viernes, 28 de marzo de 2014

La mentira, nuestro pan de cada día



¿Por qué la mentira está tan arraigada, como algo natural, en nuestras vidas? ¿Por qué hay quien, en determinados momentos de riesgo y de confrontación, se siente obligado a mentir? 

Hay conductas basadas en la falsedad que ya forman parte de la vida cotidiana y que se consideran “normales”, como sería el caso archiconocido (pues todos nos hemos encontrado alguna vez ante ello) de las valoraciones que hacen vendedor y comprador de un artículo de segunda mano.

Es típico que cuando uno compra un vehículo de primera mano, está comprando el mejor coche del mercado pero cuando intenta venderlo aparecen de  pronto un sinfín de desventajas. Compras un vehículo con motor diesel porque siempre te han dicho que tienen mejor salida en el mercado de segunda mano. “Cien mil kilómetros no serían nada si fuera motor diesel pero, claro, siendo de gasolina… Ahora están muy buscados los que son de gasoil porque, además de durar mucho más, gastan algo menos y el carburante también es algo más barato”. Cuando intentas obtener un buen precio al dar este mismo vehículo como entrada de uno nuevo, esas ventajas se han convertido en inconvenientes. “Es que los jóvenes prefieren los motores a gasolina porque tienen más brío” o cualquier otra excusa.

Por otra parte, si el coche ha hecho pocos kilómetros pero tiene sus años, por bien conservado que esté, resulta que lo que cuenta es la matrícula, pero si, por el contrario, la matrícula es relativamente reciente pero se han recorrido muchos kilómetros, entonces lo que cuenta es lo que indica el cuentakilómetros.

Lo mismo podríamos decir con una vivienda. Mientras el propietario y vendedor resalta todas sus virtudes, algunas claramente exageradas, el posible comprador sólo comenta las pegas. A veces dan ganas de decirle que busque otra cosa si tanto le desagrada el piso. Y todo, obviamente, para justificar un precio demasiado elevado, en el primer caso, y para rebajar en mucho las pretensiones del vendedor, en el segundo. Es el típico regateo, que las dos partes saben que la otra miente como un bellaco y, aun  así, entran en ese juego, a mi entender, ridículo. ¿No existe algo llamado el precio justo?

Y esta escenificación tiene escenarios muy dispares y algunos bastante comprometidos como el del candidato a un puesto de trabajo que “infla” su CV y exagera verbalmente sus conocimientos y experiencia para impresionar a su interlocutor, no sólo con la intención que ganar la vacante sino de incrementar su valoración económica, alegando, además, que está cobrando más de lo que cobra. ¿No es una estupidez negar u ocultar algo que más tarde se pondrá en evidencia? ¿De qué sirve decir que se tiene, por ejemplo, un nivel avanzado de inglés si luego se comprobará que es falso? ¿Y no será también cierto que muchos  jefes no halagan a sus colaboradores para que éstos no reclamen un mejor salario acorde con sus méritos?

Y es que, como regla general, nadie quiere dar la razón a su oponente en una negociación. Hay que ganar como sea. El cliente siempre tiene la razón aunque no la tenga. Bueno, el cliente o el protagonista de la discusión, que para el caso da igual.

De ahí que muchos consideren inaudito que un pobre servidor pueda acabar dando la razón a ese vendedor al que se ha dirigido para exponerle una queja cuando aquél le hace ver que está equivocado. ¿Cómo puedo ser tan estúpido de no mantener mi postura, pase lo que pase, hasta el final? Eso de dar el brazo a torcer a la primera de cambio debe ser signo de debilidad mental.

Lo siento pero, simplemente, me da vergüenza defender una postura que sé que es falsa o incongruente y, tan pronto como me doy cuenta de ello, prefiero rectificar (y pedir disculpas si es necesario) que seguir adelante corneando injustificadamente a quien se opone, con razón, a mis tesis. ¿No dicen que rectificar es de sabios? Quizá por eso me ha ido así en la vida social. Es la ley del más fuerte, no del más sabio o del más sensato. ¡Qué le vamos a hacer! Siempre he sido un ingenuo.




martes, 11 de marzo de 2014

Los ordenanzas (González y Olivares o el dominio de las entretelas)




Cuando, hace la friolera de 38 años, sólo llevaba un mes en mi recién estrenado cargo de técnico de registros, cargo que no voy a intentar describir por lo intrincado y aburrido que resultaría para aquéllos que desconocen los pormenores de la industria farmacéutica, tuve que viajar a Madrid para familiarizarme y conocer los entresijos de la entonces Dirección General de Sanidad, dependiente del Ministerio de Gobernación, con cuyos funcionarios, técnicos y administrativos, tendría que vérmelas en lo sucesivo.

Al principio, tuve como acompañante a Francisco, un visitador médico, simpático, apuesto y elegante, que, con el tiempo y la confianza debida, me confesó pertenecer a la legendaria orden Rosacruz, de cariz masónico, y que en su vida laboral hacía las veces de relaciones públicas de la empresa. Francisco me resultó de gran ayuda pues, a falta de personal técnico, había sido hasta entonces el encargado del seguimiento de los trámites que la empresa tenía en marcha en las distintas dependencias sanitarias repartidas a lo largo y ancho de la capital del reino. Pero quizá quien mejor me sirvió como guía práctico fue González, un ordenanza que sabía más por viejo que por diablo y que, a cambio de una gratificación, te facilitaba no sólo la entrada sino también la salida. Las malas lenguas dijeron, años más tarde, que fue desterrado el día en que se demostró lo que algunos sabían y muchos sospechaban, cuando fue pillado in fraganti fotocopiando unos expedientes para la competencia. Y es que no se puede ser tan bruto, hombre, hay que saber hacer las cosas con más… clase. Y si no, sólo había que ver a ese director de un departamento ministerial por las mañanas y pintor en sus ratos libres. No sé cómo se lo montaba, pero se decía que eran varios los laboratorios farmacéuticos que tenían uno o más de sus óleos colgados de las paredes de la sala de reuniones y hasta del despacho del director general. Recuerdo haber visto alguno en el hall de entrada de la entonces mi empresa. ¿Amor al arte?

El caso es que el amigo González me sirvió, sin duda, de confidente y de consejero, me ayudó a desenvolverme por las distintas dependencias de esa casa de locos que era entonces el futuro Ministerio de Sanidad o, como diría con sorna un antiguo compañero de profesión, el “misterio de sanidad”. Aquel funcionario, campechano y socarrón, me indicaba, de forma clara y concisa, llevándome a un aparte, cómo debía entrar a tal o cual funcionario o funcionaria, especialmente los de alto rango, los más difíciles en el trato. Cómo congraciarse con éstos ya era harina de otro costal y seguramente daría para un libro de autoayuda. Con el tiempo, González también pasaría a ser mi informador sobre la situación de los distintos expedientes de registro, algo privativo, en aquel entonces, de unos pocos privilegiados.

González, pluriempleado en la D.G. de Sanidad por la mañana y en unas dependencias del Ministerio de Trabajo por la tarde, lugar secreto de nuestros encuentros, alejados de miradas y oídos indiscretos y donde me facilitaba esa información que bien merecía una recompensa dineraria, nada ilegal, que conste, pero sí anómalo, era el típico funcionario de base a quien no le llegan las perras a fin de mes y tiene que agudizar el ingenio, haciendo valer sus conocimientos prácticos, para ganarse un sobresueldo a espaldas de sus jefes. Al fin y al cabo, la información “privilegiada” que nos vendía, a mí y a un montón más, sin duda, sólo versaba sobre cuestiones que, de no ser por el oscurantismo oficial de la época, deberían haber sido públicas. 

A Olivares le conocí muchos años más tarde, cuando se suponía que, habiendo alcanzado el top level, el del ejecutivo avezado en lidiar con todo tipo de dificultades técnicas, administrativas y legales, ya no tenía necesidad de ningún tipo de ayuda externa. Él, Ordenanza Mayor de, a la sazón, el Ministerio de Sanidad y Consumo, veía pasar, desde su posición privilegiada en el vestíbulo del edificio del Paseo del Prado, a todos aquellos que visitábamos esas dependencias con el empeño de no volver a nuestros cuarteles generales sin resultados prácticos, con las manos vacías y sobrecogidos por esa angustia vital que da, a los sufridores perfeccionistas como yo, el deber no cumplido.

Y en esas dependencias que yo visitaba con más asiduidad de la deseada, lo más arduo con lo que tenía que lidiar eran los precios de los medicamentos, esos que para tantos son abusivos y para tan pocos son más que justificados. Fuera como fuese, justo o injusto, justificado o injustificado, que de todo hay en la viña del Señor, pero siempre ingrato, el tema de los precios era el que más altos directivos llevaba hasta aquella casa de mala vida y peor reputación. Y el bueno de OIivares, atento a todo lo que se movía, estaba siempre presto a satisfacer nuestras necesidades más elementales: un nuevo organigrama que acababa de publicarse, un nuevo listado de teléfonos y extensiones que pocos tenían, información sobre quién estaba y quién no y un largo etcétera de primicias banales y, en la mayoría de los casos, superfluas, que, más por cortesía que interés, aceptaba de buen grado. Como gratitud a esos ofrecimientos casi reverenciales y favores aparentemente desinteresados, uno sólo debía acordarse de él por Navidad. El escenario de esos intercambios de información parecía el de una película de espionaje: miradas de soslayo, comentarios en susurros y entrega disimulada de papeles. Qué ridículo me resulta todo ello ahora.

El caso es que, aparte de favorecerme en algún de otro trámite, más simbólico que práctico, como pasar sin tener que someterme al detector de metales o facilitarme la logística para la entrega de cajas con documentación voluminosa y pesada, Olivares no me resultó muy útil ni me resolvió nada digno de encomio.  Pero, como ya se sabe que muchas veces son más útiles los de abajo que los de arriba (poner un papel encima del montón puede traducirse en un mes menos de espera y pasar por alto una menudencia burocrática puede evitarte volver otro día), motivo por el cual mi trato con toda la plana administrativa del Ministerio siempre fue exquisito, no podía hacer una excepción con Olivares (nunca se sabe lo que puedes acabar necesitando) y más siendo, como era, el Ordenanza Mayor, cosa que nunca he sabido qué significaba en realidad.

González y Olivares han pasado a la historia, a la de mi biografía y anecdotario profesional; el primero ya no debe estar entre nosotros pues ya era mayor, o lo parecía, cuando le conocí, y el segundo debe seguir en su puesto si no le han prejubilado. Ambos representan a los “bajos fondos”, en el buen sentido de la palabra, de las entretelas que existen en la administración pública, la cual, en lugar de facilitarle la vida al administrado, se la complica innecesariamente. Así pues, esos personajes simbióticos, cumplieron y supongo que siguen cumpliendo con el objetivo de hacerle sentir a uno más cómodo y seguro, aunque luego sea uno mismo quien debe afrontar los verdaderos retos, en el largo y tortuoso camino de la burocracia, en el deambular por el Reino de Taifas y en las visitas al muro de las lamentaciones.

Desde aquí, quiero rendir tributo a las escasísimas personas que, a lo largo de mi vida profesional, me han ayudado en ese cometido de forma desinteresada. Tan pocos habrán sido, que lamentablemente no logro recordar sus nombres.
 
 
Fotografía: Sede del actual Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, en el Paseo del Prado, Madrid

martes, 4 de marzo de 2014

Pelut y yo



Miradas de confidente y abrazos de terciopelo

Horas de compañía mutua y de silencios

Testigo mudo de mis vivencias

Gratitud y consuelo de amistad efímera
No sé si podré llenar tu vacío

Si te vas tú primero




Fotografía: Joan Gosa Badía