miércoles, 22 de abril de 2020

Necesito más espacio



Necesito más espacio es lo que le suele decir una chica a su chico, o viceversa, cuando lo que necesita, en realidad, es más libertad. Pero no es este el tema que hoy me traigo entre manos, o entre teclas. A lo que aquí y hoy voy a referirme es al espacio tangible, al físico, al tridimensional.

Y es que últimamente se habla mucho de las secuelas que nos dejará la Covid-19 una vez haya pasado de largo o, por lo menos, cuando esta etapa aguda de confinamiento haya quedado atrás. Secuelas que los “expertos” (ahora tenemos una sobreabundancia de ellos) clasifican en físicas y psíquicas. Algunas serán de corta duración y otras, quién sabe, de más largo recorrido. Las únicas secuelas en las que realmente creo, y a las que temo, son las económicas, que tardarán mucho (¿meses?, ¿años?) en desaparecer. Nada volverá a ser igual, dicen muchos. Sinceramente no lo sé. Pero sí sé que a la humanidad no le habrá servido de nada esta experiencia para recapacitar, más seriamente si cabe, sobre la preservación de la naturaleza y la lucha contra el cambio climático. En este sentido, todo seguirá igual, si no peor. Nuestro planeta ha disfrutado de una corta tregua, le hemos dado un pequeño respiro, pero volveremos al ataque. Volveremos a contaminar. Y aquí no ha pasado nada.

Pero, elucubrando sobre lo que nos vamos a encontrar cuando, por fin, se abra la veda y podamos salir en desbandada de nuestras casas, de nuestro confinamiento, de nuestro encierro, para volver a abrazar la libertad “de antes”, a la que estábamos acostumbrados y que tanto añoramos, se me ha ocurrido un efecto secundario que quizá solo me afectará a mí por el mero hecho de haberlo pensado.

Después de todo este tiempo concienciándome de que hay que mantener un espacio de seguridad entre nosotros, evitando las aglomeraciones, sobre todo en locales cerrados, se me antojará insano y hasta cierto punto repulsivo el apretujamiento al que nos veremos nuevamente expuestos en los medios de transporte, cines, bares, restaurantes, etc. 

Si cuando —¡qué lejos queda ahora!— viajaba en avión, ya me sentía agobiado, empotrado en un exiguo espacio/cubículo que apenas daba para moverme —ya no digo para estirar mínimamente las piernas—, lo que era una tortura en los viajes de largo recorrido; si en el tren, autobús o metro ya me sentía —las veces que lo tomaba— como sardina en lata, oliendo a humanidad y sujetándome a una barra que vete tú a saber quién la había sobado antes; si en el cine me desagradaba topar con el brazo de mi vecino al intentar compartir el mismo reposabrazos; si de pie, ante una barra de bar abarrotada, me sentía abrumado intentando colarme entre los clientes para pedir mi consumición; si ya evitaba los restaurantes con una elevada densidad de comensales, lo que obligaba a estar sentado a poco más de un metro de la mesa de al lado; si no soportaba las multitudes en los centros comerciales —especialmente en épocas navideñas y de rebajas— cuando todavía era algo cotidiano y hasta cierto punto tolerable, ¿qué me ocurrirá cuando tenga que volverme a enfrentar a esas situaciones, tras haber sido “adoctrinado” sobre la bondad de evitar el contacto, la proximidad física y las aglomeraciones? Me temo que pueda llegar a sufrir agorafobia y me resulte imposible salir a la calle para sumergirme de nuevo entre el gentío. Y es que me temo que los que, durante su confinamiento, hayan desarrollado la llamada “fiebre de la cabaña”, un síndrome causado por el aislamiento social prolongado, se lancen como locos a ocupar de nuevo los espacios y establecimientos públicos, abiertos y cerrados, buscando restablecer, de este modo, su equilibrio psicológico a costa del mío. ¿Cómo no me di cuenta de que nuestros hábitos gregarios eran insalubres? Ante esta perspectiva, ¿qué puedo hacer? No voy a quedarme en casa como un ermitaño. Quiero volver a estar con mi familia y amigos.

Creo que será mejor que no me desprenda de mis mascarillas y mis guantes de látex, por si acaso.


viernes, 10 de abril de 2020

Playback: del amor al odio



Cuenta la leyenda que una joven promesa de la canción se encaminaba apresuradamente hacia el teatro donde debía actuar en una de sus galas de gira por toda España convencido de que esta vez llegaría tarde. Un grupo de jóvenes le había reconocido al salir del hotel y tuvo que firmar un montón de autógrafos. Nervioso, iba recordando la sempiterna advertencia de su Manager: «Al público no se le hace esperar, pase lo que pase. Al público se le pierde más rápidamente de lo que se le gana».
Cuando por fin llegó a su destino, con veinte minutos de retraso, nadie le estaba esperando en la puerta de acceso para los artistas, contrariamente a lo que esperaba. Tampoco había rastro alguno que sugiriera que los miembros de su banda hubieran estado allí. No estaban ni las fundas de sus instrumentos. Algo raro estaba pasando.
De pronto oyó la música. Era el tercer tema del repertorio preparado para esa gala. Se dirigió a toda prisa hacia el escenario para comprobar quién lo estaba interpretando. Era su voz, era su música. Pero por el camino se dio de bruces con un miembro de la entidad organizadora de la gira. Ante la cara de interrogación del joven, le dijo:
—Mira, chico, hemos contratado a un tío calcado a ti, y a partir de hoy usaremos playback; él solo se limitará a abrir la boca y a imitar tus ademanes. Con la distancia que separa el escenario del público, nadie se enterará del cambiazo. Ya lo estás viendo. La música suena incluso mejor así que en directo. He hecho cálculos, y nos ahorraremos un pastón. Pero no te preocupes, a ti te pagaremos por los derechos de autor. 

***

Esto no es más que una parodia. Pero podría llegar a ser cierto, si es que ya no lo es. De hecho, en 1988 apareció en Alemania un grupo musical, Milli Vanilly, que llegó a vender catorce millones de álbumes y que consiguió el premio Grammy en la categoría de mejor artista novel, premio que se les retiró tan pronto se descubrió que no eran ellos quienes cantaban. Tras esa revelación, cayeron, lógicamente, en desgracia y se disolvieron en 1990. La pantomima duró dos años.

Lo que se conoce como playback, o “música enlatada”, tiene más antigüedad. Según mis pesquisas, en España se utilizó por primera vez en 1961 —el mismo año en que entró la televisión en casa—, en un programa musical titulado “Escala en hi-fi”, presentado por Juan Erasmo Mochi, un cantante de la época de cierto renombre, que abría el programa con un tema de cabecera bastante pegadizo y que se hizo famoso. En dicho programa. unos actores principiantes—que luego se harían famosos: Luis Varela, María José Goyanes, Concha Cuetos y un largo etcétera— simulaban cantar al hilo de una historia o argumento. El programa tuvo mucho éxito, era muy entretenido, no sabría decir si por su contenido o por la novedad de la televisión en casa. El caso es que a mis once años no entendía por qué tenían que utilizar falsos cantantes que lo único que hacían era abrir la boca. «Pues porque si fueran cantantes de verdad, tendrían que pagarles mucho más», argumentó alguien de la familia, posiblemente una de mis hermanas. Y esa explicación acabó por convencerme y dejé de quejarme.

Pero a continuación, esa práctica se extendió como la pólvora, y ya no eran actores los que simulaban cantar, sino que los propios cantantes y grupos musicales se prestaban a ese engaño. Nunca he sabido si el problema era que el sonido en directo en un plató de televisión habría sido horrible o poco audible, que toda la parafernalia necesaria para montar y conectar los amplificadores y micrófonos era demasiado engorrosa, que se buscaba ahorrar dinero a la producción del programa —hombre, no podéis cobrar lo mismo por abrir solo la boca— o por qué demonios. Del mismo modo, siempre me he preguntado si lo que hacían era realmente abrir la boca y simular que cantaban o bien cantaban, pero muy bajito. ¿Y los instrumentos? Las guitarras eléctricas con desenchufarlas, listo, pero ¿y la batería? Cierto que se notaba que el batería golpeaba los platillos con suavidad, casi sin tocarlos, como si no quisiera hacerles daño, pero tocarlos los tocaba, así que en el estudio debían sonar. Habría pagado por oír lo que salía de todo aquel montaje. Pero seguro que no era peor que oír la voz en directo de Enrique Iglesias o de Kiko Rivera cuando ambos se quedaron, por unos segundos, sin playback en una de sus galas.

Una cosa es cantar en directo con la música grabada, algo que entendería en un plató de televisión, para ahorrarse la presencia de una orquesta al completo, y otra es simular que se canta y tanto la voz como la música están pregrabadas. Así que, ante estas evidencias, he llegado a plantearme si en un espectáculo musical teatral, tipo Rey León, A Chorus Line, Cats, etc., los actores y actrices cantantes también simulan hacerlo y todo el sonido está enlatado. Si en el foso del teatro hay una orquesta, está claro que la música es en directo, pero ¿y las voces? Bailar y cantar a la vez debe ser agotador, pero... ¿Os imagináis a los cantantes de ópera gesticulando sin cantar en realidad? ¿O un concierto de Elton John o de Ana Belén, sin voz ni música en directo? ¿O a los actores de teatro declamando con sus voces pregrabadas?

Solo admito el empleo de un doble en un actor o actriz de cine en el caso de que la escena a interpretar tenga un elevado riesgo o —poco probable hoy día—, siendo una escena de sexo, el o la protagonista no desee mostrar su desnudez, bien por pudor, bien porque no le da la gana.

No sé si me dejo más ejemplos del empleo del playback, pero es algo que no soporto, salvo casos muy justificados. No me gustan los sucedáneos, ni en la mesa ni en la música. Todo tiene que ser, dentro de lo posible, real y natural. Habrá quienes prefieren el playback, yo lo odio.



miércoles, 1 de abril de 2020

Ordeno y mando



Parece como si últimamente solo se me ocurrieran temas relacionados con el respeto, la educación y la empatía. ¿Acaso será que estoy obsesionado con ello o bien porque esos tres elementos están en la base de todas las relaciones humanas?

Estos días de forzada reclusión he intentado evadirme de la sobreinformación sobre el Covid-19 y sus efectos colaterales (predicciones catastrofistas, teorías conspiratorias, bulos y curaciones milagrosas, etc.) dedicando mi tiempo libre a lo que más me gusta y que ya venía practicando, pero ahora con más intensidad: la lectura, la escritura, la música y, cómo no, el cine. De este modo me he lanzado a una maratón de series televisivas del género policíaco, las que más me gustan, para pasar un rato agradable y olvidarme, aunque solo sea durante unas pocas horas, de lo que se está viviendo en la calle y en todo el país sin distinción de razas, sexos, ideologías y —según ahora parece— de edad. Así pues, durante estas últimas semanas he visto unas cuantas series, tanto nórdicas como británicas, que para mí son las mejores en ese género.

Pues bien, el detonante que ha motivado esta entrada ha sido la serie titulada “Los asesinatos del Valhalla”, de producción islandesa y que, aunque Filmaffinity la puntúa con un 6,0, a mí me ha gustado, si bien reconozco que le falta agilidad. Pero no pretendo ocupar el puesto de Miguel Pina y su blog “Cine y crónicas marcianas” (https://www.cineycriticasmarcianas.com/), pues sería misión imposible, sino que, como decía, me he inspirado en ella —como podría haber sido cualquier otra—, para tratar el abuso de poder por parte del superior jerárquico. Y al decir abuso de poder me refiero a ejercer sobre un subordinado su autoridad de un modo exagerado e injusto.

No voy a descubrir nada nuevo bajo el sol. De hecho, ninguna de mis entradas lo han pretendido jamás, porque, entre otras cosas, es imposible descubrir algo verdaderamente nuevo en nuestra sociedad. Solo intento poner sobre la mesa una injusticia más de las que corren por nuestras vidas, porque ¿quién no ha tenido que soportar alguna vez a un jefe despótico?

¿Y por qué precisamente esa serie televisiva me ha impulsado a escribir sobre ello? Pues porque uno de los personajes, el jefe del departamento de policía de Reikiavik, ante un complicado caso de asesinatos en serie, no deja de arengar a sus colaboradores —un par de diligentes inspectores dedicados en cuerpo y alma a resolver el misterio y un grupo de agentes de policía asignados al caso— para que muevan el culo, descubran de una vez al maldito asesino y se pueda cerrar el caso cuanto antes mejor y quedar así fetén con el señor alcalde y los medios de comunicación que no dejan de tocarle las pelotas. ¿Lógico no? Todo el mundo quiere quedar bien con sus superiores y evitar a toda costa que le pongan de patitas en la calle por incompetente.

Pues no y rotundamente no. Situaciones como esta —pero sin asesinatos ni policía de por medio— las he vivido en vivo y en directo demasiadas veces como para conformarme a que eso sea normal. ¡Pero si es película, argumentaréis! Cierto. Pero creo que, en el fondo, las películas actuales y con un mínimo de seriedad, suelen reflejar bastante bien la maldita realidad.

El personaje despótico al que hago mención y en el que me inspirado me ha traído malos recuerdos. Ese superior jerárquico no solo es un jefe autoritario —cosa normal tanto en un policía como en un militar—, que exige disciplina y resultados rápidos y sin tropiezos, sino un verdadero cafre, que insulta a sus colaboradores por no avanzar, como él desearía, en la resolución del problema. Pero además de ser un hueso, un cabronazo maleducado, su actitud de “ordeno y mando” está plagada de imposibles.

Ahora trasladémonos a la vida cotidiana y a las relaciones humanas en una empresa:

Qué fácil resulta decir “esto lo quiero para mañana a primera hora”, cuando son las seis de la tarde. Qué fácil resulta exigir un informe “para ya”, cuando, aun dedicándole doce horas diarias, dejando de atender otras actividades tanto o más urgentes, lo más rápido que se puede conseguir es en dos o tres días. Y como, lógicamente, no se puede cumplir el mandato que ha marcado el superior jerárquico, entonces llegan los reproches y las recriminaciones.

Si la imposibilidad del objetivo se debiera a un desconocimiento de la dificultad que entraña por parte de quien lo ha impuesto, ello tendría su justificación. Pero, aunque así fuera, ese jefe ignorante no admite ser corregido, no atiende a explicaciones, que para él son simples excusas de inepto. Pero si sabe que lo que pide es imposible de cumplir y lo hace únicamente por el gusto de dominar, de exprimir al personal, para dejar claro quién manda, no estamos ante un jefe duro, ni ante un ejecutivo agresivo, sino ante un depredador. Y si, además, lo hace para quedar bien con su superior, entonces hay que añadir la coletilla de egoísta malnacido.

Ser un buen jefe no es tarea fácil, os lo puedo asegurar, como no lo es ser ecuánime ante situaciones complejas y donde las diferencias personales están al orden del día. Siempre habrá algún descontento. Ejercer de Rey Salomón es prácticamente imposible. Pero hay que saber ponerse en la piel del subordinado. Un jefe no puede exigir a un empleado algo que él no podría lograr ni habría logrado cuando ostentaba el cargo que ahora ocupa ese subordinado, por mucho que se lo exija a él el mismísimo presidente de la Compañía.

Hace años leí un libro de Pilar Jericó titulado “No miedo, en la empresa y en la vida” y que me resultó bastante útil en los peores momentos de mi vida laboral. De este libro anoté unas sentencias que todavía hoy me resultan de un gran valor:

“Los líderes que son tolerantes ante los fallos derriban las barreras que les separan de los demás y se comprometen con las personas de manera personal”.
Richard Farson y Ralph Keyes (The Paradox of Innovation)

“Un directivo se ha de poner de parapeto para no trasladar las amenazas hacia abajo. Cuando lo hace, aumenta considerablemente la productividad de su equipo”. Tomás Pereda, director de RRHH de Hertz

Comparar la actividad empresarial con las leyes de la naturaleza no es algo demasiado exagerado. Muchas empresas se comportan como en el reino animal. ¿Acaso el pez grande no se come al chico? ¿Acaso no se lucha por la supervivencia? ¿Acaso no se combate para ser el dominante en un determinado territorio?

¿Pero somos personas o animales? En algunos casos resulta difícil poner una línea divisoria. “El ordeno y mando” era normal y habitual en épocas pretéritas. Los reyes y emperadores hacían con sus súbditos lo que les placía y no les temblaba la mano para ordenar decapitar a quien se atrevía a contradecir una orden Real. Podían pedir imposibles y nadie se atrevía a rechistar, aun sabiendo lo que les esperaba a la vuelta de la misión sin haber logrado el objetivo marcado por ese déspota inútil, si es que no habían perecido antes en el intento.

Pues yo he conocido jefes de departamento y directores generales que se comportaban como reyezuelos todopoderosos, que mantenían en todo momento su espada de Damocles alzada sobre el cuello de cualquier empleado que, a sus ojos, se mostrara díscolo ante sus inexcusables órdenes.

El “porque lo digo yo” debería pasar a los anales de la historia de España de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado y en el seno de la familia tradicional, en la que el cabeza de familia mandaba en casa y los hijos no teníamos derecho a rechistar. Pero en una soceidad moderna y democrática el "ordeno y mando" debería estar desterrado.