viernes, 22 de diciembre de 2017

Mudanzas a la fuerza



Desde hace un tiempo, Barcelona, al igual que, supongo, otras grandes ciudades españolas, se ha convertido en una caja de bombones para las empresas inmobiliarias y grupos de inversión extranjeros. Aquellas y estos se dedican a comprar, a un coste razonable para ellas y ellos, bloques de edificios antiguos en zonas que hasta hace poco no tenían ningún interés o atractivo, y que, en los últimos años, gracias a las reformas urbanísticas y a la modernización de algunos barrios, han acabado siendo un reclamo para gente de alto nivel adquisitivo.

Una vez esas empresas se han hecho con la propiedad, solo les queda, antes de limpiarle la cara y restaurarla por fuera y por dentro, ir desalojando a sus inquilinos. A unos, los menos, les ofrecen una compensación económica para que se muden a otra parte, y a otros, los más, los que no quieren volar a otro nido, les van echando a la calle a medida que vencen sus contratos, que, por supuesto, se niegan a renovarles ni siquiera con un incremento en el precio del alquiler. Simplemente quieren que desaparezcan del mapa y no entorpezcan sus planes. Molestan y punto.

De este modo, los pisos desalojados a las buenas o a las malas, los convierten en pisos “con encanto” en lo que antes era una zona deprimida y ahora se considera privilegiada, por su cercanía al mar, al puerto olímpico, al nuevo centro de negocios, por su especial ubicación en zonas revitalizadas del casco antiguo, en barrios emblemáticos o que, simplemente, se han puesto de moda. Así, la vieja zona del Poble Nou (Pueblo Nuevo), con sus casas y naves industriales de los años cincuenta y sesenta, sustituidas por modernos edificios de vivienda y oficinas, es ahora una zona muy cotizada. Los alrededores de la plaza de Las Glorias, con su emblemática “torre Agbar”, rebautizada como la ”torre Glòries”  (aunque para el pueblo llano sigue y seguirá siendo el pirulí, el supositorio o un símbolo fálico), la zona de “Diagonal Mar” y “22@”, con sus modernos y acristalados edificios de estética singular, van ocupando un espacio cada vez mayor donde antes no había nada “de valor”. Y, entre tanta modernidad, los renovados edificios “clásicos” de menos de 80 m2 que valen ahora un pastón. En el distrito de Gracia, por ejemplo, ─el más pequeño pero el segundo en densidad demográfica de la ciudad y uno de los más interesantes culturalmente hablando─ o en el barrio del Born ─con su glamour entre bohemio y progre─, han proliferado los pisos remozados, de compra y de alquiler, a unos precios exorbitados. Por no hablar de los llamados pisos turísticos, culpables del auge de los precios de los alquileres hasta niveles escandalosos. Y a pesar de los pesares, la demanda se mantiene o incluso sigue aumentando.

Se le ha lavado la cara a una parte importante de la ciudad, pero ¿dónde va a ir a vivir toda esa gente que, hasta hace poco, ocupaba sus modestas y feas viviendas? El éxodo forzado les llevará a otras zonas tanto o más deprimidas de lo que fueron las suyas, pero más adecuadas a su modestísima economía. De seguir así se formará una especie de ghetto para los que pertenecen a la llamada clase obrera, gente humilde que no puede quedar a la vista porque afea la flor y nata de una ciudad que, según la consultora estadounidense Resonance, ocupa el octavo lugar en el ranking de las mejores ciudades del mundo.

Habrá que esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos, wait and see, como dicen los que presumen de saber inglés, pero por mucha oposición ciudadana y del propio Ayuntamiento ante ese expolio de hogares, mucho me temo que la suerte está echada y no hay vuelta atrás. A menos a corto plazo. Sería paradójico que lo que no han conseguido los activistas, las asociaciones de vecinos y la ciudadanía de base en general, lo lograra una recesión a la que la Ciudad Condal se viera abocada como resultado de la incertidumbre político-económica que estamos sufriendo actualmente en Cataluña. Menudo consuelo.



martes, 12 de diciembre de 2017

¿Naturismo u oportunismo?


Haber trabajado casi treinta y seis años en la industria farmacéutica puede hacer pensar a más de uno que mi opinión acerca de los tratamientos naturales está sesgada en su contra y a favor de los medicamentos de síntesis o, como se les denomina en algunos medios, “químicos”, del inglés “chemicals”, definiéndolos, involuntaria o interesadamente, como algo antinatural, utilizando esa nomenclatura foránea.

Mi cometido en las distintas empresas farmacéuticas en las que he trabajado podría afianzar todavía más esta presunción de parcialidad, pues fui en todas ellas el responsable de obtener, de las autoridades sanitarias, las autorizaciones de comercialización de nuevos fármacos. Nunca tuve intereses económicos en ninguna de ellas, mi único vínculo fue estrictamente técnico y científico, intentando desempeñar mi trabajo con la mayor entrega y competencia posibles, jamás fui testigo de una conducta inmoral, y por muchas presiones que recibía para obtener con la mayor celeridad aquellas autorizaciones, jamás falté a la ética profesional. Lo contrario hubiera sido un suicidio personal y lastimar gravemente la imagen de la empresa a la que representaba. Con ello no quiero erigirme en un defensor a ultranza de las multinacionales farmacéuticas, pues son muchos los casos de actividades fraudulentas. Quizá solo tuve suerte al haber recalado en las que la transparencia y la ética formaban parte de su ideario empresarial o bien mi ingenuidad y/o mi ignorancia no me dejaron ver lo aparentemente invisible. Lo que sí puedo afirmar con rotundidad es que, si en alguna de ellas se cruzó el límite de la ética, no fue en mi área de trabajo y responsabilidad.

Dicho esto, añadiré que, trabajando más de diez años en una farmacéutica alemana, tuve ocasión de adentrarme en el campo de la Fitoterapia (tratamiento a base de plantas, que en Alemania sigue teniendo un gran predicamento), por lo que creo estar facultado para exponer, de la forma más sencilla y didáctica posible, mi opinión acerca de este tipo de enfoque terapéutico.

El objeto principal de esta entrada es, en realidad, alertar sobre la desinformación interesada que suele revolotear alrededor de los promotores de las terapias alternativas naturales, pero, dado que ello daría para muchas horas, solo me centraré en lo que considero la información más relevante que todo el mundo debería tener. No pretendo decir con ello que los laboratorios farmacéuticos no actúen también desvirtuando o exagerando, a su favor, los beneficios de un determinado medicamento, solo pretendo advertir de que en “ambos lados”, se puede jugar sucio.

Para aclarar la diferenciación entre lo que conocemos como medicamentos y los productos a base de plantas, hay que saber que muchos de los medicamentos que se dispensan en una oficina de farmacia, con receta médica o sin ella, proceden o se fabrican a base de extractos vegetales, por lo que esa pretendida diferenciación, e incluso antagonismo, entre natural y químico es, en muchos casos, falsa o artificiosa. La aspirina, o ácido acetilsalicílico, por poner uno de los ejemplos más conocidos, procede del ácido salicílico, un polvo obtenido de la corteza del sauce blanco (Salix alba), que ya en el siglo XVIII (aunque hay indicios de que en el antiguo Egipto ya se usaban plantas ricas en salicilatos con fines curativos) se utilizaba para tratar la fiebre y el dolor. Pero no fue hasta 1897 cuando Felix Hoffman, un farmacéutico de los laboratorios Bayer, modificó la molécula del ácido salicílico para obtener un derivado menos irritativo, más puro y con un mayor efecto terapéutico, el ácido acetilsalicílico, al que bautizarían con el nombre de Aspirina.

Pues bien, al igual que la aspirina, son muchos los medicamentos que contienen o proceden de productos naturales vegetales para el tratamiento de muy diversas patologías. Todavía hoy en día se sigue investigando la utilidad terapéutica de productos de origen natural (el mar está resultando ser una fuente de sustancias potencialmente terapéuticas). Es bien conocida, por ejemplo, la utilidad del cannabis (marihuana) y de su principal principio activo, el tetrahidrocannabinol, como antiemético en quimioterapia y como analgésico en procesos oncológicos y en la esclerosis múltiple, y se sigue investigando su empleo en otras indicaciones clínicas. Y donde no llegan los productos naturales de origen vegetal, lo hacen los fármacos de síntesis. Insisto, pues, que las terapias a base de productos exclusivamente naturales no tienen por qué estar reñidas con las de productos puramente sintéticos.

Lo más importante a tener en cuenta, para no caer en la trampa de los vendedores de humo, es que el concepto “natural” no equivale en absoluto a “inocuo”, puesto que todas las plantas medicinales y sus extractos producen, como cualquier medicamento, reacciones adversas, los conocidos efectos secundarios. Hay plantas y extractos de plantas con reconocida y elevada toxicidad, llegando, incluso, a ser mortales. Todo es cuestión de dosis, de la parte de la planta que se utilice y del modo de empleo.

La diferencia fundamental entre beber una infusión de una parte troceada o pulverizada de una droga (la parte de la planta donde se halla la sustancia medicamentosa) y tomarse un comprimido fabricado industrialmente que contiene esa misma sustancia, es que, en este último caso, dicha sustancia, conocida como principio activo, está aislada, purificada y convenientemente dosificada. En la hoja, el fruto, el tallo o la raíz de una planta medicinal, en cambio, coexisten multitud de sustancias, no solo la/s que posee/n el efecto terapéutico, y algunas de ellas pueden y suelen tener efectos indeseables.

Aun aceptándose científicamente la existencia de plantas medicinales “de uso bien establecido” (traducción literal del término inglés well established use) o tradicional, en muchas de ellas se desconoce el contenido en principios activos o bien cuál de ellos es el responsable de la actividad curativa. En estos casos, son las autoridades sanitarias quienes dictaminan su seguridad de empleo, pero nunca debemos fiarnos de las recomendaciones de uso que les atribuye unilateralmente un vendedor, algo cada vez más frecuente en internet.

Es realmente alarmante la continua aparición de voces contrarias a la medicina convencional, detractores del empleo de medicamentos perfectamente estudiados en ensayos clínicos que siguen los más estrictos protocolos científicos, en pro de un enfoque estrictamente naturalista y anti-farmacológico (el movimiento o colectivo anti-vacunación es un claro y el más pernicioso exponente de ello). Incluso hay quien afirma, de viva voz o en publicaciones, que los medicamentos matan. Por desgracia, todos los medicamentos pueden producir efectos adversos, pero ello no significa que todos los que se enuncian en su prospecto vayan a manifestarse. Es solo una probabilidad estadística a partir de los estudios clínicos previamente realizados. Todavía no existe el medicamento ideal, el medicamento “inteligente”, el que solo actúa en la célula, órgano, aparato o sistema diana. En todo tratamiento médico, ya sea quirúrgico o medicamentoso, hay que tener en cuenta el balance beneficio/riesgo. Muchos de nosotros habremos firmado alguna vez lo que se conoce como “consentimiento informado”, esa hoja informativa en la que se nos hace saber los riesgos de la prueba o del acto quirúrgico al que vamos a ser sometidos. No por ello rechazamos de plano una resonancia magnética o una colecistectomía (extirpación de la vesícula biliar), aunque somos libres de hacerlo.

Para mí, que un medicamento pueda producir o produzca una determinada reacción adversa no justifica en absoluto su consideración de veneno, como algunos afirman, esos mismos que arriesgan la vida de sus bebés al no aceptar que sean vacunados inoculándoles un “producto extraño” que ha salvado millones de vidas, o los que abogan por el uso de los “productos milagro”, esos “cúralo-todo” que no tienen porqué ser inocuos, que no son la panacea y que no siempre son baratos, moviendo al año millones de euros.

Que la estevia es un potente edulcorante sustituto del azúcar y, por lo tanto, idóneo para las personas hiperglucémicas (con elevados niveles de azúcar en la sangre), incluyendo a las diabéticas, no hay ninguna duda. Pero de ahí a atribuirle propiedades antifúngicas, bactericidas, diuréticas, antiácidas, dispépticas, facilitadoras de la absorción de las grasas, antigripales y cicatrizantes, hay un abismo, propiedades todas ellas sin ninguna base clínica, a pesar de lo que afirman sus acérrimos defensores, a la vez productores y comercializadores de este producto edulcorante. No me extrañaría que, dentro de poco, se le atribuyera también propiedades anticancerígenas, como la de otros muchos brebajes, batidos y preparados a base de productos naturales que se anuncian por doquier.

Que existe un problema sanitario grave de sobreuso de medicamentos e incluso de empleo de medicamentos innecesarios, es una triste realidad y un tema muy complejo que no pretendo abordar aquí, pero no caigamos en la trampa de abandonar o sustituir un tratamiento farmacológico eficaz, contrastado e internacionalmente aceptado, por un producto que, por muy natural que sea, no ha demostrado fehacientemente sus propiedades curativas.

La fitoterapia es un arma terapéutica útil y reconocida. La Comisión Europea publica y actualiza constantemente monografías de plantas y extractos vegetales en las que determina sus indicaciones terapéuticas y condiciones de uso. Desconfiemos de quienes proclaman nuevos usos medicinales para productos naturales conocidos o usos medicinales para productos naturales desconocidos sin que hayan evidencias científicas de su utilidad. Y desconfiemos también de los vendedores ambulantes (la venta ambulante de plantas medicinales a granel está prohibida). Posiblemente no nos hagan daño; en el mejor de los casos no nos harán ningún efecto, pero no deja de ser un fraude.

Los defensores a ultranza de la fitoterapia, como sustitutiva de los medicamentos convencionales, basan su inocuidad en la baja tasa de efectos secundarios. Aunque, insisto, las plantas medicinales no están exentas de efectos indeseables, esa aparente inocuidad que muchos les atribuyen se debe a que las dosis utilizadas son muy bajas. Ya dije que todo es cuestión de dosis (hasta el producto más inocuo puede ser mortal a dosis excesivas). Pero ello también se traduce en un menor efecto terapéutico. Estas dosis bajas de la sustancia activa, va lógicamente acompañada de bajas dosis de las otras sustancias que la acompañan, que suelen ser las causantes de los efectos más indeseables. En otras palabras, para que una infusión a base de hojas troceadas de una planta (la droga) ejerza el mismo efecto terapéutico que un comprimido conteniendo la dosis efectiva de la sustancia medicinal aislada y purificada, deberían utilizarse dosis mucho más altas de esa droga, de modo que la probabilidad de sufrir efectos adversos sería mucho mayor, y de mayor envergadura, por contener cantidades más elevadas de las sustancias terapéuticamente inactivas que contiene.

¿Cuál es, pues, el papel de la fitoterapia? Los tratados y las asociaciones internacionales de fitoterapia coinciden en señalar que esta va fundamentalmente dirigida al tratamiento de la sintomatología de afecciones leves, como sería el nervosismo (no la ansiedad), la dispepsia (digestión pesada) y otros trastornos digestivos leves, el estreñimiento, la tos irritativa, faringitis, hipertensión, hiperglucemia e hipercolesterolemia moderadas y un largo etcétera, situaciones estas que no requieren un diagnóstico ni un control médico, y que, al igual de lo que ocurre con los medicamentos que no precisan receta médica, forman parte del arsenal terapéutico para el “autocuidado de la salud”, donde la fitoterapia es suficientemente efectiva y con un balance beneficio-riesgo aceptable.

Si la medicina tradicional es, muchas veces, un negocio, no lo es menos la medicina alternativa. Lo realmente importante es que, para hacer frente a una determinada enfermedad, sepamos ponernos en manos de un personal sanitario debidamente cualificado y someternos a un tratamiento científicamente contrastado. Huyamos de las falsas promesas y de los productos milagro.

Para terminar. y aunque me aparte un poco del tema que me ocupa pero al hilo de lo que considero falsas promesas, quisiera hacer una somera mención a lo que se conoce como “complementos alimenticios” (conocidos como food supplements en otros países), un gran negocio al que se han sumado las farmacéuticas, sobre todo las que desean compensar los perjuicios económicos de la desfinanciación de algunos de sus medicamentos. Así pues, ya sean comercializadores exclusivos de complementos alimenticios o laboratorios farmacéuticos, se está, a mi juicio, incitando a un consumo desmedido e injustificado de sustancias (antioxidantes, depurativos, vitaminas, minerales, sustancias alimenticias varias y, más recientemente, plantas medicinales) que una dieta sana y variada, como la mediterránea, las hace innecesarias. Lo realmente preocupante, en este caso, no es solo su toxicidad per se (una hipervitaminosis puede tener consecuencias graves), sino la aparición de efectos adversos por alguna contraindicación (condición física que no haga recomendable su empleo) o una interacción con otra/s sustancia/s que se esté/n ingiriendo por otra vía.


“Somos lo que comemos”, dijo Ludwig Feuerbach (1804-1872), y “Que tu medicina sea tu alimento, y el alimento tu medicina”, afirmó, muchos siglos antes, Hipócrates. Pero esta ya sería otra historia.


viernes, 1 de diciembre de 2017

Fe, fanatismo o superstición



Casi siempre que hago una entrada en este blog, pienso si lo que voy a expresar molestará a alguien, y cuando lo acabo de publicar esta duda se hace mucho más patente, temiendo haber herido alguna que otra susceptibilidad.

La entrada de hoy no está exenta de esa sensación. Podría haber empezado con una advertencia al estilo de lo que se dice en televisión, cuando se indica que “las imágenes que van a ver pueden herir la sensibilidad del espectador”, aunque, en este caso, en lugar de imágenes (si prescindimos de la de la cabecera) son palabras.

Si la política siempre ha sido un asunto muy polémico (especialmente en los momentos que vivimos y sufrimos), la religión, el tema que aquí y hoy me ocupa, no está exenta de controversia. Por tal motivo procuraré no ser demasiado osado, irreverente u ofensivo al tratar la pregunta que me hago y me he hecho en multitud de ocasiones: ¿hasta qué punto algunas manifestaciones religiosas no son más que el fruto del fanatismo o de la superstición? Espero, pues, no herir la sensibilidad de ninguno de mis lectores, aunque, claro está, la sensibilidad es como el DNI: personal e intransferible.

Que conste que no soy un anticlerical. Crecí en el seno de una familia católica, apostólica y romana, me educaron en la religión católica y estudié desde los seis hasta los diecisiete años en un colegio religioso, del que guardo, por cierto, bastantes buenos recuerdos.

Sé que lo antedicho no es ninguna garantía de religiosidad, pues son muchos los estudiantes de colegios de curas y de monjas que han renegado de la fe católica y han acabado practicando un ateísmo radical. No es mi caso. Yo me definiría más bien como un agnóstico que siente un profundo respeto por las creencias y prácticas ajenas de cualquier religión que predique y practique el respeto al prójimo sin distinción de credos, razas y sexos.

Dicho esto, y una vez proclamada mi educación cristiana de la que no reniego, pues ha conformado mi forma de ser, de pensar y de respetar a los demás, considero que por muy creyente y practicante que uno pueda ser, ello no tiene por qué estar reñido con la autocrítica. Un ferviente católico puede perfectamente considerar inadecuadas algunas manifestaciones, declaraciones y conductas de los representantes de la Iglesia, del mismo modo que puede criticar algunas de las manifestaciones y costumbres populares centenarias que más bien parecen pertenecer al folclore popular que a la auténtica religión, con la connivencia del clero, que, de un modo u otro, se beneficia de ello.

Dadas las enseñanzas de religión católica que recibí en mi niñez y primera adolescencia, creo sentirme suficientemente capacitado para distinguir lo estrictamente religioso de lo supersticioso y, casi diría, pagano, por incultura e ignorancia.

Si todas las personas fervientemente religiosas supieran lo que son las advocaciones marianas, no le disputarían a una determinada Virgen el privilegio de ser la más guapa, la más milagrosa o la más importante entre todas las incontables Vírgenes, o “virgencitas”, del mundo. A fin de cuentas, solo se trata de utilizar distintos nombres en función del supuesto lugar de la aparición que se le atribuye (de Fátima, de Lourdes, del Pilar…) o de distintos hechos (de la Soledad, de la Concepción, de los Dolores…). Algo parecido ocurre con las veneraciones a distintos nombres e imágenes de Jesucristo. Cuántas veces no habré oído eso de “es que yo soy muy devota de la Virgen de los Desamparados”, o “tengo mucha fe en el Cristo de Lepanto”, por ejemplo.  Y aunque me resulte igualmente pintoresco, puedo entender, en cambio, que haya gente que, a la hora de encomendarse a un santo, tenga predilección por el que, a su juicio, es el más milagrero. ¿Fe o superstición?

¿Por qué, pues, esa preferencia por una u otra imagen? ¿Por qué la gente entra en esa histeria colectiva ante la imagen de una Virgen portada y paseada a hombros? Al ver esas imágenes, para mí tan impactantes, de fervor popular llevado al éxtasis, siempre me he preguntado ¿cuántas de esas personas que se pelean por tocar la imagen o llevar en volandas a un crío de corta edad, atemorizado y llorando, para que toque el manto de la Virgen, pisa una iglesia a lo largo del año para una celebración que no sea un bautizo, una boda o un funeral? Si son realmente creyentes, ¿por qué actúan más bien como posesos? ¿Acaso no saben que una imagen no es más que una representación tallada en madera o escayola y que, según la Iglesia, su veneración lleva el nombre de idolatría? Podrá ser una obra del arte barroco, salida del taller del mismísimo Salzillo, pero no deja de ser solo eso: una imagen, más merecedora de ser contemplada en un museo que venerada en la calle.

Más aún. ¿Cómo es posible que se invierta una cantidad desorbitada de dinero (aunque sean donativos) para embellecer una imagen, por muy digna de culto y respeto que sea, con vestimentas lujosamente ornamentadas con bordados de oro y piedras preciosas? ¿Por qué lo permite la Iglesia? Mucho me temo que si objetara tal desatino, los propios representantes de esa Iglesia serían objeto de la furia y fanatismo popular. Así que es mejor seguirles la corriente y todos contentos.

Las tradicionales procesiones de Semana Santa son una manifestación religiosa que forma parte del imaginario popular y cultural, con un arraigo extraordinario y, en según qué localidades españolas, representan, no solo la religiosidad del pueblo, sino que también podría considerarse lo que ahora se denomina patrimonio inmaterial de la humanidad. Forman parte de la escenificación religiosa y no habría Semana Santa sin los pasos en las calles y las saetas en los balcones. Pero lo que más me desagrada es la condición de espectáculo de masas que, por lo general, se le da a esa exhibición pública.

Como anécdota ejemplarizante, recuerdo que durante mi último periodo de las milicias universitarias como alférez en Jerez de la Frontera, en la Semana Santa de 1975, tuve que desfilar en uno de los pasos de la cofradía a la que pertenecía mi Regimiento. Yo iba, como oficial, al frente de mi Compañía, con el sable descansando en el hombro derecho, desfilando a paso lento y al compás de la marcha militar propia para la ocasión. Pues bien, parecía que, en lugar de una ceremonia religiosa, se estuviera representando una obra de teatro al aire libre: la gente sentada a ambos lados de la calle, comiendo pipas y todo tipo de golosinas, mientras los vendedores ambulantes cruzaban la procesión, pertrechados con una bandeja sujeta a la cintura, en la que llevaban la mercancía, y gritando “pipas, cacahuetes…”. Un crío me señaló, emocionado, diciendo a su madre “mira mamá, un cadete. Ello me hizo sonreír, pero, por lo demás, me sentí como un actor o, peor aún, como un mono de feria ante una multitud exultante.

Sin duda alguna, las procesiones de Semana Santa tienen una raigambre popular imperecedera y, si les restamos lo que tienen de folclore y de exhibición social fuera de lugar (esos famosillos asomados a los balcones con sus parejas, riendo y haciéndose arrumacos, ajenos al verdadero sentido de lo que acontece en la calle), merecen todos mis respetos, aunque las considere algo ya impropio de nuestro tiempo.

Y lo que sigo sin entender es que, en pleno siglo XXI, todavía se hagan procesiones, como las que recientemente han tenido lugar por diversos lugares de la geografía española, para que llueva, una práctica se me antoja muy primitiva. Una cosa es tener fe y rezar para obtener un favor divino y otra este tipo de manifestaciones que me retrotrae a tiempos pretéritos en los que la incultura y la superstición estaban al orden del día.

Bendecir un objeto, un coche, un animal de compañía, una vivienda, etc., se asemeja más a lo que hace un chamán para proteger al creyente, a su familia y a su casa de los malos espíritus, que algo propio de una Iglesia moderna. Nuevamente la pregunta: ¿Fe o superstición?

Para terminar, solo añadir que la fe, el fanatismo y la superstición son, en muchos casos, enemigos acérrimos de la medicina moderna y de la salud, cuando alientan, directa o indirectamente, al enfermo a abandonar el tratamiento habitual y clínicamente contrastado para convencerle de que solo la oración o el curanderismo podrán sanarle. ¿Cuántas muertes se podrían atribuir a esas creencias y actitudes?


La fe nunca debe contagiarse de fanatismo ni mezclarse con la superstición.