El poder de la mente es innegable y a veces supera todas nuestras expectativas. La sugestión puede tener efectos tanto deseables como indeseables. El “efecto placebo” es uno de los muchos ejemplos de las manifestaciones psicosomáticas. Enfermos que ven desaparecer o disminuir notablemente su sintomatología por la creencia de que están tomando un fármaco cuando en realidad es lo que se conoce como un placebo: una cápsula, comprimido o cualquier preparación farmacéutica que no contiene ninguna substancia medicamentosa.
Lo que yo experimenté, hace ya muchos años consistió en todo lo contrario; fue la manifestación psicosomática provocada por un estrés de origen laboral, agravada por el miedo. Así pues, en mi caso la mente actuó doblemente: en el origen de las primeras manifestaciones físicas y en el agravamiento de éstas a resultas de la falsa creencia de que sufría una enfermedad grave.
Fue justamente al volver de un viaje de vacaciones estivales. Todos (amigos y familiares) decían verme más delgado. La báscula de baño les dio la razón: había perdido dos kilos desde la última vez que me había pesado y de eso solo hacía unas pocas semanas. Seguí controlando mi peso a diario y éste iba menguando a pasos agigantados. En dos meses había perdido cinco kilos. A este hecho se le sumó la sintomatología que ya había experimentado durante el viaje pero que había achacado al cambio de estilo y ritmo de vida y a la incomodidad de los continuos desplazamientos a pie y en autocar: dolor lumbar, estreñimiento y molestias abdominales.
Casualmente, al poco tuve que someterme a la revisión médica anual de la empresa, al término de la cual referí estos síntomas al médico, en quien me pareció advertir una señal de alarma. Me preguntó la edad (entonces yo tendría unos cincuenta y pocos) y me dijo que una pérdida injustificada de peso no era normal y que, por mi edad, ya debería haberme sometido a una colonoscopia, por lo que era imprescindible que me hicieran una urgentemente.
Las dos semanas que transcurrieron desde la petición del médico hasta la autorización de la Mutua y la subsiguiente prueba diagnóstica fue un tormento. Me temí lo peor. Lo que al principio era una duda razonable acabó siendo para mí casi una certeza, con un noventa por ciento que probabilidades de padecer un cáncer de colon. En esta cifra, que repetí en mi mente hasta la saciedad, fijé la probabilidad de un desenlace fatal. Pensé en muchas cosas. Pensé en mi familia, en mi vida, en el más allá, si es que existía, en donde quería que esparcieran mis cenizas. Y todos estos pensamientos se desarrollaban, cada día sin excepción, de madrugada, cuando mi mente le decía a mi cuerpo que ya era hora de dejar de descansar y ponerse a hacer planes.
Qué curiosa y traidora es, a veces, la mente. Cuando, todavía bajo el efecto de la sedación, me vi en una habitación anexa al quirófano, mi mujer, sentada a mi lado, me dijo que había repetido dos o tres veces algo así como: “Y yo que creía que tenía un noventa por ciento”. Al poco, el médico apareció para darme la noticia: estaba limpio. Deduje que, durante la prueba, estando yo en un estado de semiinconsciencia, el médico debió hacer algún comentario sobre lo que veía en la pantalla, verificando la ausencia de lesiones.
Cuando referí lo acontecido al médico generalista, me preguntó si estaba pasando por un momento de estrés. La respuesta fue afirmativa pero no podía creer que los síntomas hubieran aparecido precisamente durante el descanso vacacional, cuando se supone que uno está relajado. Al parecer, el cuerpo (o la mente) necesita un periodo de respuesta. Hay un periodo refractario en el que somos capaces de aguantarlo todo. Los mecanismos de defensa pueden mantenernos erguidos el tiempo que sea necesario para no venirnos abajo. Una vez ha pasado la fase de estrés, cuando ya ha desaparecido (aunque sea temporalmente) la agresión y ya nos creemos a salvo, es entonces cuando afloran las secuelas. Al menos a mí me ocurrió así.
Todo volvió paulatinamente a la normalidad con la ayuda de un simple y oportuno ansiolítico.
Me gustaría saber y poder controlar mi mente para dirigirla positivamente. Pero parece que tengo una mente indomable y especialmente sensible a lo negativo. Al hilo de mi post anterior cabría preguntarme si me vi realmente muerto. Creo que no, pero pudo más el miedo a morir. Afortunadamente, la Ley de Murphy no se cumplió.