo propio de la naturaleza humana o un defecto patrio, pero en este país, con un refranero tan rico y sabio, aplicamos uno de los refranes más sensatos al revés: más vale curar que prevenir.

Tras un desgraciado accidente, un incendio forestal de gran magnitud (no provocado por la mano de un pirómano) o unas inundaciones que se han llevado por delante campos de cultivo, viviendas y vidas humanas, es cuando nuestros “diligentes” dirigentes se sientan a pensar en las medidas de prevención. Reparar el mal estado de las carreteras, mejorar la visibilidad y las señales de tráfico, desbrozar las cunetas, limpiar los bosques y los lechos de los ríos y torrenteras, canalizar ríos aunque habitualmente tengan poco caudal, mejorar el alcantarillado, y un largo etcétera de medidas que siempre llegan tarde y nunca se toman con la debida antelación. Se prefiere invertir el dinero en reparar que en prevenir lo irreparable.

Hay infraestructuras de coste muy elevado que, en momentos de recesión económica, pueden perfectamente postergarse. Autopistas, más kilómetros de AVE y puertos deportivos, por ejemplo, deberían quedar en la base de una pirámide de prioridades, mientras que la preservación del medio y la evitación de calamidades controlables, debería figurar en el ápice.

¿Por qué, en pleno siglo XXI, todavía seguimos comportándonos en estos extremos como en tiempos pretéritos? ¿Acaso no aprendemos de nuestros errores? ¿Cómo podemos permitir pérdidas de millones y millones de euros en una catástrofe natural cuando seguramente podía haberse evitado invirtiendo mucho menos de la mitad? Aparte de los daños humanos, que son irreparables, los daños materiales son predecibles y muchas veces repetitivos. ¿Cuántas veces tenemos que sufrir una desgracia para que, por fin, alguien se decida a poner un remedio definitivo? ¿Por qué siempre nos apoyamos en la improvisación en lugar de en la planificación?

Y si bien, gran parte de estos errores son de la Administración, no es menos cierto que muchos ciudadanos no ponen de su parte. ¿Por qué acampan y hacen fuego donde no está permitido? ¿Por qué en un temporal marítimo salen a la mar o se acercan excesivamente al rompiente de las olas? ¿Por qué circulan a mucha mayor velocidad de la permitida por carreteras secundarias? ¿Por qué edifican su vivienda cerca de un barranco? ¿Por qué siguen aparcando su coche en una riera seca? ¿Por qué hay campesinos que queman rastrojos en días de viento? ¿Por qué…?

          Reproduciendo una frase de Fernando Gamboa González, en su libro Ciudad negra, “Más valen cien porsiacaso, que un yopenseque”.



martes, 15 de octubre de 2019

Timos y fraudes



Estamos rodeados de timadores y expuestos a toda clase de engaños. Cada semana conocemos nuevas tentativas de fraudes. Siempre he pensado que si la astucia de esos timadores se empleara para un bien social viviríamos en un mundo algo mejor.

No creo exagerar si afirmo que absolutamente todos hemos sido alguna vez presa de un timador, aunque solo fuera en forma de tentativa, sobre todo mediante una llamada telefónica.

Yo he sufrido unas cuantas, pero desde “el gran timo en París”, como yo le llamo, me he vuelto muy suspicaz y ya no he caído en las garras de un estafador.

Pero antes de referir lo ocurrido en la ciudad de la luz, o mejor debería decir en el aeropuerto Charles de Gaulle, permitidme que os ofrezca un pequeño aperitivo como entrante.

En dos veranos consecutivos, en pleno mes de agosto, recibí idénticas llamadas de la supuestamente Cruz Roja Española ─entidad con la que colaboro en calidad de socio─ diciéndome que se habían percatado de que no había abonado la cuota mensual durante los últimos meses. Yo no podía comprobarlo, pues no tenía conmigo ni el ordenador ni nada que pudiera servirme de prueba de que ello no era cierto. Pero como soy sumamente meticuloso con estas cosas (me refiero a la economía doméstica), de ser así me habría percatado. Ante mi extrañeza, se ofrecieron a comprobar mis datos, incluyendo el número de cuenta bancaria en la que tenía domiciliada mi cuota. Argumentando que prefería hacer yo la comprobación una vez en mi domicilio y que les llamaría si, efectivamente, se había producido esa omisión, dieron por terminada nuestra conversación. Qué curioso que el mismo tema se suscitara en agosto y durante dos años consecutivos. Ni que decir tiene que, una vez en casa, comprobé que hacía tan solo unos días me habían descontado la cuota. Pero ¿cómo sabían mi nombre, mi número de teléfono y que colaboraba con esa entidad? Porque es impensable que una Organización como esa no tenga al día la información de sus socios.

Algo parecido sucedió un tiempo después con una llamada presumiblemente hecha por alguien de Microsoft que, hablando en inglés, preguntó por mí. En esa ocasión, como la llamada se hizo al teléfono fijo y yo estaba de vacaciones, la atendió mi hija menor. Al argumentar que yo no estaba disponible, colgó sin más. Al cabo de un año volvió a repetirse esa llamada. En esta ocasión la atendió mi mujer y el supuesto empleado de Microsoft, esta vez hablando en español, pero con un fuerte acento inglés, le comentó que habían detectado un virus en nuestro equipo y debíamos actuar urgentemente, para lo cual tenía que entrar en el ordenador por control remoto para poder solucionarlo. Cuando mi mujer empezó a hacerle preguntas, la conexión se interrumpió.

En alguna ocasión he recibido ofertas por teléfono imposibles de rechazar, como un obsequio totalmente gratuito a cambio de contestar unas pocas preguntas sobre mi estilo de vida saludable. Luego resultó que ese “premio” era una demostración, efectivamente gratuita, de un kit para medir la tensión arterial y no sé cuántas cosas más. Y eso habiéndoles advertido que no pensaba comprar nada. Por supuesto, el representante se marchó tal como había llegado. En un caso se trataba de un masaje en casa sin final feliz porque el masajista resultó ser un hombre con voz de cazalla que tiraba patrás y al que no franqueé la entrada aduciendo (y era cierto) que había previamente anulado por teléfono el servicio─. Y en otro, también por contestar unas cuantas preguntitas de nada, me regalaban un chisme que limpiaba la ropa sin necesidad de detergente, pero tenía que abonar cinco euros por los gastos de envío (seguramente una cantidad superior a su precio).

Hace tan solo un mes, un amigo me contó otro engaño bastante bien currado. Recibió (presuntamente) de un centro comercial muy conocido (el distintivo parecía auténtico) una notificación a su móvil de que había sido agraciado con un premio a elegir entre un iPhone, un Smartphone o una tableta, todo ello de gama superior. Para ello solo debía abonar un eurillo de nada. Picado por la curiosidad para ver adónde le llevaba esa patraña, fue eligiendo y aceptando cada paso hasta llegar al pago del euro, pero antes de efectuar el ingreso debía dar su número de cuenta bancaria dónde cargarlo. Malditos bastardos, como diría Tarantino.

Según he leído, la última técnica en timos es el llamado “deepfake”, que consiste en llamadas telefónicas en las que quien llama mimetiza (seguramente mediante alguna aplicación) la voz de una persona muy conocida, o incluso famosa, para engañar al incauto que descuelga el teléfono. Ignoro lo que el estafador pretende conseguir de su víctima, pero desde luego nada bueno ni de lejos.

Y ahora ha llegado el turno al gran timo del que fui objeto hace bastantes años mientras esperaba mi vuelo de París a Barcelona.

La reunión a la que acudí, terminó mucho antes de lo esperado, de modo que tenía cuatro horas de espera por delante. Intenté cambiar de vuelo, pero el simpático empleado de Air France se limitó a decir n’est pas possible monsieur, tras lo cual me dio la espalda de forma un tanto despectiva. Después supe que, volando en clase business como volaba, muy probablemente hubiera podido hacer el cambio, pues no suele ir llena. Yo no lo sabía ni el azafato de tierra me lo hizo saber. Así que, en cierto modo, él fue el culpable de todo.

El caso es que me resigné y anduve por la terminal hasta que me senté, con los pies doloridos y la paciencia agotada, en un banco. Al cabo de un rato se me acercó un joven, que dijo ser canadiense, con aspecto de estar muy apurado. Estaba muy nervioso y sudaba copiosamente. Me preguntó si hablaba inglés, y al decirle que sí me explicó su problema. Su historia era hasta cierto punto creíble, pero lo que me hizo empatizar con él fue imaginarme en esa misma situación y sentí pena por él. Luego pensé que, de ser una farsa, ese joven merecería un óscar a la mejor interpretación. Había estado hospedado con su mujer y sus dos hijos pequeños en un hotel de París y justo antes de abandonarlo, un carterista le arrebató el bolso a su mujer, quedándose sin dinero ni tarjetas de crédito. Por lo tanto, no podían mercharse sin antes haber abonado la cuenta, que ascendía a más de doscientos euros. La mujer y los niños se habían quedado como “rehenes” y él había decidido acercarse hasta la terminal en busca de ayuda. Lo curioso ─luego supuse que era para dar más credibilidad a su historia─ es que no me pedía una cantidad redonda sino algo así como doscientos veintisiete euros. Me dijo que no podía esperar a recibir una transferencia de su padre porque esa misma tarde tenían que tomar el vuelo de regreso y que me devolvería el dinero tan pronto llegara a su casa. Me llegó a ofrecer su reloj como prenda, que dijo valía mucho más. También afirmó que su padre era millonario ─me pareció ridículo y fuera de lugar que mencionara ese pormenor, pero pensé que los nervios hablaban por él─. Yo justamente tenía doscientos euros y calderilla, pero como solo tenía que abonar el parking donde había dejado mi coche y lo podía hacer con la tarjeta de crédito, le di los doscientos euros y que se espabilara para conseguir el resto de dinero que le faltaba, que era muy poco. El joven se deshizo en agradecimientos y alabanzas hacia mi persona, pareciendo tremendamente aliviado, como el que recibe la absolución cuando podía haberle caído una pena de varios años de cárcel. Nos despedimos dándole mi tarjeta de la empresa en la que anoté mi dirección particular y mi correo electrónico, para que pudiera enviarme el dinero y ponerse en contacto conmigo. Durante semanas estuve pendiente del correo sin recibir noticia alguna del canadiense o lo que fuera. Increíblemente, aun quiero pensar que algo le debió ocurrir para que no cumpliera con su palabra. ¿Quizá, con los nervios perdió mi tarjeta? ¿Quizá todavía está riéndose de mí?

Esperaba confesárselo a mi mujer una vez recibidos los doscientos euros, pero acabé contándoselo al cabo de un tiempo más que prudencial. No fue capaz de reñirme porque, tiempo atrás, ella también había sido objeto de una estafa muy parecida cuando un individuo, llamando por el telefonillo, se hizo pasar por un compañero mío del trabajo ─debió leer mi nombre en el buzón─ y le dijo que había recibido una llamada urgente de su mujer desde un hospital y que al salir precipitadamente de su domicilio cerró la puerta dejándose las llaves y la cartera dentro. Necesitaba dinero para tomar un taxi, dinero que me devolvería al día siguiente en la oficina. Mi mujer no solo le invitó a subir a nuestro apartamento, sino que en lugar de dinero le ofreció las llaves de su coche pidiéndole, eso sí, que se lo devolviera esa misma noche, pues lo necesitaba a la mañana siguiente para ir al trabajo. El hombre debió pensar que lo del coche ya eran palabras mayores y se conformó con dinero en metálico, que la generosidad de mi mujer hizo que fueran dos mil pesetas. También en esa ocasión estuve pendiente de que algún empleado ─el nombre que le dio no me sonaba de nada─ se identificara como el benefactor de la buena fe de mi mujer para devolverme los dos mil pavos, cosa que jamás se produjo. Vaya par de ingenuos.

Desde entonces, nos hemos vuelto muy desconfiados. Seguramente ahora pagan justos por pecadores.


jueves, 3 de octubre de 2019

Otra vez la maldita informática



Hay un libro titulado “Ya está el listo que todo lo sabe”, cuyo autor es el bloguero Alfred López, dedicado a dar respuesta a curiosidades y preguntas que muchos nos hemos hecho en más de una ocasión. Pues bien, a mí se me podría atribuir algo así como “ya está de nuevo el pesado que se queja de todo”. Pero es que es algo más fuerte que yo y no puedo refrenar mis ansias de arremeter contra todo lo que me molesta.

Así pues, siguiendo esta tónica, voy a dedicar hoy este espacio a quejarme, una vez más, de la informática y sus inconmensurables desmanes y misterios.

Son muchos los disgustos que la informática me ha dado y, siendo sincero, no todos atribuibles a sus programas o aplicaciones, sino, muy probablemente, a mi falta de conocimientos y torpeza. Estos fallos me los tengo que tragar y entonar el mea culpa. Uno sabe lo que sabe y a mi edad no se pueden esperar prodigios. Pero lo que realmente me subleva son los fallos “de origen” y que te dejan con el culo al aire, debiendo recurrir a un auxilio externo. El más grave y reciente tuvo lugar el día antes de marcharme de vacaciones.

Yo suelo guardar una copia de todos mis documentos en un disco externo de gran capacidad, pero hacía unos días que no había realizado tal operación. Esa tarde, la víspera de mi viaje a Asturias, al apagar el ordenador, en la pantalla apareció “actualizar y apagar” o “actualizar y reiniciar” (opciones que me aparecen con cierta frecuencia cuando apago el PC). Si hubiera optado, como de costumbre, a la primera, no habría sabido lo que había ocurrido, pues al día siguiente ya no estaría en casa. Algo debió inspirarme para optar por reiniciar tras la actualización automática, que, digo yo, ¿por qué te obligan a ello en lugar de darte la oportunidad de omitir esa operación?

El caso es que, cuando, pasado unos minutos, el ordenador se reinició, lo primero que observé es que la imagen habitual de fondo de pantalla era la típica e insípida de Windows (la ventanita con fondo azul) en lugar de las bellas imágenes que últimamente aparecían. Algo andaba mal, me dije. Cuando entré para revisar mis documentos e imágenes archivados en las carpetas correspondientes ─pues tuve un pálpito de que algo grave había ocurrido─, todos habían desaparecido por arte de magia. Todas esas carpetas estaban vacías. Podéis imaginar mi enojo. No era mucho lo que había perdido (unos cuantos relatos, decenas de fotografías y documentos varios), pero aun así eran importantes para mí e irrecuperables.

Tras varios intentos infructuosos, reiniciando el sistema, por si se producía el milagro y lo que había desaparecido resucitaba entre los vivos, tuve que echar mano de alguien con conocimientos de informática. Y ahí estaba, por fortuna, un seguro que me cubría, entre otras cosas, un “servicio de ayuda tecnológica integral” disponible las 24 horas del día y los 365 días del año. Eran las 21:30 cuando llamé a ese servicio y no fue hasta pasadas las diez de la noche cuando un “técnico informático” se puso en contacto conmigo.

Entretanto, mi mujer iba buscando, desde su portátil, información al respecto y cómo solventar el problema. Las noticias que me dio no podían ser más desalentadoras. Según pudo leer, Windows 10 (la versión que tengo instalada de origen) había dado serios problemas al actualizar el equipo, uno de ellos la pérdida de archivos, que no eran recuperables.

Cuando ya estaba subiéndome por las paredes, el informático, muy amable a pesar de la hora intempestiva, intentó tranquilizarme, pero sin darme demasiadas esperanzas. Se introdujo en mi ordenador por control remoto y empezó la búsqueda del Santo Grial. Estuvo largo rato buscando por aquí, buscando por allá, sin resultados. Todo eran expresiones de extrañeza. Hasta que, de pronto, yo diría que casualmente, encontró una carpeta de imágenes en una ubicación distinta a la habitual, concretamente en “OneDrive”, un lugar de almacenamiento que descubrí tiempo atrás por darme unos problemas que omito para no convertir esta entrada en un panfleto reivindicativo. Solo diré que es gratuito hasta que superas un determinado nivel de almacenamiento, a partir del cual es de pago mensual. Por tal motivo y con la ayuda de otro informático del mismo servicio, decidí eliminado. Pero ese sí que, contra todo pronóstico, ha acabado resucitando (o no estaba definitivamente muerto, sino catatónico). Otro motivo de queja. Aparece lo que te fastidia y te limita, pero lo que desaparece, te lo tienes que currar para encontrarlo.

Pude, de este modo, recuperar las imágenes perdidas, que el informático se limitó a copiar de donde las había hallado y pegar en el escritorio, y ya harás con la carpeta lo que te plazca. El resto de documentos no pudo recuperarlos. Pero uno que es terco y no se resigna fácilmente, sin haber cenado todavía, inició una búsqueda por los mismos andurriales por donde aquel hombre había navegado y ¡zas!, allí estaba una carpeta con el nombre “Documents”, así, en inglés, que volvió a su lugar de origen y que no me he atrevido a traducir al castellano por si acaso se rebela y me hace otra jugarreta.

Cuando, a la vuelta de mis vacaciones, volvió el ordenador a plantearme esas dos opciones de actualización de las que uno no se puede escapar, me eché a temblar, pero con la tranquilidad de que todo estaba almacenado en el disco externo. En esta ocasión, sin embargo, todo quedó intacto, pero me he percatado que ahora, cuando guardo un documento por primera vez, se despliega un cuadro de diálogo que pregunta dónde lo deseas guardar y que, por defecto, lo haría en OneDrive, algo que ahora evito. ¡Que se jorobe ese OneDrive!

Ojo, pues, con las actualizaciones forzosas. Guardad una copia de seguridad antes de aceptar cualquiera de esas dos opciones (actualizar y reiniciar, o actualizar y apagar). Afortunadamente se puede optar por una tercera opción que mantiene encendido el equipo y que dice algo así como Suspender.

Yo a quien suspendería, si pudiera, es a los programadores culpables de estos despropósitos, intencionados o no.

¿Realmente son necesarias todas esas actualizaciones? En el móvil ocurre algo parecido. A veces el sistema te advierte que hay una serie de actualizaciones disponibles y podemos decidir activarlas o no. Pero muchas otras te informan de que se han actualizado automáticamente un buen puñado de aplicaciones sin contar con tu aprobación. ¿Es normal que Facebook, Amazon shopping, Instagram, Shazam, YouTube, etc. requieran actualizaciones cada poco tiempo? ¿Hay algo pernicioso que nos quieren introducir con ellas? En el ordenador hay actualizaciones optativas que, si no te fijas bien, incluyen la inserción en paralelo de programas no deseados, una forma de engaño encubierto.

Y no menciono esas “advertencias” que aparecen de pronto, como un desplegable que asoma por la base de la pantalla, poniendo en duda la seguridad del equipo, cuando el antivirus indica que todo está correcto y a salvo, porque esto entraría en el terreno de los intentos claros de fraude, de lo que trataré en mi próxima entrada.