jueves, 24 de septiembre de 2020

Muerto el perro, se acabó la rabia

 


Mi reflexión de hoy peca de ingenua, como la mayoría de las que publico en este espacio, pero, muy a menudo, las preguntas más simples tienen las respuestas, si no las más difíciles, sí las más complejas.

Estamos mucho más acostumbrados a poner parches que a curar una herida de raíz. Lo de “más vale prevenir que curar” es un ideal casi utópico, visto lo visto.

¿Alguien consideraría técnicamente correcto ir apalancando, una y otra vez, un edificio que amenaza con desplomarse en lugar de derribarlo y construir uno nuevo? ¿Alguien aceptaría que un médico le recetara calmantes para un dolor cuyo origen no se ha estudiado? Los tratamientos, médicos o del tipo que sean, que solo tienen por objeto aliviar los síntomas sin atajar la causa que los producen, están condenados inevitablemente al fracaso y quien así procede es digno de ser considerado un patán, un ignorante o un irresponsable. Con ello solo se cronifica o se agrava el problema. Causa y efecto, acción y reacción son conceptos que la sociedad en general y los políticos en particular parecen ignorar.

La migración provocada por el hambre y el temor a la muerte, a causa de las guerras que siguen azotando nuestro planeta, ha llegado a un extremo casi incontrolable. Algunos Gobiernos y muchas ONG luchan por contener el desastre y aliviar el dolor, físico y moral, de miles y miles de refugiados hacinados en campos que recuerdan muchas veces a los de exterminio. Donaciones particulares e inversiones oficiales no logran contener tanta desgracia y los gobernantes de Europa intentan repartirse el pastel manchado de sangre y miseria que representan esas familias, o personas solas, que lo han perdido todo por el camino y que no tienen adónde ir. Mientras unos hablan de cupos y de porcentajes, otros se oponen a recibir a esa “gentuza” peligrosa que, según ellos, solo nos traerá problemas de convivencia, enfermedades y delincuencia. Pero todos parecen olvidarse de la causa, del origen de sus males, de lo que les ha obligado a huir de su país, de sus hogares en busca de una vida mínimamente mejor.

¿Por qué, en lugar de poner “parches” en los países de destino de esa pobre gente, que por el camino arriesgan sus vidas y se ponen en manos de traficantes sin escrúpulos a los que les entregan todo el dinero de que disponen, no taponan la hemorragia de fugas sin descanso en sus países de origen?

Si no hubieran guerras ni torturas que expulsaran a los ciudadanos de esos países, si no hubiera hambre ni explotación, nadie se vería en la necesidad de cruzar un mar en patera o caminar con lo puesto miles de kilómetros, atravesando lugares tan inhóspitos y peligrosos como de los que huyen, para ir a parar a manos de gentes que los rechazan o, en el mejor de los casos, los mantienen encerrados hasta que no encuentren un lugar de acogida, como los perros abandonados en una perrera esperando que una familia los adopte antes de ser sacrificados.

Si el dinero invertido en acoger a estos refugiados se invirtiera en obligar, aunque fuera por la fuerza, a esos Gobiernos que ponen a sus ciudadanos en la tesitura de elegir entre morir bajo los cascotes o ahogados en busca de una nueva vida, esos éxodos masivos no tendrían lugar. Si la comunidad internacional penalizara de forma contundente a esos dirigentes que valoran la vida de sus súbditos menos que la de un perro, si se les obligara a cargar con el coste que representa acoger a tantos y tantos hombres, mujeres y niños abandonados a su suerte, quizá se lo pensarían dos veces. ¿Por qué tenemos que pagar los platos rotos por otros? ¿Acaso no tenemos suficientes conciudadanos que alimentar y que cobijar de nuestro país, —según el INE, antes de la pandemia había en España 2,2 millones de personas en situación de extrema pobreza— que, por humanidad, tenemos además que hacernos cargo de las decenas de miles de inmigrantes que llegan a España por tierra y por mar cada año?

Debemos ser solidarios, por supuesto. Esa pobre gente no tiene la culpa de la indiferencia y maldad de sus gobernantes. Son el efecto de una causa, son la reacción a una mala acción, son el perro afectado por la rabia del que todos huyen. Hay que acabar con la causa, con la acción, con la rabia representada por esos Gobiernos que, con su actuación perversa, arrojan a sus ciudadanos a la muerte o a la misera, provocando así una gravísima crisis humanitaria.

Cuando la Comunidad Internacional, representada por las Naciones Unidas, es incapaz de pararles los pies a los verdaderos culpables, es que algo está podrido en nuestro planeta, y no tiene nada que ver con el cambio climático, sino con la hipocresía de esas naciones que de unidas no tienen nada.

Ilustración: Campo de refugiados de Moria, Lesbos, antes de ser incendiado hace dos semanas

jueves, 17 de septiembre de 2020

¿Desinformación o tomadura de pelo?

 

Muchas veces resulta muy difícil elegir entre varias opciones aparentemente igual de atractivas. Para decidirnos necesitamos disponer de la suficiente información para no errar y evitar hallarnos, luego, ante un estrepitoso fracaso. ¿Qué Compañía de telefonía contratar? ¿A qué plataforma de entretenimiento suscribirnos? ¿Qué marca y modelo de televisor comprar? ¿Qué marca y modelo de coche adquirir? ¿Qué frigorífico? ¿Qué secadora? Y, así, un largo etcétera.

Muchas veces, también, ante la duda nos valemos de la opinión de un amigo o familiar, pero ello no es garantía de acierto. Cada cual tiene sus gustos, sus preferencias y cuenta lo que quiere contar. ¿Existe, pues, una voz lo suficientemente neutral, juiciosa y experta que nos pueda sacar de ese mar de dudas? En mi opinión, decididamente no.

Al margen de que las modas y los conocimientos varíen o evolucionen con el tiempo, hay un denominador común y universal en las opiniones de los aparentes expertos que no cambia nunca: el interés comercial. Te endosan lo que les interesa.

Hasta no hace muchos años, esos “expertos” decían que, si querías un coche a prueba de bomba, algo más caro pero cuya inversión amortizarías rápidamente con el ahorro en combustible y con su larga vida útil, tenías que comprar un vehículo diésel. Luego, con el aumento del precio del gasoil ese ahorro ya no lo era tanto, las reparaciones resultaban económicamente más costosas y el brío del motor era menor, por no hablar del ruido al ralentí. Pero eso eran minucias. Los automóviles se han hecho cada vez más sofisticados y el motor diésel es más eficiente y más silencioso. Con el turbodiésel ya ni os cuento. El coche tira prácticamente igual que uno de gasolina. Pero el gasoil —se decía— contamina mucho más, solo hay que ver el humo negro que sale del tubo de escape de los autobuses urbanos. Entonces empezó el declive de este tipo de vehículos. Todo era negativo, hasta llegar al punto de anunciar su desaparición forzosa para luchar contra la contaminación ambiental. El parque de automóviles se tiene que ir renovando a favor de motores mucho más eficientes y menos contaminantes, con la mirada puesta en los vehículos híbridos y, todavía mejor, los eléctricos.

Un servidor, que hasta hace dos años había tenido cuatro coches con motor diésel de los que estuve muy satisfecho, decidí cambiar a un coche a gasolina y, según la marca elegida, con un motor nuevo y altamente eficiente, conocido como TFSI, un nuevo sistema de turbo-inyección estratificada (¿?) que otorga al motor más potencia con un menor consumo y menos emisiones contaminantes, dotado, además, de un sistema “cylinder on demand”, que hace que el vehículo, al alcanzar una velocidad de crucero, solo utilice cuatro de los ocho cilindros de que dispone, con lo cual se ahorra combustible. Todo muy bonito, ¿verdad?, pero tan bonito como falso, o en todo caso inexacto. Mi nuevo vehículo es algo más silencioso, pero consume más que los anteriores de gasoil. Además, los estudios más recientes sobre el tema indican que los motores a gasolina emiten más CO2 (14%) que los motores diésel (12%). En cuanto a los óxidos de nitrógeno, los gases más nocivos, resulta que también se producen en los nuevos de gasolina “que usan una mezcla estratificada”, es decir, la tecnología FSI. O sea, que el cambio ha sido como el “chocolate del loro”.

Siempre que uno compra un coche nuevo está comprando lo mejor del mercado, según el vendedor, pero cuando deseas venderlo, aunque esté en muy buenas condiciones, es la peor marca, el modelo menos atractivo, que no tiene salida en el mercado de segunda mano.

¿Cuándo dejarán de tomarnos el pelo? Me temo que lo mismo ocurrirá con los coches eléctricos. Dicen que son limpios, pero también emiten CO2 y la fabricación de sus enormes baterías es altamente contaminante, por no hablar de su deshecho. Ahora se habla de reciclarlas, pero no podrán reciclarse indefinidamente. ¿Acabaremos montando cementerios de baterías? El tiempo lo dirá. De momento nos cantan sus ventajas. Trescientos o más kilómetros de autonomía. Pero ¿cuántos puntos de carga existen en todo el territorio español? Y ¿cuánto tiempo debemos dejar el vehículo en situación de carga antes de volvernos a incorporar a la carretera? Ahora solo necesitamos unos pocos minutos para llenar el depósito de carburante. ¿Es realmente práctico tener que esperar media hora a pie de carretera? Y esto con el sistema de carga rápido, que seguro que es menos eficiente. ¿Cuántas viviendas disponen de un sistema de carga eléctrico para los automóviles de sus inquilinos? Esto es como impulsar el uso del transporte público, intentando convencer al ciudadano que deje el coche en casa, pero sin ampliar el número de autobuses o de trenes. ¿Quién es el primero en dar el paso?

Pero me he centrado en el caso de los automóviles, cuando algo muy parecido ocurre con muchos otros artículos de consumo.

Vas a un centro comercial para ver qué televisor te conviene. Tienes claro que lo quieres de x pulgadas y de una gran calidad de imagen y sonido. Y te encuentras con un abanico de precios increíble, desde los trecientos a los más de mil euros y todos son buenas marcas. Aparentemente son iguales. Los ves encendidos y la calidad de la imagen y del sonido es aparentemente igual. Incluso la misma marca ofrece modelos que no distinguiríamos si no viéramos junto a ellos su precio. ¿La diferencia? Sus prestaciones, te dicen. Unos son más inteligentes que otros. Unos acatan nuestras órdenes con la voz. Otros permiten acceder a “Prime video” o a Netflix directamente, pues el acceso ya está disponible en el mando a distancia. Solo tienes que abonarte a esas plataformas, claro está. Si hablamos de smartphones, lo mismo. La cámara fotográfica ahora lo es todo. Cuantos más píxeles mejor. ¿Pero esas diferencias justifican la enorme disparidad de precios? De acuerdo, se han convertido en pequeños ordenadores. Pero ¿no nos estarán tomando el pelo, aprovechándose de un cierto esnobismo por nuestra parte? «Es que tengo un televisor de 50’’, de 8K y con full screen matchline multichannel watch system» (me lo acabo de inventar, pero igual existe). O es un Ipod, Ipad, Iphone de última generación (ya no sé por qué número van). Y con los ordenadores personales lo mismo de lo mismo. Uno cuesta poco más de trecientos euros y otros casi mil. Y yo diría que hacen lo mismo. «Hombre, no compare, la tarjeta gráfica y la de sonido no tienen nada que ver entre este y aquel». Algo de cierto habrá, sin duda, pero no creo que haya tanta diferencia. Muchas veces, por no decir todas, se paga la marca, y las marcas blancas todavía están mal vistas y, la verdad, yo no acabo de fiarme de ellas según el producto de que se trate.

Y tampoco acabo de fiarme de los comerciales. ¿Saben realmente tanto como dicen? ¿Se mueven a favor del interés del cliente o solo por su propio interés, en caso de que se lleve una comisión de cada venta? ¿Pero de quién nos tenemos que fiar cuando desconocemos las ventajas y las prestaciones de un pequeño o gran electrodoméstico? ¿Debemos creer que cuanto más caro más bueno? En estos casos suelo hacer como cuando pido varios presupuestos para un trabajo, por ejemplo, de reformas del hogar. No me quedo ni con el más caro ni con el más barato. Pienso que la empresa que me ofrece el presupuesto más alto se quiere aprovechar de mí y la que me ofrece el más bajo acabará haciendo una chapuza.

Esto es lo malo de estar desinformado, que eres un blanco perfecto para que te tomen el pelo. No es lo mismo comprarte algo que cuesta cincuenta euros que mil. ¿Qué hacer ante la duda? Lo más prudente sería esperar a que un conocido dé el primer paso y ver qué ocurre, pero ello no siempre es posible y, además, hay gente que miente muy bien, que nunca reconocerá que se ha equivocado, que ha metido la pata, que le han tomado el pelo, que ha comprado un churro. Antes muertos que fracasados.

Decididamente, estamos solos ante el peligro. No nos queda otra que arriesgarnos y luego, si lo que nos han vendido no cumple nuestras expectativas, reclamar. ¿Reclamar? Pero ¿qué digo? Santa Rita, Rita, Rita, lo que se compra no se devuelve.

 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Lecturas de verano

 


Durante estas vacaciones de agosto, las más extrañas que jamás haya vivido, dadas las circunstancias que nos han rodeado y siguen rodeando, he dedicado más tiempo a la lectura que en anteriores ocasiones, pues las actividades al aire libre se han visto notablemente restringidas.

Nunca he dedicado este espacio a hablar de libros. Esta es, pues, una primicia, pero no le voy a dedicar ni unas pocas líneas a hacer una reseña de mis lecturas, pues es algo que sé que no se me daría bien.

El motivo de esta entrada es más bien lanzar al aire una reflexión, o seria más oportuno llamarla disquisición, sobre la fragilidad de la calidad literaria de algunos autores de fama reconocida.

No es la primera vez que un autor a quien admiro y del que he disfrutado de varias de sus novelas, de pronto me defrauda estrepitosamente. ¿Ha dejado de escribir tan bien como antes o acaso soy yo quien ha perdido el gusto por lo bueno y ya no sé reconocer su talento?

Entiendo que la calidad no es algo inmutable. No todas las obras de un mismo artista son igualmente buenas. Las hay mejores y peores. Lo mismo puede salir mejor unas veces que otras, aun usando los mismos ingredientes y la misma técnica. Si encima se trata de obras distintas, es normal que una pueda ser de gran calidad y otra no tanto. Pero la calidad narrativa de un autor consagrado creo que debería ser inalterable. El fondo —el argumento de la obra— será más o menos interesante u original, pero la forma —el estilo narrativo— debería ser constante. O al menso eso creía.

Desde finales de julio hasta finales de agosto de este año, he leído cuatro novelas, a saber: “La Madre de Frankenstein”, la última publicación de Almudena Grandes, “Seguiré tus pasos”, de Care Santos, “Mujeres que no perdonan”, de Camilla Läckberg, y “El enigma de la habitación 622”, de Jöel Dicker.

De Almudena Grandes solo había leído “Besos en el pan”, que no me gustó, y unos pocos capítulos de “Los pacientes del doctor García”, que acabé aparcando porque se me hacía una bola difícil de digerir, como los niños que no acaban de tragarse el pedazo de carne porque les resulta dura de masticar. Pero una vez leída su última novela, que me ha entusiasmado, le estoy dando una segunda oportunidad —o me la estoy dando yo— al doctor García y a sus pacientes, a ver si ahora descubro su mérito. Hay que decir, también, que en ello influye mucho el estado de ánimo en que se encuentra el lector en un momento determinado. A veces ocurre que películas que en su primer visionado nos han dejado imperturbables, en la segunda ocasión nos han entusiasmado.

De Care Santos he leído prácticamente todas sus novelas. Es una autora que me gusta mucho y, excepto su penúltima obra, “Todo el bien y todo el mal”, que me resultó insulsa, el resto de sus novelas me han encantado. “Seguiré tus pasos”, su último libro publicado, cuyo argumento está conectado con la anterior, me ha gustado más, pero aun así no ha cubierto mis expectativas. Me ha entretenido y punto.

De la autora sueca Camila Läkberg había leído seis novelas, todas ellas del género policíaco que, sin llegar a la altura de mi admirado Henning Mankell, siempre me parecieron de un notable interés y de calidad. En esta ocasión, sin embargo, mi extrañeza ante una obra tan pobre y sosa ha sido monumental. “Mujeres que no perdonan” —el titulo ya no prometía mucho, pero siendo una traducción (vete tú a saber qué significa exactamente Kvinnor utan nad), nada hacía sospechar el bodrio que había detrás de ese título más propio de una novela de Corín Tellado— es la historia de tres mujeres que quieren acabar con la vida de sus respectivos maridos por distintos motivos. Un poco más y acaban con la mía. Parecía que estaba leyendo una novela por entregas de los años cincuenta.

Y finalmente, el joven, guapo y exitoso escritor suizo, Jöel Dicker, nos sorprende con su nuevo best seller, “El enigma de la habitación 622”. A mí lo que me ha sorprendido es que un escritor que me mantuvo enganchado en sus tres obras anteriores —sobre todo la primera, “La verdad sobre el caso Harry Quebert”— me haya hastiado tanto con un relato que, queriendo seguir el estilo críptico de “La desaparición de Stephanie Mailer”, ha hecho de esta un serial de lo más engorroso, con —para mi gusto— excesivos saltos cronológicos —diez días antes de, quince años antes de, un año antes de, unas horas antes de, tres años después de, y así para delante y para atrás mareando la perdiz— que lo único que ha logrado ha sido irritarme porque da la impresión de que juega con el lector posponiendo una y otra vez el meollo de la cuestión a lo largo de más de 600 páginas. Y por si eso fuera poco, las escenas “románticas” —que son muchas, pues hay toda una tremenda historia de amor como telón de fondo— me han resultado tan almibaradas que parecía que estaba leyendo una novela de amor de los años de la posguerra.

Vuelvo, pues, a mi pregunta y planteamiento: ¿Cómo alguien que nos ha complacido tanto con sus novelas, de pronto nos decepciona de tal modo? A veces me siento tentado de volver a leer obras que en su día me fascinaron para ver si siguen pareciéndome igual de buenas.

¿Qué les ocurre a los escritores célebres —incluyo en la lista a Isabel Allende, quien también me decepcionó mucho con El juego de Riper— que de escribir una maravillosa historia saltan de repente a algo intrascendente e insustancial? ¿Acaso, faltos de ideas y presionados por su editorial se atreven a escribir lo primero que se les pasa por la cabeza?

El Marketing nos engaña ensalzando la última obra de tal o cual autor y luego resulta un bluf. Como no podemos fiarnos de la sinopsis, no hay forma de saber si una novela nos gustará a menos que la probemos, como quien prueba un cocido en invierno o un gazpacho en verano. Por otra parte, la opinión ajena tampoco es una garantía total, a menos que quien nos la da sea un lector o lectora con quien tenemos gustos muy afines. Aun así, uno se puede estrellar contra un muro de hormigón que al otro, u otra, le ha parecido un colchón de plumas.

Así pues, me pregunto quién es más voluble literariamente hablando, ¿los lectores o los autores?