jueves, 26 de diciembre de 2013

Soy un ciudadano atípico




Para una persona como yo, educada en la más estricta observancia de las normas sociales de educación, convivencia y de respeto a los demás, y fiel seguidor de estas enseñanzas hasta la muerte, me irrita sobremanera ver cómo otros se las saltan a la torera, como si tuvieran una bula que les exonere de guardar el debido respeto a sus semejantes.


Hace ya muchos años, desde que era un crío, que sé que soy atípico, una persona rara, estadísticamente hablando, que no responde a lo que se espera de un ciudadano normal y el pasado sábado por la noche, como casi todos los sábados por la noche, ante la ya clásica y repetitiva prueba de ello, decidí que me explayaría contándolo aquí. El escenario: el cine.


¿Por qué en un cine? Pues porque es otro de los lugares o escenarios donde podemos encontrar unas de las muchas conductas que más me molestan y donde también pongo en práctica mis dotes de observación. Quizá soy un quisquilloso, pero no soporto a aquellos que no piensan en los demás y me temo que éstos conforman más de la mitad de la población de este país. Dentro de esa población “insocial” hay, a mi juicio, dos grupos: los gilipollas (que hacen lo que hacen sin pensar en los demás) y los cabrones (que lo hacen pensando en jorobar al prójimo). El resto de la población la forman los “buenos ciudadanos” que, a su vez, dividiría en dos grupos: los pasivos (que hacen las cosas bien sin pensar) y los activos, también llamados modélicos (que obran bien a propósito), que son una franca minoría. Entre los ciudadanos modélicos estarían los atípicos (que no dejan de tener algo de gilipollas) que, como yo, no sólo se esfuerzan en comportarse civilizadamente, sino que, además, se cabrean un montón al ver la conducta egoísta de los insociales ante la indiferencia de los demás.


En un cine hay una variada casuística de comportamientos insociales, afortunadamente de poca peligrosidad. Simplemente, son ciudadanos molestos, mayoritariamente gilipollas, con algún que otro cabrón suelto.


En primer lugar, están los que no saben lo que es la puntualidad, esos que entran en la sala cuando ya ha empezado la sesión, cuando ya está a oscuras y que no nos dejan ver tranquilamente la proyección mientras deambulan buscando sus asientos, porque ni siquiera se han molestado en ubicar sus asientos en la sala.

Aquí debo aclarar que voy a un cine de esos de última generación, en los que junto a la puerta de entrada de las salas hay un panel luminoso en el que, entre otras informaciones, hay una imagen en perspectiva de la sala en la se indica claramente la numeración de las filas y de las butacas y se pide a los señores clientes que localicen sus asientos antes de entrar para que sepan, de este modo, por qué pasillo deben acceder a sus localidades y no tener que cruzar las filas de derecha a izquierda o viceversa, molestando innecesariamente a los sufridos espectadores que llegaron antes que ellos.

A ver, a todos nos puede ocurrir algo inesperado que atente contra nuestra habitual puntualidad, que soy una persona razonable, dentro de lo que cabe, pero es que, a veces, esa impuntualidad es evitable y debida a que algunos prefieren perderse cinco y hasta diez minutos de la película y molestar a sus congéneres que sacrificar su enorme bote de crujientes palomitas y su medio litro de refresco. Que yo me pregunto ¿cómo pueden tener tanto apetito a las once menos cuarto de la noche para zamparse ese barril de palomitas si se supone que a esas horas un ciudadano corriente ha cenado, aunque sólo sea un bocata?

En segundo lugar están los ruidos que emiten esos devoradores de palomitas y bebedores de cola, ruidos de masticación, deglución y raspado que duran más de media película pues tamaño cargamento no se liquida en media hora. Y a raspado me refiero al que deben hacer cuando la munición ya está llegando a su fin y hay que escarbar para recoger lo que queda en el fondo del bote.

Soy tan raro en estas cosas, que hasta prefiero, miren por dónde, la época en que estaba prohibido entrar comida y bebida en los cines. ¿Acaso uno no puede aguantar dos horas sin comer o beber? ¡Y cómo dejan el suelo! Hecho un asco. Palomitas por doquier, hasta en el asiento, porque, claro, ¿cómo no van a derramar una parte del contenido con lo difícil que debe ser mantener en su lugar esa generosa montaña de palomitas en tan precario equilibrio junto al vaso gigante de bebida, el bolso de mano, la chaqueta y otros enseres personales? Un pequeño tropezón, un codazo involuntario, un acceso de tos o un simple estornudo ya es más que suficiente para que inunden el vestíbulo, el pasillo, las gradas, las filas y hasta el asiento con este material alimenticio. A veces, incluso algún pegajoso resto líquido hace las delicias de las suelas de nuestros zapatos.

“Es que, de este modo, la gente se siente como en casa y va al cine”. Si este es el argumento en el que se basa tal permisividad, puestos a permitir, quizá deberían ir pensando en dejar entrar a la gente en pijama, batín y pantuflas. Todo por el cliente, o por el dinero, si tenemos en cuenta que la recaudación por golosinas, comida y bebida es casi equiparable a la de las entradas. Que me pregunto si es cierto lo que se dice de que mucha gente ha dejado de ir al cine por culpa del precio de las entradas o porque lo que realmente les resultaba gravoso era la suma del coste del cine y de la consumición añadida y que como no saben ver una película sin echarse, entretanto, algo al coleto pues han preferido sacrificar el séptimo arte que esa gastronomía de andar por casa.

¿Y qué decir de los que no saben descifrar los números que figuran en sus entradas? Sí, esos que miran y miran el papelito y parece que no se aclararan, ni que fuera la primera vez que van al cine, buscando y buscando sus localidades entre la masa de espectadores. Incluso los hay peores, que no sé si ponerlos en el grupo de los gilipollas o de los cabrones, esos que se han sentado donde les ha venido en gana, a sabiendas de que son localidades numeradas y que en taquilla les han pedido su conformidad para otorgarles tal o cual asiento. ¿Atrás o delante? Centrado, si puede ser. Sí, en la fila 11 va bien. Para luego sentarse en la 9, eso sí bien centrados que ya que elegimos, elegimos bien.

Todo eso de puertas adentro, porque en la calle, frente a las taquillas, también los hay que van para nota. Los que se cuelan, al más puro estilo caradura, los que después de haber estado haciendo cola más de diez minutos, todavía no  han decidido qué película van a ver y hacen esperar a los demás, y los que no saben hacer cola, unos delante, otros detrás, en fila india, vamos. Toda una amalgama de comportamientos anómalos. A estos, desde que se pueden comprar las entradas por internet, ya los he perdido de vista afortunadamente.

Pero todo no acaba ahí. En el cine al que voy habitualmente, las salas tienen dos filas de asientos superconfortables y que son articulados, sillones motorizados reclinables que tanto me gustan porque, si la película es un rollo, se duerme de maravilla, casi tumbado. A cambio de tal confort, se supone que el usuario tiene que dejar el asiento como en el avión, el respaldo en posición vertical y el reposa-piernas plegado. Pues debe de haber quien considera que ya ha hecho suficiente esfuerzo para extenderlo como para luego dejarlo como estaba, pues te lo encuentras despatarrado, como si alguien se hubiera estrellado contra él desde lo más alto de la sala, que uno se pregunta cómo ha podido alguien salir del asiento en esa posición horizontal, casi en decúbito supino, si no es levitando. También puede ser que el último usuario haya aplicado ese aforismo de que hay que dejar las cosas tal como uno las ha encontrado y, por lo tanto, es tan indolente, ni más ni menos, como el que le ha precedido.

Y siguiendo con las faltas, otra de ellas es la de no guardar silencio, sobre todo desde que existen los teléfonos móviles, esos instrumentos que hay quien mantiene sin apagar por mucho que en la pantalla aparezca, de forma clara, concisa y educada, el ruego de no molestar al prójimo con ese politono tan gracioso que se han descargado en su ultramoderno y costoso aparato. El móvil, ese amigo inseparable, que tanta compañía hace a muchos y que está en vías de sustituir al mejor de los acompañantes, sea amigo, amiga, novio o novia, pues en lugar de charlar con ellos o ellas mientras no empieza la sesión, muchos se dedican a jugar con el dichoso aparatito, que lo he visto con mis propios ojos, a uno de esos jueguecitos que se han bajado, a conectarse con Facebook o a repasar el álbum de fotos.

No es extraño, pues, contemplar cómo casi la mitad de los espectadores tienen en sus manos y ante sus hipnotizados ojos, una pantallita iluminada donde unos globitos de colores caen o explotan, un come-cocos avanza implacablemente para devorar a su presa o donde una serie de imágenes mantienen al dueño del artilugio embobado que ni se entera de que la película está a punto de empezar y que todavía sigue en esta tesitura durante los primeros segundos de absoluta oscuridad.

Desde luego, esto último no convierte en fastidioso a quien practica esta actividad pues molestar, no molesta en demasía, pero sirva como ejemplo de una más de las conductas de quienes pasan olímpicamente de las normas y de los demás, de los que van a lo suyo y a quien no le guste que se aguante.

Aun así, con toda esa variopinta fauna de insociales, sigo yendo al cine casi todos los sábados por la noche, porque soy un cinéfilo redomado y porque, de paso, tengo ante mí este otro espectáculo que a veces catalogaría del género tragicómico y que, aunque me desagrada, me distrae y enriquece mi casuística personal sobre comportamientos insociables que hacen sentirme como un verdadero gilipollas. Y es que no puedo evitar ser raro, un ciudadano atípico.

sábado, 14 de diciembre de 2013

El turista accidental




Durante años tuve la suerte o la desgracia, según se mire y según quien lo mire, de viajar mucho por motivos laborales y no me refiero a los viajes semanales a la capital del Reino, algo consustancial a mi cargo, sino a los que debía hacer a la central de la multinacional de turno o a localidades donde tenía lugar un simposio, un congreso o donde alguien había decidido mantener un encuentro o una reunión de trabajo. Mis peores viajes han sido, por supuesto, los de larga duración, larga permanencia y en solitario, que no han sido pocos.


Terminales, salas de espera, taxis, habitaciones de hotel, restaurantes, paseos en solitario y una larga lista de lugares y situaciones tediosas, han sido mis fríos compañeros de fatiga durante muchos días, posiblemente años, de mi vida.

Mientras que mi familia y algún amigo ajeno al mundo del “turista accidental”, como siempre me ha gustado calificarlo, haciendo alusión al film protagonizado por William Hurt, decían envidiarme por la suerte de conocer otras ciudades y otras gentes, para mí esos viajes eran un verdadero coñazo y un martirio psicológico, no solamente por el esfuerzo de hablar y pensar, casi todo el tiempo en que mi cerebro estaba despierto, en inglés, sino por lo que considero más penoso, lo que llamaría la soledad del viajero.

Es cierto que gracias a esos viajes, he podido conocer lugares que, de otro modo, probablemente no hubiera conocido, pero la soledad que me embargaba en casi todos ellos no me permitía disfrutar de la ocasión. Recuerdo mis primeros viajes a Londres y mis largos paseos por sus calles, evocando a mi hija Anna de apenas un año de edad en cada uno de esos bebés que veía en brazos de otras mujeres jóvenes. Sentía tanta añoranza de mi familia como cuando de niño pasaba una noche fuera de casa.

Con el tiempo y el acostumbramiento del resignado viajante, me fui curtiendo en estas lides pero siempre, al volver a mi habitación tras una jornada de reuniones y comidas de trabajo, me sentía aislado y solo por muchas que fueran las estrellas y por mayúsculo que resultara el confort del establecimiento hotelero. Ni la lectura en la cama King size antes de acostarme ni el mejor licor del mini-bar tenían en mí el mismo efecto relajante que unos cojines en la nuca y un agua mineral bien fresca en casa. Incluso la televisión me resultaba tremendamente aburrida.

En muchas ocasiones, no teniendo a nadie mínimamente grato con quien compartir mesa y cháchara, me hacía servir mi frugal desayuno en la habitación. La ventaja: que podía fumar a mi antojo, sin tener que pedir la venia o buscar una zona de fumadores ni dar explicaciones a los anti-tabaco. La desventaja: aburrimiento y más soledad.

Cuántos kilómetros habré recorrido a pie por las calles de las principales capitales europeas y de algunas americanas sin nadie con quien hablar, con quien compartir el mínimo sentimiento, paseando y cenando solo, como un viejo huraño y antisocial. En esos viajes y en esas situaciones fue donde y cuando adquirí la (¿insana?) costumbre de hablar conmigo mismo.

Debo reconocer, sin embargo, que si no disfrutaba de ese tiempo libre como cualquier otro en mi lugar era por culpa de mi carácter. Era incapaz de olvidarme del motivo por el cual estaba allí, siempre en tensión, nunca relajado y cada vez que, a la vuelta, mi mujer me preguntaba si me había gustado lo que había visto, se exasperaba al ver mi frialdad al contestarle: “Bueno, sí, no está mal pero no hay para tanto” o “pues como lo que has visto en los documentales” y expresiones por el estilo. Y es que los ojos con los que miraba el paisaje rural y urbano, el entorno y todo el que me rodeaba, tenían un filtro que no me permitía ver con la misma claridad como lo haría un alegre y despreocupado turista y ese filtro lo formaban el hastío, la añoranza, la ansiedad y, algunas veces, hasta la angustia.

Anécdotas podría contarlas a cientos pero como casi siempre le ocurre a un perfeccionista y sufridor por naturaleza como yo, las que más perduran en la memoria son las negativas: retrasos y esperas desesperantes, pérdida de vuelos de conexión, pérdida del equipaje, personal de tierra y de vuelo inepto o reacio a echarte una mano y una larga lista de peripecias, infortunios y agravios.

Anécdotas aparte, muchas igualmente aplicables a los viajes de placer, lo más significativo de esas “experiencias viajeras” es que te enseñan a ir por el mundo de forma más segura, es decir, a saber desenvolverte con más eficiencia, afrontando los problemas con mayor decisión, siendo precavido, un poco desconfiado también, haciendo valer tus derechos (ya se sabe, la ley del más fuerte) y sabiendo planificar mejor las cosas para evitar contratiempos innecesarios.

Quizá para un perfeccionista y sufridor como yo –lo repetiría hasta la saciedad, pues ello me ha causado más disgustos que satisfacciones-, parezcan innecesarias tantas precauciones pero es que de los fracasos se extraen muchas más enseñanzas y se aprende mucho más sobre normas de conducta y hábitos que ayudan a evitar contrariedades y fracasos que de la teoría, y si no que se lo pregunten a mis ex secretarias a quienes atosigaba con una retahíla de indicaciones y advertencias para la reserva de vuelos y hoteles. Vamos, que yo también podría escribir un libro de consejos dirigidos al turista accidental.
 

martes, 10 de diciembre de 2013

Las amistades perdidas




A veces, cuando pienso por qué hice o no hice tal o cual cosa, me cuesta entender las razones, si es que las encuentro. Algunas veces, la acción o la omisión me han resultado, a la larga, no sólo incomprensibles sino dolorosas. Creo, o al menos quiero creer, que a todo el mundo le ha ocurrido lo mismo alguna vez. Echamos la culpa a la vida, así, sin más, generalizando, cuando somos nosotros los únicos responsables de nuestros actos.

Ahora que he podido hacer una pausa tras tantos años de agobio, miro atrás y pienso en las amistades que he ido dejando por el camino. Me pregunto si he sido yo el único culpable de no haberlas sabido conservar.

La amistad puede ser efímera si no se cultiva y se deja marchitar. Es como esa planta que acaba muriendo si nos olvidarnos de los cuidados que necesita para crecer y sobrevivir. Pero el cultivo de una amistad es cosa de dos y, por lo tanto, no debería morir mientras uno de los dos la cuide, a no ser que uno acabe abandonando la tarea al ser el único cuidador y ver que el otro no pone nada de su parte. Recuerdo haber sido en muchas ocasiones el jardinero fiel que acabó por tirar la toalla pero ¿en cuántas otras habré sido yo, sin darme cuenta, el desinteresado?

¿Cuántas veces nos hemos despedido de esos amigos que hemos hecho durante un viaje, en un nuevo lugar de residencia o en una empresa, prometiendo y deseando sinceramente mantenernos en contacto y luego, con el paso de los meses o de los años, esa relación se ha ido desvaneciendo hasta extinguirse? ¿Es eso normal o es fruto de nuestra indolencia?

No es extraño que cuando recuperamos por fin esa serenidad que nos da la edad y el reposo tras años de preocupaciones, de una vida estresante y con poco espacio para las relaciones humanas, o cuando nos sentimos solos o simplemente nostálgicos, nos demos cuenta que la falta de tiempo, el trabajo y la rutina diaria no han sido más que pretextos para ocultar nuestra desidia por reavivar esas amistades latentes, quizá dormidas, tal vez lejanas, pero todavía recuperables.

La amistad, como yo la veo, es un bien escaso, por lo que bien vale la pena esforzarse por mantenerla. Siempre me han sorprendido quienes dicen conservar amigos de la infancia o de la mili, pues yo a duras penas he sido capaz de conservar dos o tres de las muchas empresas en las que he trabajado. Claro que no hay que confundir amigos con compañeros por muy buena relación que se haya tenido con ellos, confusión propiciada, a veces, por nuestra ingenuidad o por la conducta interesada o condescendiente de algunos falsos amigos. Muchas veces se descubre al verdadero amigo cuando nos separamos de él.

Recuerdo que en una jornada de formación de mandos, nuestro instructor, un psicólogo clínico, comentó, durante el coffee break, que nadie puede sobrepasar un determinado número de amigos, de modo que cuando incorporamos uno nuevo a nuestro círculo de amistades, otro lo acabará abandonando.

Puede que sea normal el desgaste de las relaciones humanas y la subsiguiente sustitución de antiguos por nuevos amigos, pero lo realmente triste es ver cómo el círculo de amistades va menguando y, con los años, tiende a desaparecer.

Buenos amigos, como grandes amores, hay pocos, sin duda. Por lo tanto, todo esfuerzo que hagamos para conservarlos será poco, pues la amistad nos enriquece y nos hace más sociables e, incluso diría, más humanos.

La vida pasa y con ella nuestras experiencias, unas experiencias que indefectiblemente estuvieron unidas a personas que jugaron un papel muy importante en ellas. De ese modo, cuando las recordamos, arrastran inevitablemente consigo el recuerdo de esos amigos que nos acompañaron en momentos clave de nuestra vida.

Cierto es que el pasado no puede recuperarse más que en nuestra memoria y que no podemos pretender recobrar todas las amistades pasadas, simplemente porque muchas han desaparecido del horizonte o porque con otras resulte inviable retomar la relación allí dónde quedó desvanecida, pues nuestro deseo puede no verse correspondido en la misma medida, pero ¿por qué no intentar, por lo menos, un acercamiento para que los gratos recuerdos se mantengan junto a nosotros con quienes los hicieron posible? Creo que la vida resultaría más agradable si pudiéramos complementar y enriquecer nuestra memoria con la presencia de aquellos que vivieron con nosotros los hechos más significativos de nuestra existencia.

¿Es esto nostalgia? Probablemente. Pero también es gratitud, pues no hay mejor modo de recompensar la amistad que recibimos en su día que devolviéndola con intereses: el interés de no olvidar a quienes significaron tanto para nosotros y el mostrado por recuperar su amistad, esa amistad que dábamos por perdida.


jueves, 5 de diciembre de 2013

La "mili", no podía faltar



Cuando fui concebido, mi madre hacía tiempo que había entrado en la menopausia, una menopausia anormalmente precoz. A sus 28 años, su hipófisis dejó de funcionar con normalidad y como consecuencia de ello había dejado de ser fértil. Así pues, los síntomas de su embarazo fueron tomados como el resultado de un posible tumor uterino que acabó identificándose como lo que realmente era: yo.

Cuando nací, me dieron por muerto hasta que al cabo de varios minutos de haber abandonado toda esperanza de rescatarme del más allá, decidí resucitarme a mí mismo. Al parecer, había una fuerza superior que quería que viniera a este mundo. ¿Con qué propósito?, no lo sé, pero no creo que fuera para hacer la “mili”, aunque a veces he pensado que algo hay de cierto en ello pues habiéndome podido salvar por dos veces de ella, acabé haciéndola.

Hasta hace unos años, quizá hasta que dejó de ser obligatoria, en casi todas las reuniones de amigos salía a colación las anécdotas de la “mili” ante la cara de hastío de las respectivas parejas. Vaya, la “mili”, no podía faltar. Aunque yo no he sido nunca de los que disfrutaban con esas historias, siempre tenía algo que contar y lo primero era por qué hice la “mili” pudiendo haberme ahorrado lo que yo siempre decía que era la peor pérdida de tiempo en la vida de un joven, al menos en este país y en aquella época.

Cuando con veinte años fui llamado a presentarme en las dependencias municipales del barrio para ser inscrito, tallado y pesado para, de este modo, pasar a engrosar la lista de mozos disponibles para el servicio militar obligatorio, me encontré, haciendo cola como yo, a mi primo Antoñito. Como yo estaba cursando el segundo curso de Biológicas y no quería tener que interrumpir mis estudios durante los 18 meses que duraba entonces la “mili”, solicité allí mismo el derecho a prórroga para poder optar a la modalidad de Milicias Universitarias. A parte de ser una modalidad de menor duración, al estar fraccionada en varios periodos, la hacía compatible con los estudios. Dos ventajas más que suficientes.

Esto ocurrió en enero de 1971 y en febrero tuvo lugar el sorteo en la Caja de Reclutas, en el que el azar decidía el destino de los futuros soldados. Para los que lo ignoren, diré que cuando el número de reclutas excedía al de plazas disponibles, en este mismo acto se sorteaba también lo que se conocía como excedente de cupo. Aquellos afortunados cuyo apellido empezara por la letra o letras que salían por sorteo, quedaban exentos del servicio militar.

Yo ya me había olvidado de la “mili”, pues todavía tenían que pasar casi dos años para mi incorporación a las milicias universitarias, cuando una tarde del mes de febrero sonó el teléfono. Lo que aconteció tras esa llamada fue algo así:

-Jordi, coge el teléfono, es para ti. Es Antoñito –dijo mi madre sacando la cabeza por la puerta entreabierta de mi habitación.
-¿Antoñito? ¿Qué querrá? –dije extrañado.
-No me lo ha dicho.
-¿Sí?
-Eh, primo.
-¿Qué pasa?
-Oye, que hoy ha sido lo del sorteo de la “mili”.
-¿Y?
-Pues que tu letra ha salido como excedente de cupo, tío.
-Pero yo pedí una prórroga para hacer milicias.
-Pues eso, que si no la hubieras pedido, ahora te habrías librado.

El que se libró, pero de un ataque directo a la yugular fue él. ¿Por qué tenía que llamarme para decirme que de no haber solicitado la prórroga ahora estaría exento de hacer la “mili”? ¿Era para regodearse o es que sus entendederas no estaban lo suficientemente desarrolladas para ver que lo que estaba haciendo era puro sadismo? No recuerdo nada en absoluto de lo que siguió pues supongo que mi cerebro debe haberlo censurado. Simplemente, tenía que hacer la “mili”.

El siguiente paso, al cabo de unos meses, consistía en la solicitud formal para realizar el servicio militar mediante las milicias universitarias y para ser aceptado debía pasar un examen psicotécnico, una revisión médica y una prueba física.

En el test psicotécnico tuve que demostrar mi espíritu militar y con él me di cuenta de cuán fácil es aparentar lo que no eres con sólo ponerte en la mente de quien ha concebido el cuestionario e intentar adivinar lo que espera de ti. Prueba de ello fue que mi espíritu militar resultó ser alto, sin exagerar. Mi fantasía y creatividad no tienen límites. Farsante de guante blanco.

La prueba física, la última, la superé por los pelos y eso gracias a un gimnasio del Paseo de Gracia que impartía un curso intensivo para preparar a los aspirantes en el arte de subir la cuerda, en el salto de altura, en el de longitud y en el salto al caballo. Como la prueba de los cien metros lisos no podíamos ensayarla en el gimnasio, por razones obvias, quedaba a merced de la suerte del principiante.

La revisión médica no tenía por qué entrañar ningún obstáculo pues estaba sano y no tenía ningún problema físico, excepto la vista, claro. Mis seis dioptrías de miopía eran el obstáculo. Mientras que para hacer la “mili” normal este valor no era un inconveniente, para las milicias universitarias era un motivo de rechazo. ¿Te imaginas que al final tenga que hacer la “mili” normal por culpa de la vista después de haber sacado un excedente de cupo?, me iba repitiendo. No, no, ya puestos, tengo que hacer lo que sea para salir airoso con el oftalmólogo. Pero ¿cómo?

El oftalmólogo, si es que lo era, se limitó a examinar mis gafas, volteándolas y rotándolas ante su mirada escudriñadora y después de mirarme fijamente unos segundos, no sé si para ver el fondo del ojo con su mirada de rayos láser, me las devolvió y anotó un “apto” en la cartilla de la revisión médica. Cuando, al cabo de unos meses, ya todo estaba en orden y ya sabía cuál iba a ser mi primer destino, me enteré (esta vez no fue mi primo quien me lo dijo) que habían modificado el baremo de exenciones y que habían rebajado el número de dioptrías a seis para quedar exento de hacer el servicio militar ordinario. En definitiva, todo llegaba demasiado tarde, primero la excedencia de cupo y ahora la exención por miopía. Estaba escrito que tenía que hacer la “mili”  La naturaleza se había empeñado en darme la vida y ahora me empujaba a enrolarme en el ejército muy a mi pesar. Los designios de la madre naturaleza son inescrutables.

martes, 3 de diciembre de 2013

Los lápices de colores



Recuerdo una ocasión en la que fui castigado en la clase de párvulos y si lo recuerdo es por las consecuencias finales y fatales que tuvo en mi amor propio. No sé cuál debió ser el motivo de tal correctivo pero presumo que injusto porque se me antoja que éste ha sido mi sino. El caso es que tuve que compartir pupitre con quien iba a ser la responsable del primer ataque a mi autoestima y de mi primer tropiezo con la autoridad. Si cierro los ojos, todavía recuerdo con claridad qué y cómo aconteció.

Todo sucedió porque la niña con quien tuve que sentarme (ese era el peor de los castigos que a los niños de la clase se nos podía infligir), se quedó con mis lápices de colores. El problema fue que, además de pupitre, tuvimos que compartir mi caja de lápices porque ella no había traído los suyos y al terminar la clase no quiso devolvérmelos. Cuando le dije que eran míos y que me los devolviera, se negó en redondo poniéndose a gritar y a llorar.

Cuando la señorita, intentando interceder en el conflicto, le preguntó a la niña si los lápices eran suyos y ésta le dijo que sí berreando y moqueando, ante mi insistencia en reclamar lo que consideraba de mi propiedad, me agarró del brazo y me dijo, muy enfadada, que le dijera la verdad, que confesara que eran de esa niña, o me castigaría. Su mirada de enojo, acusadora, dando por sentado que era yo el culpable de todo aquel despropósito, hizo tal mella en mi seguridad que preferí ceder, aceptar la derrota y resignarme a la pérdida de lo que era mío que seguir adelante con esa situación tan violenta y que sólo podía empeorar.

Al llegar a casa, se lo conté a mi madre, quien no entendía cómo una niña había podido hacerme esto y cómo mi profesora había permitido tal desatino. Viendo cómo su cara se encendía a medida que yo avanzaba en el relato de lo acontecido, me temí lo peor cuando entrara en escena el papel de mi estimada señorita como árbitro y yo como el jugador a quien le han sacado la tarjeta roja injustamente.

Como no podía ser de otro modo ante tal desatino, mi madre se puso hecha un basilisco y, ni corta ni perezosa, fue a ver a la señorita en cuestión para aclarar el asunto de marras, tras lo cual, y gracias a sus dotes de persuasión, consiguió sus disculpas y que la niña ladrona y embustera me devolviera lo que quedaba de una caja Alpino (de las pequeñas, eso sí) que no era mucho y lo que quedó de ella parecía salido de los restos de un naufragio. ¿Cómo pudo esa cría arrasar con casi todo mi arsenal pictórico, aunque no fuera muy abundante, en apenas veinticuatro horas?

El caso es que esa criaturita de párvulos, Bárbara creo que se llamaba (de ser así, el nombre le iba que ni pintado), se quedó sin mis lápices pero también sin el justo y necesario castigo. Otra injusticia pues si a mí, creyéndome culpable, me amenazó con castigarme, ¿por qué no lo hizo con ella cuando se descubrió su embuste? Pero eso ya sería otra historia.

Esta historia infantil viene a cuento porque de ella obtuve la primera enseñanza de mi corta existencia: que hay quien para demostrar que lleva razón, aun no teniéndola, defiende su postura con la mayor vehemencia posible (hay que ganar como sea, no importa cómo) y lo peor de todo es que la gente que presencia su actuación le da crédito o no se atreven a contradecirle a menos que tengan pruebas irrefutables de que miente. La excusa que la profesora le dio a mi enfadada madre fue que como la niña gritaba tanto y yo no, la creyó a ella, maldita tunanta.

Puedo alegar en mi defensa, sin embargo, que un crío a esa tierna edad teme a las reprimendas, sobre todo las de un extraño con autoridad como puede ser su maestra. ¿Cómo iba a pedirle explicaciones a alguien que, aunque derrotado por mi madre en el campo de batalla dialéctico, me infundía tanto respeto e incluso temor ante una posible represalia? También debo añadir que los niños de los años cincuenta éramos mucho más apocados en público que los de ahora debido, entre otras cosas, a la educación de la época.

El meollo de la cuestión está en que, todavía hoy y me temo que siempre, se le da mayor crédito al que más levanta la voz. La gente se inclina a favor de quien defiende una causa con más ímpetu y si esta defensa va acompañada de gritos y violencia verbal, más aún, cuando lo que debería valer a la hora de defender una causa, una opinión o lo que sea y lo que realmente debería influir en los demás no es el tono de voz ni el lenguaje corporal empleado sino las palabras y los argumentos, es decir el fondo y no la forma.

Los gritos y los malos modales deben desacreditar a quien los usa mientras que la educación y la moderación son armas mucho más valiosas. Sí es cierto que no siempre se le da la razón a quien la tiene pues hay quien es muy diestro con las palabras y sabe utilizar argucias para convencer al prójimo y si no, ahí están los abogados y los políticos para demostrarlo. Yo diría, pues, que se suele dar la razón a quién es más hábil en contra de quién es más honesto, pero siempre he creído que al final el tiempo pone a todo el mundo en su lugar.


sábado, 30 de noviembre de 2013

Temas prohibidos





Ya de niño sabía que había temas prohibidos, esos que no se podían tocar o que si algún irresponsable sacaba a colación debías guardar silencio so pena de recibir una bronca o, cuanto menos, de ser fulminado por una de esas miradas asesinas que los padres solían dirigir a sus hijos cuando no se les había dado permiso para abrir la boca.

El único tema permitido, e incluso, fomentado, era el futbol, que suplía cualquier injerencia en las cuestiones políticas, mucho más peligrosas. La religión era un tema que estaba tácitamente excluido de cualquier discusión pues no había quién se atreviera a ejercer abiertamente de opositor. El sexo, por razones morales obvias, era un tema proscrito en los círculos familiares, quedando confinado a la más absoluta clandestinidad. La política era de esos temas de los que se hablaba en petit comité o con alguien de absoluta confianza. En eso se parecía al sexo.

Como a mí el futbol nunca me ha interesado y en cuanto a religión siempre he rehuido toda discusión, aceptando cualquier creencia y postura, siempre que sea tolerante y respetuosa con la de los demás, sólo quedaban dos temas que suscitaban mi interés: el sexo y la política, por ese orden. Pero ¿qué podía saber yo de política y con quién iba a entablar una conversación de este tipo si mis amigos sabían tan poco como yo y la España de la dictadura nos tenía ignorantes y acoquinados a partes iguales? Claro que de sexo tampoco sabíamos mucho pero eso ya era harina de otro costal, pues por lo menos podíamos aprender gracias a nuestras aptitudes autodidactas.

No dejaba de ser patético que, con quince años, estuviéramos tan verdes en materia de sexo y que tuviéramos que informarnos consultando obras enciclopédicas, que lo único que nos aportaban era terminología y conceptos tan confusos que nos obligaban a seguir la consulta por otras entradas y recurrir a las láminas ilustradas de un atlas de anatomía que, al ser dibujos de cortes longitudinales del cuerpo humano, más parecido a un muñeco que a un ser vivo, nos dejaba un tanto desilusionados. Claro que para ciertos aspectos prácticos siempre teníamos a ese amigo presto a aclarar cualquier duda, aunque sus explicaciones no hicieran más que exacerbar nuestras ganas de ver y experimentar en vivo y en directo.

En el otro frente, el esfuerzo bienintencionado de nuestro profesor de filosofía para enseñarnos a pensar, como él decía, si bien no tuvo un éxito inmediato sí fue la semilla que germinaría a medio plazo, al poco de pisar las baldosas de la facultad y adaptarnos al ambiente revolucionario estudiantil de finales de los 60. En asambleas y “manis” nos hicimos, en poco tiempo, expertos de tanto practicar; no así en el sexo, por mucho interés que pusiéramos.

Con el paso de los años, primero con el aperturismo y luego con la democracia, ha acabado aflorando hasta niveles de normalidad cualquier tema de discusión sin que nadie se escandalice por ello. Hoy, salvo el futbol, que sigue ocupando su parcela de siempre, la sexualidad ha pasado al plano de la cotidianeidad normal o de la normalidad cotidiana, la crítica religiosa ya no es un tema exclusivo de los descreídos, y la política ocupa a diario la primera plana irrumpiendo en el escenario de las tertulias públicas y privadas con una temática variopinta.

Hoy podemos hablar sin tapujos de todo y nos ampara para ello la libertad de expresión. Podemos quejarnos en voz alta del paro, de la destrucción de empleo, del capitalismo salvaje, de las multinacionales sin escrúpulos, de lo mal que lo hacen los políticos, de la derecha y de la izquierda, de la malversación de fondos, del tráfico de influencias, de los recortes en sanidad, en educación y en servicios sociales y así un largo etcétera, sin que casi nadie se ofenda; más bien al contrario, haces compañeros de ideales y aliados en la distancia y en el banco, cada vez mayor, de indignados.

Pero, lamentablemente, sigue habiendo temas prohibidos pero no por las instituciones, las fuerzas del orden, la iglesia, la moral y las buenas costumbres, ni por la sociedad en general, sino que es una prohibición recomendada y autoimpuesta en aquéllos que no queremos ver peligrar las buenas relaciones existentes con quienes no opinan igual que nosotros pues son materias que despiertan pasiones. Y en este contexto nos hemos quedado anclados en la época en que para poder hablar claramente y sin temor había que hacerlo con gente de confianza o del mismo credo.

Estos temas tabú, en la práctica, hoy en día y en nuestro país, son, por experiencia, los relacionados con los nacionalismos, con esas  reivindicaciones que para unos son naturales y de justicia y para otros sólo son una falacia, ganas de desunir, puro egoísmo o falta de solidaridad. Podemos referirnos, en plan de chanza, a los arquetipos regionales aunque ello raye el prejuicio, y la sangre no llega al río. Nos burlaremos del talante bruto de los vascos, haremos chistes de la tozudez maña, de los habitantes de Lepe, de la indolencia de los andaluces, de la chulería madrileña y de la tacañería de los catalanes, no dejaremos títere sin cabeza a lo largo y ancho de la geografía nacional, y no pasará absolutamente nada aunque a más de uno no le haga gracia. Pero hablaremos de la singularidad de un territorio por razón de su historia, su cultura y su lengua como bienes a preservar y defender, haremos con ello ostentación de orgullo y sentimiento de país, reivindicaremos un trato adecuado a su naturaleza y necesidades y saltará la chispa de la incomprensión, del rechazo y hasta del odio.

Para mí, la causa principal del enfrentamiento entre identidades distintas, por llamarlas de una forma lo más aséptica posible, es la falta de empatía y de voluntad de entendimiento, seguida por un desconocimiento profundo del tema que lo ha suscitado. Esto en cuanto al fondo, pues en cuanto a la forma, muchas veces, demasiadas, las partes en conflicto intentan imponer sus tesis, imponerse al contrincante sin darle la oportunidad de explicarse, cuando dialogar implica saber escuchar y expresar la opinión de una forma razonable, sin estridencias, intentando ser lo más objetivo posible y esforzándose por comprender los argumentos de la parte contraria. Pero, ahora que lo pongo por escrito y lo leo en voz alta, todo esto me parece algo harto difícil, por no decir imposible, conociendo la naturaleza humana y nuestro carácter pasional. Una pena.

En cuanto al conocimiento del tema objeto de enfrentamiento, el problema suele residir en que la información de la que parte uno o ambos oponentes suele estar sesgada, manipulada o interesadamente malinterpretada a favor de una determinada tesis, bien sea en forma de un artículo de opinión, comentarios de tertulianos políticos o incluso de representantes de los gobiernos de turno, a los que se da crédito por su notoriedad, carisma o afinidad política. En muchas ocasiones, aunque la información sea básicamente correcta, suele interpretarse erróneamente, por ignorancia o mala intención. Así pues, para que la información sea objetiva y no esté viciada, es condición sine qua non que haya una buena voluntad para decir las cosas como son y no cómo uno las percibe o quisiera que fuesen. No hay más ciego que el que no quiere ver y más sordo que el que no quiere oír.

Si a ello le añadimos los prejuicios atávicos, la animadversión secular, heredada de padres a hijos desde tiempo inmemorial y por hechos que ya casi nadie recuerda, la situación se hace insostenible pues es como un páramo donde nada bueno puede germinar porque el sustrato sólo está abonado con rencores, inquina y desprecio. Nos encontramos en un terreno árido que sólo sirve de campo de batalla.

Así las cosas, no es de extrañar que se armen verdaderas trifulcas cuando se discute un tema sensible entre partes especialmente susceptibles. Y es que en la mayoría de estos casos, no hay voluntad de llegar a un acuerdo, no hay una predisposición a aclarar los hechos, sólo se quiere atacar al contrario, acabar con sus argumentos, anularlo, a él y a sus ideas como única forma de defender las propias. Y con ese telón de fondo, si en el plano nacional, donde debería haber un afán pacificador y unificador acaba prevaleciendo uno beligerante y separador, en el personal, donde había un amigo acaba apareciendo un enemigo.

Ante este panorama tan desolador, y como las cosas no se pueden cambiar de la noche a la mañana, lo más prudente es, cuando tienes frente a ti a alguien con quien no deseas crear una hostilidad insalvable, evitar la confrontación, por mucho que te pese, y la forma mejor para ello es, simplemente, rehuir el tema de discordia. En este caso y en este ambiente, esos temas son temas prohibidos.

lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Qué quieres ser de mayor?



A todos nos han hecho esta pregunta más de una vez. Yo nunca sabía qué contestar. Creía que debía esperar la llamada de la vocación como si de algo místico se tratara y hasta tal punto me obsesioné que, de niño, llegué a rezar para que Dios me iluminara y me hiciera ver cuál debía ser mi profesión vocacional.

Estando ya en el curso Preuniversitario, algunos de mis compañeros se dieron cuenta de que se habían equivocado al haber seguido con los estudios de ciencias cuando su verdadera vocación era las letras. En la clase fueron varios los que se hallaron en esa misma situación y que, a mis ojos, formaban un grupo de élite, de intelectuales.

Nunca he entendido esta dicotomía tan acusada entre ciencias y letras como la que viví, incluso en la Universidad. Ser de ciencias parecía estar reñido con las artes, la literatura, la historia y la filosofía, era ser, en definitiva, un prosaico redomado, y ser de letras era sinónimo de anticientífico, de tener de pocas habilidades técnicas y de cálculo y de ser un ignorante de las leyes naturales. Curioso antagonismo éste cuando el libro de texto utilizado en la clase de filosofía llevaba por título Historia de la Filosofía y de la Ciencia (1), donde el estudiante descubría el origen común de ambas materias, que filosofía y ciencia eran un todo y que la vida, el mundo que rodea al hombre, en definitiva la naturaleza, era objeto de estudio por parte de los llamados filósofos ya en la antigua Grecia. ¿Fue Aristóteles un filósofo o un naturalista? ¿Y Pitágoras? ¿Y Heráclito? ¿Fue Einstein sólo un físico o también un filósofo?

Al igual que la política puede llevar al alejamiento y a la confrontación más visceral de los ciudadanos, la Universidad puede hacer lo propio con el saber científico y humanístico. ¿Qué sabrá uno de ciencias cuál es la diferencia entre la pintura impresionista y la surrealista? Y ¿qué sabrá unos de letras en qué se diferencia un virus de una bacteria?

 

 
En la Universidad Central de Barcelona, esta segregación era todavía más patente pues la frontera entre ambas materias ya no sólo era intelectual sino física. En el viejo edificio de la Plaça de la Universitat, la facultad de Filosofía y Letras ocupaba el ala izquierda y la de Ciencias el de la derecha, sin que ello indicara forzosamente la tendencia política. El patio de Ciencias y el de Letras representaban dos ambientes muy dispares, casi antagónicos. Los “progres” en el de Letras y los “burgueses” en el de Ciencias. Raramente un estudiante de letras se atrevía a irrumpir en el patio de ciencias pues sería como impurificarse. No así al contrario pues, aunque mal vistas, las incursiones de algunos de ciencias en el terreno enemigo solamente tenían por objeto ver a “las progres trotskistas” que, según decían, estaban más buenas y, lo mejor de todo, “se dejaban”, pues para eso eran progres.

A los diecisiete años recién cumplidos, yo no sobresalía especialmente en ninguna de las dos materias. Tenía, eso sí, una inclinación especial hacia las ciencias naturales y mi racionalidad me identificaba más con lo científico. En cuanto a las letras, sólo podía decir a mi favor que se me daba bien escribir y contar historias, lo cual no parecía ser suficiente currículo para identificarme con las humanidades.

De este modo, me encontraba en un mar de dudas cuando, en el umbral de la Universidad, tuve que tomar la decisión que podía cambiar mi vida hasta el fin de los días. A falta de una inclinación clara e indiscutible hacia una determinada profesión, opté por centrarme, en primer lugar, en un área de interés dentro del ámbito científico donde más a gusto me sintiera, y acabé decantándome por las ciencias naturales y de la salud.

Una vez sentada esa base, mi primera elección fue la medicina. La medicina era, a mi entender, una gran profesión, probablemente la profesión más vocacional y admirable y ser médico debía ser muy gratificante pero tener en tus manos la vida de un ser humano era una responsabilidad tremenda –pensaba yo-  y no podría asumir que alguien muriera por no haber sabido hacer un diagnostico acertado o no haber instaurado el tratamiento apropiado. Con esta reflexión, quedó claro que jamás podría ser médico, así que borré de un plumazo esa pretensión.

La siguiente opción fue la farmacia. Pero ¿qué salida profesional me podía aportar aparte de estar detrás de un mostrador vendiendo medicinas? Tal era la falta de información que tenía sobre las salidas profesionales de un farmacéutico. Otro tachón en la lista de posibilidades.

En tercer lugar, estaban las ciencias naturales propiamente dichas y la Biología era un campo que, si bien me atraía mucho, desconocía por completo en cuanto a su aplicación. ¡La investigación, eso es! ¡Viva la investigación biológica! Ramón y Cajal, Ochoa, Oró… pero, claro, ninguno de ellos fue biólogo. Además, excepto Ramón y Cajal, los demás tuvieron que emigrar para dedicarse a la investigación y sólo regresaron de ese exilio profesional después de muchos años aunque, eso sí, con todos los honores. No sabía de ningún biólogo español que hubiera pasado a la posteridad. Quizá en un futuro. Pero bueno, qué más da, lo importante es trabajar en algo que te guste, aunque no se gane mucho dinero –me decía para mis adentros- y siempre queda la posibilidad de ir a los Estados Unidos a trabajar como han hecho tantos otros.

Así pues, esta ingenuidad, romanticismo o desconocimiento de la cruda realidad, hizo que me decantara finalmente por la licenciatura en Ciencias Biológicas, bueno, no, por la licenciatura en Ciencias, rama Biológicas, sección Fundamental (ni Zoología, ni Botánica) pues en España todavía no existía, en la década de los 70, una facultad de Biología, ni siquiera un Colegio de biólogos. Al finalizar la carrera y colegiarme, pasé a formar parte del Muy Ilustre Colegio de Licenciados en Filosofía y Letras y en Ciencias de Cataluña y Baleares. Vaya, qué ironía, tanto separarnos y acabamos en el mismo cajón de sastre.

En nuestro país, el biólogo era un paria y me temo que lo sigue siendo. Y sin saber lo que me depararía el estudio de la biología, tomé su camino. ¿Qué les iba a decir, a partir de entonces, a todos los que me preguntaran qué iba a ser de mayor?


(1) Julián Marías y Pedro Laín Entralgo. Ediciones Guadarrama, 1964. 

viernes, 22 de noviembre de 2013

Érase una vez un muchacho



Érase una vez un muchacho, al que llamaré Jordi, que vivía con su padre y sus muchos hermanos. Trabajaba sin descanso pero a cambio tenía un sueldo más que aceptable. Había estudiado mucho y era emprendedor, así que se lo merecía. Alguno de sus hermanos, sin embargo, no habían querido estudiar como él y sus empleos ocasionales les reportaban unos salarios mucho más modestos.


Cuando Jordi le dijo por primera vez a su padre que le daría una parte de lo que ganaría para el sustento de la familia, éste se negó en redondo y le exigió que le entregara el sueldo íntegro y que él ya le daría lo necesario para hacer frente a sus gastos personales.

Al cabo de un tiempo, Jordi vio que mientras a él la paga que le daba su padre no le permitía cubrir mínimamente sus gastos, no podía salir con los amigos, casi no podía comprarse ropa y mucho menos pagar las letras de un coche, sus hermanos recibían una paga más generosa que les permitía hacer todo lo que Jordi no podía.

Animado por su hermano mayor, el díscolo, que ya hacía tiempo que había optado por entregar a su padre una parte de sus ingresos sin que éste se indispusiera en demasía, Jordi se atrevió a reivindicar el mismo trato. Pero la reacción de su padre y hermanos no se hizo esperar y lo tacharon de mal hijo y mal hermano por lo insolidario de su postura. ¿Por qué a él no se lo permitían y sí en cambio a su hermano mayor? ¿Acaso le temían?

Fue pasando el tiempo hasta que un día Jordi se armó de valor y le dijo a su padre que con lo que ganaba tenía más que suficiente para irse a vivir por su cuenta e independizarse así que si no le daba la paga que creía merecerse no veía otra salida que la de abandonar el hogar. Su padre se lo contó a sus hermanos y todos, bajo insultos y recriminaciones de todo tipo, se plantaron ante la puerta para impedirle el paso. Y no contentos con ello, fueron extendiendo por todo el barrio una serie de infundios sobre la naturaleza rebelde y egoísta de Jordi, cosa que todavía agravó la impotencia que éste sentía ante el trato injusto que recibía de la que consideraba su familia.

Y fue pasando el tiempo y Jordi soñaba con su ansiada libertad ante la mirada acusatoria de su padre, hermanos y algún que otro vecino, sin que nadie quisiera entenderle ni ceder un ápice en sus pretensiones ni llegar siquiera a un consenso.

Y colorín colorado este cuento se ha acabado. ¿O no se ha acabado?

Quien tenga oídos para oír, que oiga; quien tenga ojos para ver, que vea (Mateo 13:9) y quien tenga capacidad para pensar, que piense (un servidor).

 
 
 
Nora del autor: Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia

lunes, 18 de noviembre de 2013

Poco tiempo me queda



Déjame volar, aunque muy breve mi vuelo sea
Nunca pude ir más allá de tus nubes
Crecí y viví pegado al más árido de los mundos
Sólo necesito ver otros horizontes
Pues poco tiempo le queda a mis pesadas alas


No iré demasiado lejos
Alejarme de ti es algo extraño y nuevo
No pido borrar nuestra historia
Sólo quiero conocer caminos nunca andados
Pues poco tiempo le queda a mis cansadas piernas


Volveré a ti al alba
Cuando todavía estés dormida
Retornaré al lugar largo tiempo amigo
Sólo pretendo saber cómo es vivir en otros lares
Pues poco tiempo le queda a mi viejo corazón


Cuando haya vuelto, cansado y satisfecho
Por haber conocido aquello tan soñado
No extrañaré esos caminos andados
Ni vagaré por nuevos rumbos
Pues mis alas, mis piernas y mi corazón te pertenecen

domingo, 17 de noviembre de 2013

¿Y qué hago yo ahora? (reflexiones de un observador impertinente)



A veces, la conducta humana tiene formas y vías muy peculiares de manifestarse. Del mismo modo que algunos dicen, y yo lo secundo, que de la forma de conducir se infiere el carácter del que se pone al volante, así pues, tal como barruntaba en mis reflexiones anteriores, las de ahí abajo, por si alguien se las ha perdido, de la forma de actuar o interactuar en esos ambientes nuevos para mí, a saber, el de los publicadores, compartidores de eventos, noticias, comentarios y demás en esta famosa red social que es facebook, el de los seguidores literarios, por llamarlos de algún modo, y el de los paseadores de perros, sí, he dicho paseadores de perros, no se sorprendan, se puede inferir asimismo, con un estrecho margen de error, el carácter de muchos de sus protagonistas.

Parecerá ridículo o extravagante que mencione esos ámbitos como medios para evaluar la conducta humana pero no los he elegido yo; simplemente son, ahora mismo, mis referentes pues son los que más frecuento aunque, de hecho, cualquier lugar y situación es buena para extraer curiosas enseñanzas sobre esta materia. Y como la edad (la veteranía es un grado, dicen) y el tiempo libre me lo permiten, pues ando más bien sobrado de ambas cosas, he adoptado recientemente el papel de observador desde mi privilegiada atalaya o refugio, según se mire, cual naturalista en pleno trabajo de campo.

Fíjense que incluso los pasatiempos más simples e inofensivos pueden llegar a ser verdaderas fuentes de información sobre la naturaleza humana. ¿Quién no ha jugado, sino, al parchís o al Monopoly y ha visto cómo ese amigo o familiar habitualmente tan comedido, equitativo y bondadoso, se metamorfoseaba en un despiadado verdugo, un arrogante e insoportable vencedor, un mal perdedor o un capitalista avaricioso y megalómano? Y ¿quién, jugando al Trivial Pursuit no se ha encontrado, de pronto, frente a un engreído e impertinente sabelotodo que se mofa de ti por no saber, por ejemplo, que el Arauca es un afluente del Orinoco o que James Joyce publicó Ulises en 1922?

Pues bien, en facebook, ese caldo de cultivo de relaciones humanas, donde convergen multitud de internautas con sus peculiaridades naturales, también se observan conductas sorprendentes y poco afortunadas, como la que calificaría como “ególatra”, que es la de quienes publican para que los demás no sólo les lean, sino que les puntúen con cuantos más “me gusta” mejor y les gratifiquen con comentarios halagadores pero sin que se molesten casi nunca en comentar, y probablemente tampoco en leer, lo que publican los demás. Son como el “gurú” al que todo el mundo debe seguir y admirar y, por lo tanto, buscan y necesitan ser el centro de atención. Convendrán conmigo que resulta extraño que alguien que muestra interés por determinados temas y los publica, no se digne a compartir u opinar sobre las publicaciones de sus contactos, yo entre ellos, claro está, que por eso saco el tema a colación, que participan de sus mismos temas de interés y están en la misma onda. La primera vez que me encontré con un caso como éste, tras comprobar que su actitud era reiterativa y que, por lo tanto, se trataba de un ególatra pura raza, en un acto de rebeldía y de despecho infantil, lo reconozco, lo desagregué de mi lista de contactos que, por cierto, es más bien exigua y, como siga por ese camino, promete serlo todavía más. Seguramente, después de varios meses de haberle condenado a ese ostracismo vengativo, todavía no se ha percatado de ello pues sus contactos se cuentan a cientos, vaya usted a saber por qué, y yo sólo era un granito de arena. De todos modos, aun habiéndose dado cuenta, seguro que no lloró tan triste pérdida.

En el ámbito de los paseadores de perros, la conducta que más me irrita es la del “macho dominante”, como yo la llamaría pues sólo la he observado en hombres, a diferencia del caso anterior, refiriéndome al que fomenta y estimula la ley del más fuerte en la raza canina y que creen que a mayor perro, mayor respeto. Esa es una actitud propia de aquellos que creen que su perro es el mejor del barrio y miran a los otros perros y, por extensión, a sus dueños con desdén. Dicen amar a los animales pero en realidad aman a su animal o debería decir a su animalidad. Generalmente son dueños de perros de pura raza, grandes y bravos y cuando sus canes se muestran agresivos frente a los demás, les premian con palmaditas en la cabeza para reforzar esa conducta que ellos consideran positiva y prometedora y se alejan con un semblante de autosuficiencia. ¿No será, pienso yo, que proyectan, de ese modo, sus limitaciones y complejos a través del animal?

Es bien sabido que de tal amo tal perro y a más de uno le habría propinado yo una patada en sus partes nobles (a las del dueño, que no del animal irracional) cuando irradian esa malsana satisfacción por ver cómo su mejor amigo de cuatro patas muestra un actitud intimidatoria hacia los de su misma especie y, por ende, hacia sus sufridos dueños, que velan porque su perro, al que prodigan  todo tipo de cuidados, no sufra el menor daño. Aquí no se trata de un acto de ostentación, como el que circula con ese cochazo deportivo que provoca la envidia de los bobos infelices, sino de manifestación de una dominancia, superioridad y amedrentamiento que ejercen sobre los demás a través de su mascota que, inocentemente, actúa como mano, o debería decir pata ejecutora.

Pero aunque el del “publicador ególatra” y el del “macho dominante” son comportamientos dignos de rechazo pues reflejan un carácter orgulloso y prepotente, no dejan de conformar esa rara normalidad con la que ya estoy, por desgracia, familiarizado. En cambio, el tercer grupo de personajes que he descubierto, los “lectores fantasma”, como los he definido, tienen un comportamiento misterioso e incomprensible para mi pobre y limitada inteligencia racional y emocional.

Los “lectores fantasma” son aquellos que, habiéndote animado a escribir, habiéndose interesado por tus progresos, habiéndote preguntado repetidamente por tus futuras publicaciones, llegadas éstas a término y habiéndoles informado, en un arrebato de satisfacción, dónde y cómo pueden acceder a su lectura, nunca dan señales de haberlo hecho. Los hay incluso que dicen haber entrado en tu blog, que les parece muy interesante y que, cuando dispongan de tiempo, leerán detenidamente tus escritos, pero nunca llega ese preciado momento y siguen sin pronunciarse, poniendo  cara de póquer, al sacar el tema a colación cuando, en un nuevo encuentro, prefijado o fortuito, vuelven a interesarse por cómo va tu faceta literaria. Quizá debería calificarlos como “lectores impotentes”, que se quedan en la fase inicial, la del interés pero que nunca llegan a consumar, el acto de la lectura, se entiende, que se quedan en los prolegómenos; quizá sufran de adulación precoz, rápida y antes de tiempo; o quizá, en el peor de los casos, algo que no quiero ni pensar, practican una hipocresía de guante blanco o piadosa, vamos que prefieren el disimulo a decir lo que realmente piensan, no fueran a provocarte un shock postraumático.

Lo más sorprendente, sin embargo, es que he visto este comportamiento en personas muy cercanas a mí y que me consta que me aprecian. Ahí es donde reside mi más absoluto desconcierto. ¿Será que la naturaleza humana es, a veces, un verdadero misterio y pretender entenderla toda una quimera? Un día leí una frase que hora me viene a la memoria y que, desgraciadamente, debo hacer mía en este contexto: “Este año desconocí a gente que creía conocer”.

Por otra parte, si la vida y el ser humano están llenos de contradicciones, yo no podía ser menos y la mía, una de ellas por lo menos, pues habrán seguramente más, tiene que ver con ese refrán que dice “del dicho al hecho hay un buen trecho”. Así pues, si en mis primeras incursiones escritoras dije que escribía por placer y no para complacer, he descubierto que existe la “erótica del reconocimiento”, un descubrimiento inesperado y que creo es la causa de mi frustración, en minúsculas, que conste, cuando no hay respuestas a mi “obra”, positivas por supuesto, o éstas son más bien escasas o insustanciales, un simple formulismo educado. Ante ello, les informo que me he puesto rápidamente en tratamiento, me he sometido a una cura de humildad, dosis aguda por si acaso, algo que nunca creí que necesitaría, para evitar caer en el desánimo o en un ataque de celos cuando veo las alabanzas que otros reciben por escritos que, seré engreído, tienen menor calidad que los míos. Que Dios me perdone por tamaña soberbia y me bendiga con humildad y talento. Amén.

Pero como no tengo vocación de dramaturgo, voy a dejar el drama para quien guste y entienda de ello. Hay que ver el lado positivo de las cosas y en ese lado es donde están quienes sabes que te valoran y aunque sea la familia, bendita familia, y unos pocos amigos, para eso están los amigos, ya es más que suficiente. Sólo faltaría que yo también pasara a engrosar la lista de ególatras y me rindiera a la tentación de la cochina vanidad. Pero no hay peligro, pues siento que el tratamiento está dando sus frutos.

Y como antes dije que de cualquier lugar y situación se pueden extraer enseñanzas, no voy a pasar por alto las que he extraído de mis nuevos ambientes de ocio, diurno, no confundamos, pues de lo contrario no hubiera empleado este tiempo perturbando al posible lector o lectora con mis disquisiciones filosóficas. Mi conclusión, más simple de lo que pueden imaginar, es que, del mismo modo que ocurre en el ambiente laboral, donde más se dan los comportamientos improcedentes, las personas que necesitan engordar su ego, probablemente porque bajo su piel habita un ser inseguro e incluso acomplejado, adoptan una actitud egoísta o dominante en su propio provecho y para que los demás les vean como lo que no son, unos seres débiles, vacíos y fatuos, y les refuercen, con sus halagos, devoción, envidia o sumisión, su endeble autoestima y llenen sus carencias afectivas.

¿Y para esa banalidad tanto desperdicio de tiempo y de palabras?, se preguntarán. Pues yo también me lo pregunto pero como he dicho que la veteranía, y por ende la edad, es un grado y bien merece un respeto, me valgo de ello para hacer con mi tiempo y con mi blog lo que me apetece -perdonen ustedes esta salida de tono totalmente gratuita que no es más que la excusa del que no sabe cómo justificarse-, y lamento, eso también, si les he aburrido o desilusionado, todo es cuestión de lo exigentes que sean.

Pero para que vean que soy más objetivo de lo que pudiera parecer y que no sólo me dedico a criticar al prójimo, para concluir, pues esto ya toca a su fin, haré el único examen de conciencia que me permito y atrevo a hacer en público, si es que hay algún público leyéndome, y es que, en contraposición con las actitudes que acabo de referir, quizá por eso me parecen tan reprochables, yo he sido en el teatro de la vida un actor sumiso, que ha evitado los enfrentamientos y que casi nunca ha sabido decir que no. Pero a fin de cuentas, no me ha ido mal ser y actuar de este modo aunque reconozco que me hubiera ido mejor de haber sabido y osado enfrentarme a las inevitables agresiones y confrontaciones con más valentía y determinación. Pero como para meterme en facebook, pasear al perro, leer y escribir lo que quiero y amar a mi familia y a mis amigos de verdad no necesito más de lo que soy y de cómo soy, pues ¿para qué cambiar a estas alturas?

Así que, respondiendo a mi pregunta ¿y qué hago yo ahora?, diré que después de haber cumplido algo más de seis décadas de vida, me entretiene, ente otras muchas cosas, observar a los demás, no desde esa valla que separa los ociosos de los “currantes”, ni desde ese banco del parque ante el que discurren apresuradamente los hoy en día afortunados trabajadores en activo, sino tras esa distancia que separa a los que viven y quieren seguir viviendo satisfactoriamente de los que creen que a partir de cierta edad poco queda por hacer salvo recordar lo que uno fue.

Además, hoy en día ya no hay mesas-camilla ni braseros frente a los que sentarse a contar historias a los nietos, ésos que ahora prefieren jugar a la Play en lugar de soportar las “batallitas” del abuelito.

Como alguien dijo, la clave es seguir siendo joven hasta morir de viejo. No sé si esto viene muy a cuento con lo aquí dicho pero no me negarán que queda bien y, además, es lo que pienso.


jueves, 14 de noviembre de 2013

¿Y qué hago yo ahora?




Una vez leí una noticia en el periódico que decía, más o menos, así: “un anciano de 60 años fue ayer atropellado a plena luz del día y el conductor del vehículo se dio a la fuga…”. Lo primero que me vino a la mente fue la edad y el intelecto de ese presunto periodista. Seguramente no debía de sobrepasar los veintitantos años o un cociente intelectual de 60, pero voy a ser benévolo y voy a pensar en lo primero ya que a esa edad no parece que se tenga plena conciencia de lo que es la vejez.


Pero si entre los jóvenes no hay una clara conciencia de lo que es ser realmente mayor, algo que estoy dispuesto a comprender, muchos de los realmente mayores, por razones de edad, entiéndase, no saben o no quieren asumir la llegada a la tercera edad (término que sólo acepto por puro convencionalismo por mucho que me pese) en su justa medida.


Unos adoptan el papel del abuelo que, usando y abusando de su tiempo y del de aquellos que le rodean, no deja pasar la oportunidad para someterlos a la tortura de hacerles partícipes, contra su voluntad, sino no sería una tortura en toda regla, de sus peripecias por esa larga vida que dejaron atrás, o el del jubilado que pasa las horas apoyado en la valla de unas obras urbanas, que cada vez hay menos por eso de la crisis, o tomando el sol sentado en un banco del parque mientras da de comer a las palomas, esas ratas voladoras que se cagan en todas partes sin respetar al prójimo, o jugando al dominó en el hogar del jubilado del barrio.

Otros, para mí verdaderos bichos raros, al llegar a esa edad, se resisten con uñas y dientes a ser apartados de la vida laboral activa. Algunos de esos especímenes les he visto yo, sudorosos, renqueando y respirando agitadamente, recorriendo los pasillos de las dependencias de cierto Ministerio persiguiendo a esos huidizos funcionarios para intentar resolver esos no menos esquivos problemas burocráticos. Todo por no querer quedarse en casa y dar, de ese modo, una sensación de inutilidad tras tantos años de frenética actividad. “Es que si se queda en casa se muere en dos días”, dicen de ellos sus allegados, generalmente sus esposas. ¿No será que esos arduos currantes no pueden soportar la idea de convivir las veinticuatro horas del día con su pareja de tantos años? ¿O no serán sus esposas, amas de casa no dispuestas a perder un ápice de su libertad de movimientos ni a dar explicaciones de lo que hacen o dejan de hacer, las que les quieren lejos del hogar?

Otros, de reciente generación, son los llamados “yayoflautas”, esos aguerridos militantes contra las injusticias sociales y en defensa de los derechos de los que, como ellos, después de muchos años contribuyendo a engordar las arcas públicas con ese trabajo que nunca les dignificó, ven ahora cómo los administradores de la cosa pública les quieren recortar los pocos derechos adquiridos a lo largo de su dilatada vida laboral. Son los que han sustituido el habitual tema de discusión del también habitual corrillo en las ramblas barcelonesas, frente a la fuente de Canaletas, pasando del debate puramente futbolístico al amargamente económico, arremetiendo, a grito en cuello, contra los mandamases de la Unión Europea y, a su cabeza, la Ángela esa de los cojones que nos va a dejar en cueros. Lo único que no ha cambiado es el tono encendido de las discusiones, no ha variado la forma, sólo el fondo de la cuestión. De ese modo, a su manera y desde la más absoluta indefensión, se sienten útiles apoyando a todos los movimientos reivindicativos que se tercien y que ya nada tienen que ver con los colores de su equipo.

Otros, en fin, lejos de las movilizaciones y reivindicaciones, buscan motivos de gozo en su recientemente adquirida cédula de pensionista y disfrutan de este nuevo estado a pesar de lo que les vaticinaban los aguafiestas de turno, “sin trabajar te vas a morir en dos días”, hablando seguramente para sí mismos, y que, sin necesidad de tener muchos hobbies, saben sacar provecho del tiempo libre, que no muerto, para hacer volar, no sólo su imaginación sino también sus ilusiones.

Cuando a un servidor, faltándole cuatro años para la barrera psicológica de los 65, pasó a mejor vida, de la profesional a la ociosa, cayó en la trampa de dejarse llevar por la nostalgia, ese sentimiento normalmente asociado a la vejez, y lo primero que hizo fue pensar en los amigos perdidos por el camino y preguntarse qué habría sido de ellos.

A sabiendas de que la cara negativa de la nostalgia es que no se puede cambiar aquello de lo que te arrepientes, por mucho que te duela, decidí emprender una búsqueda en Google y en esa herramienta tan utilizada para buscar amigos que es facebook, pensando que, de este modo, quizá podría recuperar algo de lo perdido. El resultado de esa búsqueda no pudo ser más descorazonador; pues de los pocos localizados, unos no dieron respuesta a la llamada y otros ni siquiera recordaban quién era yo; sólo unos pocos han recompensado mi gesto con una renacida amistad que habrá que alimentar con mimo. Sólo por estas pocas amistades recuperadas valió la pena el empeño.

Hombre de escasas pero cultivadas aficiones (especialmente por lo de constantes y mantenidas, que no necesariamente por refinadas o cultas, que probablemente también lo sean, dicho sea de paso) siempre dije que, cuando me retirara, escribiría un libro titulado Antología del disparate, haciendo alusión a uno de igual título que escribió el profesor Luis Díez Jiménez allá por los años setenta para ilustrar los disparates cometidos en los exámenes por algunos alumnos de bachillerato. En el mío, sin embargo, contaría los despropósitos de los que he sido testigo a lo largo de mi carrera profesional, los contratiempos irracionales y disparatados que he tenido que sufrir, las actitudes prepotentes de muchos de los interlocutores que he tenido que soportar, los quebraderos de cabeza y los disgustos que me han ocasionado, y todo ello como un desahogo vomitivo, una venganza prosaica y, posiblemente, una enorme pérdida de tiempo y un gran esfuerzo pues necesitaría lo que ocupa la enciclopedia Espasa para volcar en papel todas mis vivencias en dependencias oficiales y entre las paredes de las empresas para las que he trabajado.

En su lugar, acabé escribiendo unas, llamémoslas, Memorias en las que he mezclado este tipo de vivencias con otras de mayor calado personal, familiar e íntimo, unas memorias noveladas de las yo he acabado siendo prácticamente el único juez y que permanecerán hasta el fin de mis días en una de las estanterías de mi despacho con total impunidad, virgen al ojo y a la lectura ajena, si exceptúo a los pocos miembros de mi familia que han tenido el dudoso honor de actuar como lectores y críticos, ciertamente benevolentes, de mi aventura literaria pues ¿a quién más le pueden interesar mis aventuras y desventuras personales y profesionales?. Si tuviera un apellido notorio, fuera un “famosillo” de la vida pública y alegre, un tertuliano habitual de los programas del corazón o hubiera tenido un affaire con un personaje público, podría haber tenido una oportunidad en alguna editorial pero ¿quién va a querer publicar la vida y milagros de un individuo como yo, totalmente anónimo, ignorado por el público en general y por las letras españolas en particular?

Escribe algo distinto, de ficción por ejemplo, que a ti se te da bien, me decía mi mujer, mi fiel lectora y seguidora. Y siguiendo este mismo planteamiento, mis hijas me obsequiaron por mi 63 cumpleaños con un blog, diseñado y puesto a punto para dar rienda suelta a mis aventuras escritoras. Incluso el título ya venía con el regalo. Sólo tenía que entrar y amueblarlo, así de sencillo.

Y, animado por ese íntimo club de fans, empecé por volcar en ese blog alguna que otra reflexión que ya llevaba escrita  algún tiempo. A continuación, extraje algún pasaje de esas memorias que me pareció especialmente intimista y “publicable” y más recientemente he decidido apostar por la práctica más audaz de la pura invención, como cuando siendo un chaval les contaba a mis compañeros de clase, durante el recreo los días de lluvia, esas “aventis” inventadas que tanto les gustaba.

Pero, ¿y mis lectores? ¿Habría algún lector fuera del ámbito familiar? ¿Dónde estaban esos lectores potenciales? Bueno, para empezar, bien podrían servir como conejillos de indias esos amigos y conocidos de facebook, bendito facebook. Si bien el ejercicio de la escritura per se ya me resultaba lo suficientemente estimulante sin necesitar a nadie que leyera y juzgara lo que salía del teclado de mi ordenador personal, si alguien más ducho que yo en la materia pudiera leerlo y juzgarlo, sabría, aunque sólo fuera por ver alimentada esa asquerosa vanidad que todos los mortales llevamos dentro, si también era capaz de interesar a lectores más objetivos y merecía la pena lo que estaba haciendo. Y entonces reparé que el mejor modo de atraer posibles lectores era contactar con blogs de otros escritores. De este modo, podría aprender de quienes practican, mucho antes que yo, el arte de escribir y, en correspondencia, convertirme quizá en un lector leído.

Así, poco a poco, he ido entrando en el mundillo de los llamados relatos cortos y micro relatos y, si bien, todavía me considero un principiante quiero creer que puedo engendrar historias mínimamente interesantes como para que alguien, al otro lado de la red, me diga, aunque sea muy de vez en cuando, verdad o mentira piadosa, que le ha gustado lo que ha leído. Pero, de todos modos, el caso es que, aunque nadie diga nada, me siento como pez en el agua en esto de inventar historias.

Y entre renglón y renglón, también estoy logrando, sin proponérmelo, conocer la naturaleza humana. ¿Qué cómo? Hay muchas formas, por supuesto, pero yo tengo ahora mismo tres fuentes de información muy sencillas y recientemente adquiridas: facebook (una vez más), los amigos lectores fantasmas (que dicen que existen pero que no se manifiestan) y los paseos con mi perro. Pero esto ya es otra historia.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Cuba

Hoy he decidido vestirme con el atuendo imaginario del reportero que escribe para el National Geographic (qué presunción la mía) y para ese turista, también imaginario, que, sin salir de casa, desea saber de lugares que no conoce más que de oídas.
Hoy he sentido la necesidad de narrar la grata experiencia de mi reciente viaje a Cuba. Quiero compartir, con quien abra este cuaderno, una experiencia que, por breve, no dejó de llenarme de satisfacción y que siempre recordaré, sobre todo por los amigos que, por fin, tuve ocasión de conocer en persona y que dejé con los brazos abiertos, esperando un reencuentro que seguramente nunca llegue a producirse. La vida es corta y no siempre nos da tiempo a repetir aquello de lo que un día disfrutamos.

 
 

Cuba es mucho más que una bella isla caribeña. Cuba es un mosaico de vivos colores y de formas de vida. El verde de los valles casi selváticos y montañas cubiertas de espesa vegetación contrasta con el blanco de esas interminables playas coralinas, el esmeralda de sus aguas cristalinas y todas las tonalidades imaginables de una flora exuberante. Por no decir del negro y blanco que tiñe la piel de sus habitantes cuyo denominador común es una locuacidad y simpatía fruto de su extraversión natural y de la necesidad de entablar contacto con esos turistas a los que suelen acosar con ese gracejo natural de la cultura latina.

 
Cuba es un vergel con una vasta metrópoli (más de dos millones de habitantes) que intenta renacer de sus cenizas: La Habana, esa capital antigua y colonial que todavía se resiente de los más de cincuenta años de abandono. Aún así, conserva esa belleza decadente que la hace tan especial para el turista ávido de contrastes y, sobre todo, para el fotógrafo que busca imágenes inéditas para su colección y que transmitan un mensaje que trascienda mucho más allá de lo que el ojo humano puede detectar e interpretar.


La Habana es una mezcla de magnificencia y de pobreza cuyo máximo exponente es el barrio de La Habana Vieja, un calificativo que bien puede aplicarse a prácticamente toda la capital. Pero la Habana Vieja tiene el atractivo añadido de no ser sólo vieja sino antigua, un Centro Histórico que reclama un pasado noble y señorial donde ahora conviven edificios regios de estilo colonial y magníficos palacetes y monumentos dignamente conservados y restaurados con otros que parecen haber sobrevivido a una catástrofe natural y que sólo se mantienen en pie para dar cobijo a miles de seres humanos que intentan sobrellevar la pobreza a la que se han visto abocados tras una revolución que les prometió una vida mejor y que, tras más de cincuenta años, no parece haber sido capaz de repartir la riqueza de forma igualitaria, viendo así defraudadas sus expectativas.

 
En cuanto al medio rural cubano, éste no se diferencia en demasía del de cualquier otro país con un nivel de vida comparable. Sus gentes son abiertas y alegres en consonancia con ese clima cálido propio de la isla durante prácticamente todo el año. Y sobre el telón de fondo de un paisaje inconfundiblemente tropical, la propaganda del régimen, en forma de pancartas y murales por doquier, se encarga de recordar al pueblo llano y a todo aquél que quiera mirar que la revolución sigue en marcha y que hay que seguir apoyando una causa en la que muchos ya hace tiempo que han dejado de creer.

 
 
Si los edificios en las capitales de provincia suelen ser de estilo colonial y de varias plantas, en los pueblos las típicas casitas de colores variopintos y en tonos pastel, de una sola planta, se disponen en hileras bordeando unas calles en las que el asfalto hace tiempo que dejó de existir y en las que alguna que otra cabra y unas escuálidas gallinas corretean a su alrededor sin ningún tipo de cuidado ni vigilancia.

 
A pesar del calor, la gente parece vivir en la calle, unos sentados bajo esos porches típicos cubanos con pilares de madera, otros callejeando sin aparente destino, sin contar con los que, con una paciencia infinita, se apostan en las esquinas esperando a que una guagua o cualquier vehículo, por destartalado que esté, tenga a bien recogerlos y llevarlos a cualquier parte donde deban ir. De este modo, las carreteras que cruzan esas pequeñas poblaciones suelen estar inundadas de peatones. Mientras que la mayoría deambulan tranquilamente por la cuneta sin reparar en el peligro que ello entraña, algunos están a la espera de vislumbrar un vehículo al que tan pronto ven acercarse hacen señas extendiendo sus brazos bien para mostrar la fruta que pretenden vender bien para pedir ser subidos a bordo, una obligación de todo ciudadano cubano que tiene la fortuna de disponer de un automóvil pues, de otro modo, la opción del transporte público, de existir, puede suponer varias horas de espera. Este hábito, del que el turista está obligatoriamente excluido, debe de incumplirse en muchos casos habida cuenta de que la mayoría de esos necesitados autoestopistas muestran al conductor un billete entre sus dedos para estimular, de este modo, su altruismo.



A estas escenas rurales hay que añadir los carros y vehículos de tracción animal de todo tipo que sigue siendo el medio de transporte por excelencia y que transitan abarrotados de pasajeros que observan a los ocupantes del vehículo que los adelanta con una mezcla de envidia y curiosidad. Y como colofón especial, la imagen de esos niños, algunos descalzos, correteando y jugando totalmente ajenos a la pobreza en la que viven, ofreciéndose voluntarios o incluso reclamando ser fotografiados por el turista accidental, acaba de dar a toda esta escenografía un tinte de país tercermundista con una población habituada y conformada a vivir en una estrechez que no merecen y de la que no pueden escapar y que, a pesar de ello, parece vivir relativamente feliz. Al menos esa es la impresión que dan cuando, al posar ante la cámara, sonríen ingenua y abiertamente sin importarles cómo y dónde viven.

 
FIN