A diferencia de mis anteriores
entradas, dedicadas a criticar o reflexionar sobre temas “sociales”, en esta
ocasión el tema que traigo lo calificaría más bien como una especulación
intimista que, dándole un tono jocoso —todo en esta vida puede tratarse con una
pizca de humor—, se me ha ocurrido que podría compartir con vosotros. Quién
sabe si no soy el único sobre la faz de la tierra que haya experimentado lo
mismo que yo.
Todos nos hemos preguntado alguna
vez qué hacemos en esta vida, para qué estamos aquí. Yo lo único que puedo
decir es lo que he hecho hasta ahora, si he sido y soy feliz, pero lo que
todavía no he averiguado es la razón por la que he venido a este mundo. Pero no
os preocupéis, no voy a tratar de ningún tema filosófico, religioso o místico.
Solo quiero dejar constancia de que, aun desconociendo la razón, estoy
convencido de que yo tenía que habitar este planeta. Y si no lo creéis, me
remito a las pruebas.
Hace sesenta y nueve años
quedó palmariamente demostrado que yo tenía que nacer, sí o sí. Una mano
invisible pero negra muy negra intentó impedirlo por tres veces, pero por tres
veces perdió la batalla.
Mi madre padeció una menopausia
precoz y a los veintiocho años se le retiró la menstruación. Su hipófisis —la
glándula de la cabeza, como decían mis padres— dejó de funcionar correctamente.
Un día, después de varios meses de no ovular, se sintió indispuesta e hinchada,
y ese fue el momento en que recibí el primer insulto de mi vida, pues me
llamaron tumor. Y ese tumor, es decir yo, fue creciendo hasta que el médico
confirmó el estado excepcional —nunca más pudo quedar encinta— de buena
esperanza de mi progenitora. Y entonces un segundo obstáculo entró en escena.
Como supimos años más tarde, mi
padre era A positivo —a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta
el factor Rh no se controlaba tanto como ahora, al menos en España—, mientras
que mi madre era 0 negativo. Ser Rh positivo significa que en la pared de los
glóbulos rojos existe un antígeno o factor Rh — denominado así porque se
descubrió su existencia en monos Macaco Rhesus —, una proteína capaz de inducir
la producción de anticuerpos, mientras que ser Rh negativo significa la
ausencia de dicho factor. La importancia de este hecho es que, si un feto es Rh
positivo y la madre Rh negativo, el organismo materno produce anticuerpos, quedando
así inmunizado. Ello sucede cuando la sangre de la madre y del bebé entran en
contacto, generalmente durante el parto. Si un posterior embarazo vuelve a engendrar
un embrión Rh positivo, la carga de anticuerpos maternos aumenta y hace que la
viabilidad del embrión recién formado se vea gravemente afectada. En aquella
época, lo más probable era que el feto muriera o bien progresara con muchas alteraciones
morfológicas y fisiológicas. Pues bien, resulta que mi hermana mayor fue Rh
negativo, y la siguiente, la que me precede, Rh positivo. De haber sido yo de
este mismo signo, seguramente me habría quedado en un simple proyecto malogrado.
Por fortuna, fui A negativo. Y por fortuna, mi madre no tuvo ningún otro hijo,
que bien hubiera podido ser Rh positivo.
A la tercera va la vencida,
debió pensar esa mano negra. Pero también falló.
A mi querida y sufrida madre,
los partos se los tenían que provocar, no rompía aguas de forma espontánea.
Aunque había sobrepasado la fecha del parto a término, la comadrona —que, según
me contaron, se vanagloriaba de haber asistido a partos de alta cuna— insistió
en esperar. Y esperó tanto que cuando, por fin, se dio por vencida, nací azulado
—¿será por eso que me gusta el color azul?— y sin respirar. Ninguna de las
maniobras habituales me provocaba el llanto, ni la respiración, hasta que me
dieron por muerto. Debieron haber pasado varios minutos cuando mi padre se
percató que ese bebé nacido muerto y arrinconado en la sala de partos movía
ligeramente los dedos de las manos. Una vez me hubieron sometido a las típicas
maniobras de resusitación, arranqué a llorar y a vivir. La única secuela que
tuve tras ese parto accidentado, fue una otitis aguda que mantuvo a mis padres
en vela durante varias semanas. La mano negra, rabiosa por haber fallado tres
veces, debió querer dejarme sordo. Y hasta en eso fracasó.
Visto lo visto, uno pensaría
que, si había salvado tantos obstáculos para venir a este mundo, sería porque una
mano blanca me tenía algo muy bueno preparado o bien reservada una misión que
no podía malograrse.
Tengo sesenta y nueve años y
todavía no he sabido descubrirla. Quizá es que no existe y todo fue una triple
casualidad. Bueno, lo importante es que estoy vivo y coleando. Podría decir eso
de ¡viva la vida!