jueves, 26 de febrero de 2015

¿Fumar en el coche?



Nunca he sido un puntilloso en eso del fumar. Aunque soy un ex fumador, jamás he sido intolerante para con los fumadores, una actitud harto frecuente en quienes han dejado de fumar, como si esa repentina animadversión hacia el tabaquismo encerrara, en realidad, una frustración, por no poder hacer lo que tanto les gusta, o un odio hacia quienes gozan del fruto prohibido.


No voy a entrar a discutir los perjuicios del tabaco sobre la salud del fumador activo y del pasivo ni la cualidad adictiva del mismo, hechos ambos sobradamente reconocidos.

Lo que hace mucho tiempo me inquieta y me sorprende es que, con tantas prohibiciones que nos rodean, todavía nadie haya reparado en los inconvenientes y peligros de fumar al volante.

Se multa a quien habla por el móvil mientras conduce, por el riego que entraña tanto para el conductor como para el peatón una distracción de este tipo. Aún así, son muchos los que hacen oídos sordos a esta advertencia, dicho sea de paso.

También se advierte de lo peligroso que puede resultar distraerse con el GPS, especialmente cuando se intenta manipularlo durante la conducción, recomendándose que cualquier ajuste se haga con el coche parado.

Y es que una distracción de tan solo unos segundos puede resultar fatal.

Se penaliza a quien no se ajusta el cinturón de seguridad a pesar de que con esta infracción el único perjudicado puede ser el propio conductor o sus acompañantes que tampoco lleven el cinturón puesto. Es decir, que el posible lesionado será quien haya infringido la norma. Quien más quien menos se ha hecho alguna vez la misma pregunta (con variantes): ¿Qué les importa lo que a mí me pueda pasar?, a fin de cuentas no hago daño a nadie más que a mí.

No voy a entrar aquí en consideraciones sobre el gasto público en atención sanitaria por accidentes de tráfico, que sería una de las posibles respuestas a la pregunta anterior, pues me apartaría del tema en el que me quiero centrarme.

Vamos al grano, pues. Si se multa a los conductores por comportamientos peligrosos para su integridad física y la de los demás, ¿por qué no se prohíbe (y conste que no me agradan las prohibiciones arbitrarias ni simplemente recaudatorias) fumar en el coche?

Veamos qué hay de malo de ser fumador al volante:

No sabría decir en qué proporción ni por qué, pero la gran mayoría de hombres sostienen el cigarrillo con la mano izquierda mientras que en el sexo femenino es justo lo contrario. Si tenemos en cuenta que el cenicero del coche (ahora ya hay vehículos que este objeto es opcional) está en la zona central del habitáculo, entre el asiento del conductor y el del copiloto, resulta que la mayoría de hombres fumadores tienen que cambiarse el cigarrillo (o el puro) de mano para verter la ceniza en el cenicero. Si intentamos visualizar la situación, sería así: el conductor, entre calada y calada, sostiene el cigarrillo entre los dedos índice y medio de su mano izquierda mientras sujeta el volante. Cuando la ceniza ya ha alcanzado una longitud determinada, cambia el cigarrillo a su mano derecha, tras lo cual es ésta la que sacude la ceniza en el cenicero. En el momento del intercambio manual, el volante queda a merced del aire o de un ligero contacto digital que no permite sujetarlo con la firmeza necesaria.

Peor situación es la que se deriva del acto de encender el cigarrillo. Mientras que con una mano se sujeta el encendedor y con la otra el volante, la vista del conductor va desde al parabrisas al extremo del cigarrillo que se pretende encender y viceversa. ¿Qué ocurriría si el conductor tuviera que dar un volantazo para esquivar cualquier objeto, persona, vehículo que se le interpone? ¿Qué pasaría con ese cigarrillo que luce una pequeña brasa en su extremo anterior?

Hace años, un compañero (entonces mi jefe) y yo, estuvimos a punto de empotrarnos en la famosa fuente de la Cibeles, en Madrid. Acabábamos de comer y volvíamos en coche a Barcelona tras haber terminado las gestiones que nos habían llevado hasta la capital de España. Él, fumador de puros habanos, lucía uno en la boca mientras conducía por el Paseo del Prado. La ceniza pendía peligrosamente de su extremo pero, al parecer, no hallaba el momento propicio para echarla en el cenicero porque la circulación era, en esos momentos, muy densa y debía concentrarse en los vehículos que nos rodeaban y sorteaban (ya se sabe cómo se conduce en Madrid, digan lo que digan los que puedan leer esto). El caso es que la ley de la gravedad decidió por él, y ceniza con brasa cayó sobre su regazo, y él, temiendo quemarse sus partes íntimas, empezó a palmotear vigorosamente la zona colindante a la bragueta perdiendo de vista lo que teníamos por delante. Lo siguiente fueron juramentos, pitidos, insultos y un susto en el cuerpo al pensar, por un instante, que coche y ocupantes acabaríamos empotrados en el carro de la diosa frigia.

También hay quien conduce y fuma con la ventanilla bajada, para 1) airear el habitáculo, y/o 2) echar la ceniza fuera. Lo del habitáculo se entiende pues el pestazo que deja el humo del tabaco en la tapicería per secula seculorum es de armas tomar. Para no mencionar las quemaduras en la tapicería, que quedan ahí como recuerdo de los que allí habitaron. En cuanto a lo de echar la ceniza fuera del coche, eso ya es otro cantar o, mejor dicho, otro arder. ¿Cuántos incendios no habrá provocado esa mala costumbre? Por no hablar de quienes limpian el cenicero vaciándolo en cualquier cuneta o bordillo. Aquí ya estamos hablando de respeto al medio ambiente.

Pero ¿y el respeto a los demás? En un coche no puede zona de fumadores y de no fumadores. De momento, solo está prohibido fumar si se viaja con niños, algo es algo, pero ¿qué ocurre con los acompañantes no fumadores que comparten un espacio tan reducido? O se tragan el fumo, o la ceniza voladora o el aire que entra  raudales. Pero eso ya es otro cantar pues es un problema de convivencia y respeto al prójimo.

Y a pesar de los pesares, hay quien lo primero que hace al subir al coche, antes de ponerse el cinturón, es encender un cigarrillo.

Aunque no comparto esta terrible adicción (aún en mis años de fumador, podía contenerme de fumar si el momento o el lugar no eran adecuados), respeto al fumador empedernido. Allá él con las consecuencias de tal conducta. Pero lo que no acepto es que no se prohíba fumar al volante cuando sí se sancionan otros actos de similar peligrosidad.

¿De verdad que a nadie se le ha ocurrido lo que acabo de referir? ¿Seré un intransigente toca-pelotas que no tiene nada mejor en lo qué pensar?
 

 

jueves, 19 de febrero de 2015

Chistes inoportunos



No todo el mundo tiene la misma gracia para contar chistes, como no todo el mundo tiene el mismo sentido del humor. Es obvio que lo que hace gracia a uno le parece ridículo a otro. Como yo tengo un sentido del ridículo bastante acusado, aunque mucho menos que cuando era joven (quizá porque envejecer te convierte en un “pasota”), elijo muy bien cuándo y ante quién puedo contar un chiste.

Mi mujer dice que se me da muy bien contar chistes y ha sido abundante el público que se ha reído con ellos. Quizá el secreto, o parte de él (si es que lo hay), reside en mi aparente seriedad. Nadie se espera que alguien tan serio como yo se ponga a contar chistes al estilo de mi admirado y recordado Eugenio.

Es también mi mujer quien me incita a contarlos, en una reunión de amigos o, mejor aún, en el transcurso de una cena con personas de confianza. Se justifica diciendo lo que dicen la mayoría de mujeres: “es que yo no tengo gracia para contar chistes”. Entonces empieza a dictarme al oído ese o aquel chiste tan gracioso para que yo no pueda alegar aquello de “es que ahora no me acuerdo de ninguno bueno”.

Yo suelo excusarme con cualquier pretexto más o menos creíble si considero que el ambiente o el público no están suficientemente preparados. Y es que hay un momento adecuado para un chiste, un chiste para cada ocasión. El momento idóneo es, por supuesto, en la sobremesa de una comida o cena, cuando quien más quien menos ya va sobrado de chupitos, momento en que hasta el chiste más malo puede hacer desternillarse al más exigente de los comensales.

Un chiste, por bueno que sea (aún a sabiendas de lo arbitrario del calificativo), no admite interrupciones, como la del camarero que, en medio de la graciosa narrativa, cuando has conseguido atraer la atención del divertido auditorio, aparece preguntando si los señores van a tomar café y empieza a retirar platos, tazas o vasos de la mesa. Ese paréntesis obligado que el contador del chiste tiene que hacer, por educación o por la incomodidad de hablar y contornearse mientras el empleado de hostelería introduce sus brazos entre el personal para hacerse con la vajilla o cristalería usada, tiene casi el mismo efecto que un coitus interruptus. Se ha disipado toda la gracia e inspiración del momento previo al clímax.

Por tal motivo suelo ser muy selectivo a la hora de lanzarme a contar chistes. Personal, ambiente y el momento idóneo son piezas clave para tener éxito en la encomienda sin correr el riesgo de parecer tonto soltando una idiotez que no tiene gracia, esa misma idiotez que en otro momento sería una ocurrencia genial.

Pues bien, siempre he procurado seguir esta regla tras varios fracasos estrepitosos en los que me he dicho aquello de “tierra trágame”.

Pero debo decir que esta regla, que en general funciona, también ha tenido algún fallo como cuando, hace ya unos cuantos lustros, mi jefe me animó a contar un chiste ante una concurrencia de varias decenas de colegas. Y es que no pude, o no supe, negarme a una petición hecha pública, en alta voz, de quien ostentaba, a la sazón, el más alto cargo dentro de la organización para la que trabajaba.

El lugar: el bar de un hotel de Praga. La ocasión: una convención nacional que se celebró en aquella bella ciudad a principios de diciembre de mil novecientos noventa y ocho.

Volvíamos de cenar y habiendo hecho un largo recorrido a pie hasta el hotel, lo último que yo deseaba era alargar la noche, pero una treintena aproximada de visitadores médicos y gerentes de área insistieron en tomar “la ´última copa” en el bar, que todavía no había cerrado. Como nuestro director general era hombre de costumbres noctámbulas (recuerdo, en cambio, su consiguiente incapacidad para madrugar) no se lo tuvieron que proponer dos veces y a los pocos segundos estaba cómodamente sentado en un sofá en las inmediaciones de la barra. Como Jesús con sus discípulos, el resto del personal se distribuyó a su alrededor. Yo estaba sentado justo frente a él.

Cuando el ambiente alcanzó su punto álgido –las risas incontinentes atronaban sin cesar tras cada ocurrencia, a cual más disparatada-, el director general (mi directo superior) me invitó a participar en la ronda de chistes con alguno de los que yo solía contar, en petit comité, en el transcurso de alguna cena del Comité de Dirección. Aunque me resistí con alguna excusa que no recuerdo, fue tal su insistencia y tanta era la expectación que su propuesta-invitación-exigencia había generado entre los allí congregados, que me vi en la obligación de satisfacerle y, poniendo mi cerebro a mil por hora, intenté hallar algo gracioso que contar.

Debo decir en mi defensa, que la competencia era francamente dura. Entre los contadores de chistes se distinguía, por su gracia imitando a Chiquito de la Calzada, un andaluz, rubio y bajito, que había sido el protagonista, hasta ese momento, de los chistes y ocurrencias más hilarantes.

Estando el ambiente tan “caldeado”, pensé que cualquier chiste valdría para hacer reír a un auditorio que, como aquél, superaba con creces el nivel de alcoholemia permisible para poder deambular por los pasillos en busca de la habitación.

Aún recuerdo el chiste que me vino a la mente y que salió de mi azorada boca:

“Van dos individuos y uno le dice al otro:
-Estoy contento porque hoy he hecho el amor el doble de veces que ayer.
A lo que el otro le pregunta:
-¿Ah sí? ¿Y cómo es eso?
-Pues que ayer no hice nada y hoy nada de nada.”

Fue entonces cuando me di cuenta de que esas reglas sobre cuándo y dónde contar chistes no siempre se cumplen pues siempre puede haber algún factor desconocido e incontrolado que atente contra la lógica.

El chiste no solo no tuvo buena acogida (todo fueron sonrisas indulgentes) sino que oí, nítidamente, desde un extremo, cómo la voz del chistoso andaluz decía: “!Qué malo!”. A lo que le siguieron una serie de Shsss, haciéndole callar. También me pareció oír cómo alguien le recriminaba diciéndole algo así como “!que es un director!”

Menos mal que alguien se encargó de restablecer el orden y el humor en el local porque me sentí un centro de atención incómodo y la ridiculez personificada. Aún recuerdo el odio que sentí contra aquel cretino que me había dejado en ridículo y a quien hubiera estrangulado con mis propias manos de director. Luego, ya más sereno y relajado, en la cama, pensé que ante el gracejo andaluz no hay catalán que pueda competir. Claro que el chiste tampoco era una maravilla, maldita memoria. Entonces a quien odié fue a mi jefe por haberme puesto en una situación tan embarazosa.

Tras un sueño profundo y reparador, a la hora del desayuno, ya se me había pasado el cabreo pero temía encontrarme, tonto de mí, con quien me había lastimado, la noche anterior, la autoestima chistosa pues no sabía qué cara ponerle al verlo. Y como si de una premonición se tratara, al levantar la vista de mi taza de café, le vi venir hacia mí decidido.

El pobre no sabía cómo disculparse por su comportamiento, autocalificándose de torpe y “gilipollas”, culpando al alcohol de su metedura de pata. No sé si fue por iniciativa propia o incitado por algún compañero que le hizo creer que su acción podría tener graves consecuencias por parte de un director furioso y vengativo. Obviamente no me conocían. Era la primera vez que asistía a una convención y compartía cualquier tipo de acto con la red de ventas.

Han pasado bastantes años y aunque ya no tengo tantos prejuicios como antaño, muchas veces, cuando busco el momento adecuado para contar un chiste, casi siempre animado por mi mujer, recuerdo esa anécdota y ya no tengo tan clara la veracidad de mis reglas. De todos modos, nunca más se ha repetido aquel fiasco. Pero los camareros siguen interrumpiendo mis mejores chistes.
 
 

 

lunes, 9 de febrero de 2015

Somos humanos


Ignoro quién fue el autor de la expresión “Para gustos hay colores”, uno de los diversos equivalentes en castellano de la frase latina original “De gustibus non est disputandum”, pero quien quiera que fuere debieron haberle dado el primer premio al relato ultracorto, más entendible y certero que el de Augusto Monterroso, ese que le dio tanta fama y ha hecho correr tantos ríos de tinta que dice “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Desde luego, yo me quedo con el primero por su verdad incontestable, por ser un hecho constatable y reproducible, con rango de Ley.

Y es que no hay nada más variopinto e increíble que observar cómo algo que a ojos de unos es de una belleza inconmensurable, para otros es una horripilante aberración. Dos polos opuestos, dos opiniones totalmente contrarias sobre una misma cosa.

Ese vehículo pintado de color calabaza, verde loro o lila, ¡un coche de color lila!, y del que su propietario y conductor se siente tan ufano. Esa película que para unos es una obra de arte, que representa un hito en la historia del cine y para otros, en cambio, es un puro bodrio indigerible. Esa canción, “Baila el chiki-chicki”, que nos representó en el festival de Eurovisión e interpretada por Rodolfo Chikilicuatre, que debió, sin duda, gustar a quienes la eligieron entre otras candidatas. Y no solo me refiero al gusto musical sino al estético.

¿A qué viene toda esta obviedad?, os preguntaréis. Pues viene a que, a pesar de tener todo esto muy, pero que muy asumido, como algo consustancial con la naturaleza humana, hay veces que todavía me sorprende la, a veces, abismal diferencia de gustos y opiniones que se da, en particular, en la literatura.

Para muestra un botón (otra expresión que me encanta): recientemente, he tenido ocasión de ver cómo, en el marco de concursos o certámenes de relatos breves y microrrelatos, el área en la que actualmente me muevo, un mismo relato puede ser considerado por alguno de los votantes como una obra de gran calidad, intensa y profunda, y otro decir de él que no tiene valor literario alguno, que es frío e incluso, incomprensible.

Yo mismo he sido juez anónimo al visitar algunos blogs y comprobar cómo entradas que a mí me han dejado indiferente, reciben un montón de comentarios halagadores por parte de otro/as lectores/as. Claro que también hay que decir que este “mundillo” (sin ánimo de ofender) no está exento de favoritismos y de amiguismos, pues no escasean los comentarios jocosos e intrascendentes que solo dejan de manifiesto la buena relación y/o amistad existente entre comentarista y comentado/a.

Curiosidades aparte, reconozco que en una disciplina tan compleja y, a la vez, tan subjetiva como es el arte en general, y la literatura en particular, es normal que haya opiniones de todo tipo pero hasta el punto de que algo bello para unos sea un adefesio para otros, no deja de sorprenderme. En este sentido, se me hace difícil entender cómo un jurado formado por poco más de media docena de miembros pueda llegar a un acuerdo sobre quién merece recibir el premio Planeta.

Un escritor, incluso el más veterano, debe saber aplicar la autocrítica y aceptar las críticas negativas que su obra pueda recibir, por mucho que él la considere de una calidad irreprochable, orgullo de padre. Creo que el autor nunca es del todo objetivo aunque un jurado tampoco tiene porqué estar en poder de la verdad y la razón, porque, entre otras cosas, la verdad y la razón absolutas simplemente no existen. El mundo está lleno de injusticias y el ganador no siempre es merecedor del premio recibido. No hay que ir por el mundo con el ego hinchado en demasía ni, por el contrario, con complejo de inferioridad. No hay que creerse un Dios de las letras por haber ganado un premio ni caer en la desesperación por no lograrlo.

Siempre debemos agradecer la crítica hecha con espíritu constructivo, porque algo bueno obtendremos a cambio, y dejar en entredicho, en mi opinión, la que procede de aquéllos y aquéllas que la ejercen desde su torre de marfil y que pueden equipararse a un Risto Mejide en la crítica musical. La forma de hacer una crítica, por muy subjetiva que nos parezca pero expresada con tacto y educación, dice mucho de quien la efectúa.

Pero como, por desgracia, somos humanos y no divinos, todos podemos equivocarnos al juzgar a los demás y al juzgarnos a nosotros mismos.

domingo, 8 de febrero de 2015

Ilusiones vanas



Todos tenemos derecho a soñar despiertos, a tener ilusiones aunque puedan parecer vanas.

No he tenido nunca ansias de ser un ganador (aunque tampoco un perdedor, claro) y nunca me ha gustado competir, quizá porque mi autoestima nunca ha estado a la altura de la de la mayoría de los mortales. No obstante, sí que me gustaría que mi blog, al que le tengo un gran cariño, pues lo he parido yo, fuera merecedor de algún tipo de reconocimiento, un reconocimiento que me sirva para seguir escribiendo con más satisfacción si cabe (aunque, de lo contrario, también seguiré haciéndolo con la misma ilusión de siempre).

Sé que es una ilusión vana pues no cuento con mucho/as seguidore/as. Aun así, ¿por qué no probar? Al fin y al cabo de ilusiones también se vive.

Como digo, nunca he buscado, hasta ahora, premio alguno pero para todo hay una primera vez y ya tengo una edad para permitirme ciertas libertades.

Así pues, si tu, querido/a lector/a, que has recalado en esta apartada orilla, crees que lo que has visto y leído merece algún tipo de recompensa, digámosle premio, puedes votarme como candidato al premio 20 Blogs 2014, organizado por 20 Minutos y en el que, en su IX edición, participo en la categoría Blogosfera. A tal fin, he habilitado para ti el enlace que encontrarás en el margen derecho de esta página y que, pinchando en él, te llevará hasta donde podrás ejercer tu derecho al voto a mi favor.

Pase lo que pase, recibe mi agradecimiento por adelantado.
 
 
Esta entrada es idéntica a la que figura en mi otro blog "Retales de una vida" pues han sido aceptados para participar en el mismo concurso. Los retales y este cuaderno son hijos naturales de quien los nutre y cuida, es decir un servidor y solo se llevan unos meses de edad. Como hijos míos que son, los quero a los dos por igual pero quizá vosotros/as sí que tengáis alguna preferencia. Así que no os cortéis y votad por el que más os complace.