jueves, 23 de noviembre de 2017

La ley del más fuerte



Hace poco fui a ver una película que me hizo recapacitar una vez más (y han sido muchas a lo largo de mi vida) sobre el hecho, triste y demasiado frecuente, de que legal y justo son dos términos que no siempre van de la mano. ¿Acaso es justo, por ejemplo, que quien ha sido puesto de patitas en la calle por no poder hacer frente al pago de la hipoteca, no solo se quede sin vivienda, sino que, además, siga debiendo a la entidad bancaria el importe de lo adeudado? A menos que dicha entidad acuerde la dación en pago, esta práctica es perfectamente legal. Y como este, podríamos hallar otros muchos ejemplos en los que la Justicia es injusta.

Volviendo a la película que ha inspirado esta entrada, no diré su título ni entraré en demasiados detalles ─solo los justos─ para no destriparla por completo. Quien la haya visto o vaya a verla, sabrá a cuál me refiero.

Para ilustrar el título de esta reflexión y ejemplarizarlo, voy a describir someramente la problemática que en dicho filme se despliega.

A mediados de los años cincuenta, una joven se establece en una pequeña ciudad inglesa de provincias, retrógrada y puritana, con el propósito de abrir un pequeño negocio que no es bien visto por la gran mayoría de sus nuevos conciudadanos. Pero mientras estos simplemente se muestran reacios a la apertura de dicho establecimiento porque no entienden su utilidad, una mujer, rica y poderosa, la cacique de facto de la localidad, con influencias en la esfera política, se opone frontalmente a los deseos de la recién llegada por el mero hecho de que deseaba destinar el local ─una vieja pero singular casona─ que esta ha adquirido, tras haber salvado, con no pocos esfuerzos, los obstáculos impuestos por el banco local que debe otorgarle un sustancioso préstamo, a otro menester “más propio” para dicho inmueble.  

De este modo, la pertinaz insistencia y esfuerzos de la nueva inquilina del local por convertirlo en su nuevo y, según ella, prometedor negocio, acrecienta la inquina que siente hacia ella la poderosa dama y la empuja a pergeñar un plan para echarla, no solo de la vieja vivienda sino de “su ciudad”.

Es ahí donde entra en juego la Ley. Dado que la casa que alberga el nuevo negocio es muy antigua, casi emblemática para los habitantes de esa pequeña localidad, a pesar de su ruinosa presencia, la poderosa mujer convence a su sobrino, miembro del parlamento, para que presente una proposición de Ley que permita a los ayuntamientos expropiar todo edificio histórico singular a sus legítimos propietarios. Dicha Ley, por supuesto, prospera de forma excepcionalmente rápida y se implanta de inmediato y con carácter retroactivo.

Pero ahí no termina la cosa. No satisfecha con su “hazaña”, la perversa dama se sirve de sus malas artes ─obvio detallarlas─ para que un supuesto técnico se cuele, en ausencia de la joven propietaria, en la que es ahora su vivienda y dictamine oficialmente que se halla en situación ruinosa y que sus cimientos están peligrosamente afectados por la humedad, con lo cual, según la Ley, no procede pago alguno por su expropiación. Por si eso no fuera suficientemente ignominioso, el sobornado y supuesto técnico alega, además, que la humedad del sótano le ha afectado la salud y, por lo tanto requiere ser indemnizado con una cuantiosa cantidad de dinero. Todo muy legal.

Como la joven no tiene recursos ni medios para luchar contra el poder, debe acatar la requisición del abogado representante del ayuntamiento y se ve forzada a abandonar la vivienda y la ciudad, perdiendo todo lo invertido. Y hasta aquí puedo leer, que ha sido mucho me temo, dejando en el aire, eso sí, el inesperado final de esta cinta que, aun resultándome en algún momento un poco aburrida, me gustó por su interpretación y temática y despertó en mí la necesidad de escribir estas líneas.

Dicho todo esto, la moraleja de esta obra, tanto la película y como la novela en la que está basada, es clara como el agua de ósmosis: la ley está muchas veces de parte del más fuerte; que en muchas ocasiones se interpreta y/o utiliza de forma torticera con el único propósito de hundir al adversario, al más débil, y salirse con la suya en beneficio del poderoso.


Es muy cierto que la ley no solo es ciega sino muchas veces sorda. Será que se está haciendo vieja.


viernes, 10 de noviembre de 2017

Una cuestión de apellidos



Como nota introductoria, debo aclarar que esta entrada no tiene la carga crítica que suelen tener mis comentarios en este blog. Es solo el reflejo, como en otras ocasiones, de una observación que desde siendo un niño me ha llamado poderosamente la atención. Si alguien se siente aludido, que simplemente lo tome como un comentario hasta cierto punto jocoso, pero sin mala intención, y, si lo considera oportuno, aporte su punto de vista.


Como sabéis, en el patronímico español, la terminación o sufijo -ez significa “hijo de”, uso que procede de tiempos muy pretéritos (no he podido hallar un consenso en este tema). Equivale al “-es” de los portugueses (Fernandes), al “-son” de los ingleses (Harrison), al prefijo Mac o Mc de los escoceses (McPherson), o al O’ de los irlandeses (O’Hara). De este modo, Martínez, López, Jiménez, Rodríguez o Ramírez, entre otros muchos, significan hijo de Martín, de Lope, de Jimeno, de Rodrigo o de Ramiro, respectivamente, nombres estos que, dicho sea de paso, nos suenan mejor que sus formas patronímicas antes mencionadas, quizá porque no son tan frecuentes.

Pero, por lo visto, parece que hay a quienes les avergüenza esta vulgaridad ─entendiendo aquí como vulgar aquello que es común o corriente─, hasta el punto de que cuando dicho apellido es el paterno y, por lo tanto, el primero, tratan de mitigar esa “ordinariez”, añadiéndole el segundo, el materno, de modo que ambos pasan a formar un conjunto inseparable. Incluso, a veces, ese primer apellido se omite, desaparece o, en el mejor de los casos, se sustituye por su inicial. Un caso similar, aunque no termine en “ez”, es el apellido García que, junto al de González, es el más abundante en España.

Del primer grupo, el que usa los dos apellidos, hay muchísimos ejemplos públicamente conocidos a lo largo de la historia presente y pasada. He aquí, unos cuantos ejemplos:

-        Laureano López Rodó (ministro de Asuntos Exteriores durante la dictadura)
-        Manuel Gutiérrez Mellado (ministro de Defensa durante la transición)
-        Emilio Gutiérrez Caba (actor), y sus hermanas Irene y Julia (también actrices)
-        Manuel Gutiérrez Aragón (director de cine)
-        Arturo Pérez Reverte (periodista y escritor)
-        Federico Jiménez Losantos (periodista)
-        José Luis López Vázquez (actor)
-        Jorge Fernández Díaz (político)
-        Xavier García Albiol (político)
-        Pedro García Aguado (exjugador de waterpolo y presentador)
-        Albert Sánchez Piñol (escritor)
-        Y muchos más… Hasta ¡¡¡Federico García Lorca y Benito Pérez Galdós!!!

Y es que lo de, por ejemplo, Arturo Pérez, José Luis López, Federico García o Benito Pérez, reconozcámoslo, le resta categoría y gallardía al portador.

En el capítulo de quienes omiten o esconden ese apellido mal visto o mal considerado por sus portadores, es harto difícil saberlo, pues nos hemos acostumbrado a la forma habitual y pública con la que les conocemos y, por lo tanto, ignoramos si entre su nombre de pila y su apellido de uso común existe algo entremedias. Pero de haberlos, hailos. Ahora mismo, se me ocurre el caso especial de José Luis Rodríguez Zapatero, a quien todo el mundo se refería como Zapatero a secas, o con el acrónimo ZP. O bien el conocido periodista y presentador de La Sexta, Ferreras, Antonio Ferreras, o a lo sumo Antonio G. Ferreras quien, en realidad, se llama Antonio García Ferreras.

¿Todos los aquí mencionados ─y otros muchos en idéntica situación─, se avergüenzan realmente de su primer apellido? ¿Qué hay de malo en llamarse Pérez, como el ratoncito, o Jiménez, como Curro el bandolero? Supongo que algunos lo harán para distinguirse, dada su relevancia social, del resto de sus homónimos. Aunque, claro, siempre hay excepciones, y entre ellas tenemos al periodista deportivo José Mª García, que, por lo visto, nunca menospreció este apellido.

Hace muchos años conocí a un joven sueco que se cambió el orden de sus apellidos tras el divorcio de sus padres. Una forma, supongo, de desdeñar a su progenitor, a quien culpó de la ruptura, que adivino, traumática. Un cambio, hasta cierto punto, comprensible. Por aquel entonces esta práctica no era posible en nuestro país. Hoy sí.

Actualmente ya no es preceptivo que sea el apellido paterno el que figure en primer lugar en el registro civil de un recién nacido, y posteriormente se puede cambiar el orden, una vez alcanzada la mayoría de edad, siempre que se cumplan unos determinados supuestos y requisitos. Siendo así, no quiero imaginarme, pues, la impotencia de quienes han tenido la “mala fortuna” de apellidarse Martínez López, Gutiérrez García, Rodríquez Jiménez, etc., etc.

Quizá penséis que digo todo esto porque a mí no me afecta, pues López es mi segundo apellido. Es fácil ver los toros desde la barrera ─diréis─. ¿Qué pensaría al respecto de haber tenido mis apellidos en el orden inverso? Pues si mi padre, leridano, se hubiera llamado López y mi madre, murciana, Panadés (no sé si habrá algún Panadés en Murcia), os aseguro que los hubiera mantenido en ese orden, y a mucha honra.

Y es que creo, y que no se ofendan los aludidos, que el orgullo por ser lo que somos no es una cuestión de apellidos.