jueves, 23 de enero de 2020

¡Viva la vida!



A diferencia de mis anteriores entradas, dedicadas a criticar o reflexionar sobre temas “sociales”, en esta ocasión el tema que traigo lo calificaría más bien como una especulación intimista que, dándole un tono jocoso —todo en esta vida puede tratarse con una pizca de humor—, se me ha ocurrido que podría compartir con vosotros. Quién sabe si no soy el único sobre la faz de la tierra que haya experimentado lo mismo que yo.

Todos nos hemos preguntado alguna vez qué hacemos en esta vida, para qué estamos aquí. Yo lo único que puedo decir es lo que he hecho hasta ahora, si he sido y soy feliz, pero lo que todavía no he averiguado es la razón por la que he venido a este mundo. Pero no os preocupéis, no voy a tratar de ningún tema filosófico, religioso o místico. Solo quiero dejar constancia de que, aun desconociendo la razón, estoy convencido de que yo tenía que habitar este planeta. Y si no lo creéis, me remito a las pruebas.

Hace sesenta y nueve años quedó palmariamente demostrado que yo tenía que nacer, sí o sí. Una mano invisible pero negra muy negra intentó impedirlo por tres veces, pero por tres veces perdió la batalla.

Mi madre padeció una menopausia precoz y a los veintiocho años se le retiró la menstruación. Su hipófisis —la glándula de la cabeza, como decían mis padres— dejó de funcionar correctamente. Un día, después de varios meses de no ovular, se sintió indispuesta e hinchada, y ese fue el momento en que recibí el primer insulto de mi vida, pues me llamaron tumor. Y ese tumor, es decir yo, fue creciendo hasta que el médico confirmó el estado excepcional —nunca más pudo quedar encinta— de buena esperanza de mi progenitora. Y entonces un segundo obstáculo entró en escena.

Como supimos años más tarde, mi padre era A positivo —a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta el factor Rh no se controlaba tanto como ahora, al menos en España—, mientras que mi madre era 0 negativo. Ser Rh positivo significa que en la pared de los glóbulos rojos existe un antígeno o factor Rh — denominado así porque se descubrió su existencia en monos Macaco Rhesus —, una proteína capaz de inducir la producción de anticuerpos, mientras que ser Rh negativo significa la ausencia de dicho factor. La importancia de este hecho es que, si un feto es Rh positivo y la madre Rh negativo, el organismo materno produce anticuerpos, quedando así inmunizado. Ello sucede cuando la sangre de la madre y del bebé entran en contacto, generalmente durante el parto. Si un posterior embarazo vuelve a engendrar un embrión Rh positivo, la carga de anticuerpos maternos aumenta y hace que la viabilidad del embrión recién formado se vea gravemente afectada. En aquella época, lo más probable era que el feto muriera o bien progresara con muchas alteraciones morfológicas y fisiológicas. Pues bien, resulta que mi hermana mayor fue Rh negativo, y la siguiente, la que me precede, Rh positivo. De haber sido yo de este mismo signo, seguramente me habría quedado en un simple proyecto malogrado. Por fortuna, fui A negativo. Y por fortuna, mi madre no tuvo ningún otro hijo, que bien hubiera podido ser Rh positivo.

A la tercera va la vencida, debió pensar esa mano negra. Pero también falló.

A mi querida y sufrida madre, los partos se los tenían que provocar, no rompía aguas de forma espontánea. Aunque había sobrepasado la fecha del parto a término, la comadrona —que, según me contaron, se vanagloriaba de haber asistido a partos de alta cuna— insistió en esperar. Y esperó tanto que cuando, por fin, se dio por vencida, nací azulado —¿será por eso que me gusta el color azul?— y sin respirar. Ninguna de las maniobras habituales me provocaba el llanto, ni la respiración, hasta que me dieron por muerto. Debieron haber pasado varios minutos cuando mi padre se percató que ese bebé nacido muerto y arrinconado en la sala de partos movía ligeramente los dedos de las manos. Una vez me hubieron sometido a las típicas maniobras de resusitación, arranqué a llorar y a vivir. La única secuela que tuve tras ese parto accidentado, fue una otitis aguda que mantuvo a mis padres en vela durante varias semanas. La mano negra, rabiosa por haber fallado tres veces, debió querer dejarme sordo. Y hasta en eso fracasó.

Visto lo visto, uno pensaría que, si había salvado tantos obstáculos para venir a este mundo, sería porque una mano blanca me tenía algo muy bueno preparado o bien reservada una misión que no podía malograrse.

Tengo sesenta y nueve años y todavía no he sabido descubrirla. Quizá es que no existe y todo fue una triple casualidad. Bueno, lo importante es que estoy vivo y coleando. Podría decir eso de ¡viva la vida!


viernes, 17 de enero de 2020

Izquierdista rico, izquierdista pobre



Hoy traigo un tema que, aunque pueda parecer político, me inclino a pensar que es social, aunque ambas cosas suelen ir de la mano.
Desde tiempo inmemorial, nuestra sociedad ha tenido una gran tendencia a los tópicos, de modo que todavía existen muchos en vigor: el azul es para niños y el rosa para niñas, las mujeres conducen peor que los hombres, todos los hombres son iguales, los catalanes son unos tacaños, los aragoneses unos cabezones y los vascos unos brutos. Y así un sinfín de tópicos típicos en cualquier ámbito: social, económico, religioso, político, sexual, etc.
El que aquí me ocupa sería el que da por sentado que los que son de izquierdas tienen que ser forzosamente de un estrato humilde, de otro modo no son izquierdistas de verdad. Pero los tiempos cambian. Años ha, se podía inferir que entre la clase obrera había una gran mayoría comunista y de izquierdas. Ahora se ha visto que ya no. Del mismo modo, no veo por qué alguien que se ha hecho un hueco en la sociedad estudiando y/o trabajando duro y ha tenido la suerte de ver recompensados sus esfuerzos con un buen salario y ello le ha proporcionado un elevado estatus socio-económico, no puede seguir con sus ideas a favor de la clase trabajadora.
Entre la clase alta y media-alta era típico oír aquello de “claro, piensa así porque no tiene ni un duro”, o “ya verás tú cómo se le van esas ideas en cuando tenga dinero”. De ello se deducía que solo se podía ser de izquierdas si se pertenecía a un sustrato económico bajo.
De joven yo también lo creía. Ahora hemos visto que no es del todo cierto y cómo ciudadanos que incluso viven en la precariedad han votado a la extrema derecha, luego este razonamiento se ha ido al garete. ¿Habrá sido siempre así y yo no me había enterado? Creo que no. Más bien creo que ello ha sido motivado por el enfado y/o la desesperación.
Entonces, si los más necesitados no siempre se apuntan a la izquierda, por desconfianza, rebeldía o desconocimiento, ¿por qué debemos pensar que los votantes de izquierdas no pueden llevar una vida propia de la sociedad del bienestar?  La sociedad actual es mucho más compleja que antaño.
Si no existe una línea divisoria entre los dos bloques antagónicos formados por proletarios de izquierdas y capitalistas de derechas, ¿por qué se critica a quien, siendo de izquierdas, adquiere una propiedad valorada en cientos de miles de euros? Puede parecer inadecuada la imagen de ostentación que de ello pueda dar, algo reñido con quien se supone tiene que dar ejemplo de austeridad. Pero ¿no será esto otro tópico o prejuicio? Si esa propiedad se adquiere con un dinero ganado honradamente y, como la gran mayoría de españoles, con una hipoteca a muchos años, ¿qué mal hay en ello? Lo que considero inapropiado es que alguien critique a quien hace lo mismo por el mero hecho de ser de la oposición, sea de derechas o de izquierdas. O todos moros o todos cristianos.
Estoy convencido de que se puede tener unos buenos ingresos y vivir acomodadamente y estar a favor de que el Estado garantice el acceso de todos los ciudadanos a la sanidad, la educación y a una vivienda y salario dignos; que asegure los derechos de los trabajadores, inmigrantes, ancianos y de los más desfavorecidos; que tome medidas para que se respete el medio ambiente, promoviendo otro tipo de energías alternativas más respetuosas con el clima y el medio que nos rodea; que asegure que el aborto y la eutanasia sean legales; que luche contra la pobreza, que asegure las pensiones de jubilación; que defienda la igualdad de oportunidades y de género; que luche contra la violencia de género; que abogue por un Estado laico y aconfesional; que salvaguarde el pacifismo y mantenga una postura firme e intransigente ante las dictaduras y mandatarios belicistas y autoritarios; que luche contra el fraude y la corrupción; que haga que pague más el que más tiene; y, sobre todo, que asegure que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley.
En este sentido, reproduzco a continuación un texto que comparto plenamente y que leí en el blog “Diario de un interino”, cuyo autor no he podido descubrir: https://diariodeuninterino.wordpress.com/2018/05/20/se-puede-ser-de-izquierdas-y-tener-dinero/ :
«Hay gente que tiene mucho dinero y es “de izquierdas”. Las personas que nos consideramos “de izquierdas” no queremos la pobreza universal, ni la muerte de los ricos, ni vamos regalando los ahorros y posesiones que podamos tener, ni expropiando las de los demás. Las personas que nos consideramos “de izquierdas” lo que queremos es una sociedad más justa, en la que servicios como la educación pública, la sanidad, las pensiones y la dependencia, sean los pilares de eso que se llama el estado del bienestar. Queremos una sociedad sin grandes desigualdades, no que todos nos igualemos por abajo. Queremos que no haya pobreza, ni miseria, ni gente que no llega a final de mes aun trabajando de sol a sol. Queremos que todo el mundo pueda recibir una buena educación, tener acceso a la sanidad, jubilarse sin pasar penalidades o recibir ayuda cuando se tenga un problema de salud, sin depender de la capacidad adquisitiva. Queremos justicia e igualdad. Que no se muera nadie o sufra enfermedades por no tener suficientes recursos económicos.»
Y yo me pregunto si, aparte de los que amasan su riqueza explotando a los trabajadores y los que viven del fraude y del chanchullo, puede haber alguien que, por mucho dinero que tenga, esté en contra de alguno de estos principios. ¿O acaso en eso, como en otras cosas, también soy una excepción?[i]




[i] Aclaración del autor: No soy rico, pero tengo la gran suerte de poder llevar una vida acomodada, considerándome más bien de clase media-alta.

viernes, 10 de enero de 2020

Con o sin



Se dice —y yo lo comparto— que más vale solo que mal acompañado. Pero, en general, la compañía puede no solo ser agradable sino necesaria, quedando la decisión en manos de cada uno.

Creo que esta es la primera vez que traigo aquí un tema hasta cierto punto baladí. Siempre hay una primera vez para todo y me he permitido ser intrascendente por un momento. Quizá sea la secuela de las fiestas navideñas, en las que uno se vuelve niño. Y de este modo, como si de un juego se tratara, se me han ocurrido unas cuantas situaciones en las que, en más de una ocasión, ha surgido la polémica entre los amantes del “con” y del “sin”, a saber:

-        Tortilla de patatas con o sin cebolla
-        Roscón de Reyes con o sin relleno
-        Café solo o con leche
-        Pan con tomate o sin tomate
-        Flan solo o con nata
-        Agua con o sin gas
-        Whisky con o sin hielo
-        Leer con música o en silencio
-        Vivir con pareja o sin pareja
-        Beso con o sin lengua
-        Parto con dolor o sin dolor
-        Currículum vitae con o sin foto
-        Con o sin ropa interior
-        Con almohada o sin almohada
-        Con zapatos o descalzo
-        Manzana con piel o pelada
-        Amor con sexo o sin sexo

Y así una retahíla de hechos, prácticas y situaciones en las que el “con” y el “sin” tienen, para muchos, su razón de ser. Desde luego que hay muchas más. Las dejo a vuestra elección, pero ¿hay alguna en concreto que echéis en falta?


viernes, 3 de enero de 2020

La década prodigiosa



No sé si la segunda década de este siglo será prodigiosa, pero lo que sí es realmente prodigioso para mí, por lo extraordinario del caso, es que todavía haya quien no se ha enterado de que no empieza hasta el año 2021 y dura hasta el 2030.

¿A qué viene esta tontería? Pues a que son muchos los que van diciendo por ahí que acabamos de estrenar una nueva década. Deben ser los mismos que se empecinaban en que en el año 2000 daba comienzo el siglo XXI en lugar de en el 2001. Todo por un simple cambio de número.

Y es que, aunque sea algo elemental, parece que algunos no saben o no tienen en cuenta que no existió el año cero —de igual modo que no existe el siglo 0, ni el mes 0 ni el día 0 — y que, por lo tanto, el siglo I abarcó desde el año uno hasta el cien, con la primera década comprendida entre el primer y décimo año del calendario gregoriano —por su promotor, el Papa Gregorio XII—, el cual empezó a aplicarse en occidente a finales del siglo XVI.

De este modo, aunque la cifra de las decenas cambie, en el 2020 no se inicia ninguna década, sino que la finaliza. Todo esto debería ser una perogrullada, pero hace tan solo unos días que se debatía en una emisora de radio si habíamos o no empezado la década de los años veinte. Pero este no es un ejemplo aislado, pues continuamente oigo y veo cómo son muchos los medios orales y escritos que siguen confundiendo el concepto de siglo y de década. Es por ello que celebran su comienzo cuando no corresponde.

Que siga habiendo tal ignorancia me parece un despropósito o, como decía al principio, un verdadero prodigio, pero no por lo maravilloso, sino, insisto, por lo extraordinario. Solo es cuestión de saber contar, digo yo.

Así pues, feliz principio de año y final de década.