domingo, 22 de marzo de 2020

Esto está que arde



Hoy, por primera vez en mi vida bloguera he improvisado mi entrada y la publico al poco de haber terminado de escribirla. Si no, reviento.

El motivo es que es mi cerebro está que arde, a punto de explotar, como una olla a presión. Supongo que, en parte, se debe al maldito “virus chino”, como lo ha bautizado el impresentable de Trump. A ese, el coronavirus ni se le acerca por miedo a morir por culpa de su estupidez (la de Trump, me refiero).

El pasado viernes por la tarde, paseando a mi perro por la zona ajardinada que hay en los aledaños de casa —que estaba, lógicamente, mucho más solitaria que de costumbre, solo frecuentada por perros y sus amos, o viceversa—, sentí el golpe de la dura realidad que estamos viviendo. Porque una cosa es ver una guerra por televisión y desde el sillón de tu casa y otra en el campo de batalla. Y es que, en un momento dado, quedé completamente a solas. Silencio total. El cielo estaba encapotado con nubes que parecían amenazar lluvia. Una leve brisa mecía las incipientes hojas de los altos chopos circundantes. No se oía ni un solo pájaro. Parecía esa escena cinematográfica en la que el protagonista presiente que algo malo va a suceder de un momento a otro. Y de pronto, a lo lejos, oí una voz, seguramente grabada y procedente de un coche patrulla, advirtiendo a los ciudadanos que se mantuvieran a buen recaudo en sus casas y que no salieran. Eso sí que tenía pinta de película de terror o de ciencia-ficción. Parecía que nos conminaban a acudir a los refugios ante un inminente ataque nuclear o extraterrestre. Como Pelut, mi perro, ya había hecho, por fortuna, sus necesidades, no perdí más tiempo y al pobre casi lo arrastré camino de casa, ante su mirada de incomprensión.

Sabiendo, como sé, lo que está ocurriendo y el riesgo que corremos, sentí, por unos momentos, un miedo irracional que me empujaba a ponerme a buen recaudo. Pero cuando me recluí en mi refugio hogareño, huyendo de ese enemigo maligno y silente buscando el sosiego, volvió a aparecer otro tanto o más pertinaz: la información a través de las cadenas de televisión y las redes sociales, que están afectando mi estado de humor y mis tranquilas rutinas de siempre.

En este aspecto, a todos nos ha cambiado la vida esta maldita pandemia. Pero la pandemia mediática también hace de las suyas, física y anímicamente, no dejándome en paz ni un solo momento y ante la cual me veo incapaz de protegerme. Las noticias por televisión, lejos de tranquilizarme, me alarman, al ver las divergencias entre lo que nuestros mandatarios dicen y las imágenes que las propias cadenas nos ofrecen de las calles, carreteras y hospitales; los dimes y diretes que corren como galgos por las redes sociales y que uno no puede eludir por si acaso; informaciones catastróficas y apocalípticas de alguien que dice ser un pariente de un amigo que dice haber visto u oído…; las noticias e imágenes más que preocupantes que comparten nuestros “amigos” de Facebook; las opiniones de visionarios que nos previenen de un horrible final o nos informan, porque lo saben de buena tinta, que todo ha sido y es un complot perfectamente orquestado por unos pocos, etcétera, etcétera, etcétera. Vamos, que somos unos pardillos y hemos caído de pies y de cabeza en la trampa.

Incluso una de mis mayores aficiones se ha visto afectada: la escritura. Pero no es que me hayan desaparecido las ganas de escribir, de lo contrario no lo estaría haciendo ahora mismo ni mantendría al día mis blogs. El problema, si así puede llamarse, es que, si la atención mediática a la que me he referido ya me está ocupando más del doble del tiempo que venía ocupándome, hay que sumarle ahora el que debo dedicar a la lectura de mis blogs amigos y conocidos. Al parecer, quienes habitualmente publicaban de uvas a peras o, como máximo, una vez al mes o cada quince días, ahora son mucho más prolíficos; y uno, que es cumplidor, los lee todos hasta que la vista o el cansancio dice basta, porque a veces ya no doy más de mí después de tres horas sin descanso. Y eso me estresa, pues no me permite dedicar el tiempo que quisiera a escribir mis propios relatos para el concurso tal y cual, para el taller de escritura quincenal, para... Y cuando por fin estoy sumergido de lleno en la escritura mi nueva entrada, sin pensar en nada más que en lo que tengo en pantalla, salta la voz de mi mujer desde la lejanía reclamándome: «Pero ¿vienes o no vienes a comer?»

Ayer decidí confesárselo a mi terapeuta.

— Esto se ha convertido en un sinvivir, doctor. ¿Qué puedo hacer?
—Pues relájese y salga a pasear. ¿Tiene perro?
—¡Será cabrito! Uy, perdón, se me ha escapado, disculpe —y le colgué el teléfono, porque había tenido que anular la visita por culpa de la cuarentena.


domingo, 15 de marzo de 2020

Responsabilidad, por favor



Si la entrada anterior la titulé “Respeto, por favor”, a la de hoy le añado otra virtud bastante escasa, por desgracia: la responsabilidad. Así pues, en realidad debería haberla titulado “Respeto y responsabilidad”, aunque recuerde a la famosa novela de Jane Austen “Sentido y sensibilidad”. Y es que, aunque tomándolo por los pelos, algo en común contiene con respecto a mi entrada, pues esta obra (que no he leído, pero he visto en el cine) analiza y reflexiona en cierto modo sobre el comportamiento humano. Solo que mi objetivo es mucho más humilde y muchísimo menos literario y culto, a años luz de la categoría de esa gran escritora británica.

Creo que ya intuís por dónde van los tiros. Como enemigo indomable de la irresponsabilidad humana, no he podido obviar, en esta ocasión, tratar sobre la irresponsabilidad de muchos (o bastantes) de nuestros conciudadanos ante una situación tan alarmante como es la pandemia por coronavirus.

¿Qué puedo decir que no se haya dicho ya? No me gusta ser redundante y repetir lo que otros y otras ya han expresado antes que yo con más acierto. Pero es que, después de tantos días recibiendo de quienes realmente saben un aluvión de información sobre qué es, cómo se comporta el coronavirus y de su peligro en el ser humano, y de multitud de consejos sobre cómo actuar para prevenir la infección, e incluso después de haberse decretado el Estado de Alarma Nacional, me resulta increíble el comportamiento de una parte de la población.

Por lo tanto, no voy a tratar de enmendar la plana —¿qué autoridad puede tener este pobre iluso ante la multitud de personas que hacen lo que les da la realísima gana?— a esa caterva de impresentables que solo piensan en llenar su ya bien pertrechada reserva de productos alimenticios y de consumo a expensas de dejar sin ellos a quienes pueden necesitarlo mucho más. Lo que más me intriga —y eso que no es la primera vez que compruebo hasta dónde puede llegar la ignorancia, el egoísmo y la histeria colectiva— es por qué, habiendo recibido tantos y tantos mensajes de cautela, prevención y de responsabilidad, todavía hay tanta gente que se comporta de un modo tan incivilizado y absurdo. He llegado a reconsiderar lo que siempre había creído: que quienes así se comportan pertenecen a un estrato social y, por lo tanto, cultural, bajo. Ya sé que es una opinión clasista: los más humildes económicamente son asimismo, y por desgracia, los más incultos, y esa incultura les hace comportarse de ese modo. Ahora resulta que esto solo es cierto en parte, pues estamos viendo como en los estratos más elevados de nuestra sociedad también se están dando muestras de irresponsabilidad. ¿Quiénes son los que han huido como ratas de su residencia habitual hacia zonas alejadas de veraneo y/o su segunda residencia? Evidentemente los que tienen recursos y dinero suficiente. Entonces ¿quiénes son los más ignorantes y egoístas? ¿Acaso todavía no se han enterado de que, aunque no muestren ningún síntoma, pueden estar ya infectados, y que con esa actitud pueden contagiar a ciudadanos de las poblaciones a las que acuden para pasar una especie de pequeñas vacaciones, pensando que estarán a buen recaudo? ¿O no saben que pueden ser ellos los que se infecten al contagiarse de los residentes en esas zonas? Incluso un ex presidente del Gobierno de España y su señora han sido pillados, con sus escoltas, en esa transgresión. ¡Vergüenza!

Podría también criticar la falta de dinamismo y previsión de nuestras autoridades políticas, que no las sanitarias que ya venían anunciando el peligro y pidiendo medidas preventivas tanto materiales como humanas. ¿Y cuál fue la actitud de los políticos ante la previsión de una pandemia? La típica: «Tranquilos, que estamos lo suficientemente bien preparados para atajarla. Nuestra Sanidad es una de las mejores del mundo», y bla, bla, bla.  Palabras. Que nuestra Sanidad es una de las mejores no lo pongo en duda y que nuestros profesionales sanitaros son de lo mejor, tampoco, pero si no se dispone de los recursos necesarios y suficientes es como sacar agua de un pozo con un cuenco agujereado. Por lo menos, en esta ocasión, se les reconoce el mérito de su actuación y dedicación, y no lo que suele pasar en situaciones parecidas: que las medallas se las ponen los políticos y los médicos y personal sanitario que ha dado el callo quedan entre bastidores y a lo sumo reciben una palmadita en la espalda.

No quiero ni debo alargarme más, pues es llover sobre mojado. Y si lo que se ha hecho mal, hecho está, todavía hay tiempo para rectificar. Cuando veo el comportamiento que tuvieron los ciudadanos en China y el que tiene lugar en nuestro país —y perdonarme por lo que voy a decir— me planteo si ante una situación tan alarmante como esta y la conducta tan irresponsable de algunos, no deberíamos actuar con mano de hierro, estableciendo una “dictadura sanitaria” por el bien de todos. Hay que anteponer el bien de la comunidad al personal. Hay que sacrificarse por el bien de todos, pero parece que en nuestra cultura latina esto todavía no lo tenemos muy asumido. Nuestros vecinos italianos nos están dando ejemplo. ¿Será porque sus autoridades se han puesto las pilas de la mano dura o bien porque el miedo ha vencido al libre albedrío?

Y ya para finalizar, solo añadir que —ojalá me equivoque— las medidas que ha decidido adoptar nuestro Gobierno no parece que vayan, ni de lejos, por ese camino. Por lo tanto, no podemos ser muy optimistas pensando que esto pasará en unas cuantas semanas, como algunos han dado a entender.



sábado, 7 de marzo de 2020

Respeto, por favor



Aunque lo fui hace muchos años, ahora me declaro no creyente —suena mejor que ateo—. De niño, en mi época de catequesis, cuando me enseñaron los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, ya me di cuenta que el más difícil de cumplir, aparte del sexto —para los que no lo recuerden se refiere a los actos impuros, aunque solo sean de pensamiento—, era el que se citaba por aquel entonces como conclusión y venía a decir algo así: «Estos mandamientos se resumen en dos: Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo». Y ahí estaba, y sigue estando, el gran escollo para el ser humano: amar al prójimo. Vale, lo podemos cambiar por respetar a los demás como nos respetamos a nosotros mismos, de lo cual también se deriva aquello de no querer para los demás lo que no quieras para ti. Pues bien, siempre he pensado, tanto a los nueve como a los sesenta y nueve años, cuán difícil es cumplir con ese precepto, que no solo es religioso sino también laico, civil o social, como se prefiera.

Quizá será por mi educación judeo-cristiana, que ha quedado un poso en mi mente y carácter que me hace incapaz de burlarme de las creencias religiosas ajenas, por absurdas que me puedan parecer. Una cosa distinta es la superstición y las prácticas y tradiciones pseudo religiosas que para mí son más propias de pueblos primitivos. Aunque no hagan daño a nadie, me desagrada ver esas manifestaciones folclóricas de gente que solo pisa una iglesia en bautizos, comuniones, bodas y entierros y que se lanzan a la histeria colectiva durante una romería o una procesión. Pero este tema ya lo traté en mi entrada del uno de diciembre de 2017 titulada “Fe, fanatismo o superstición” VER AQUÍ

Lo que hoy vengo a comentar es la actitud burlesca u ofensiva en contra de las creencias no compartidas, del tipo que sean, en una sociedad que se dice abierta, plural y democrática. Soy muy crítico con las conductas inadecuadas e inmorales de los representantes de determinadas comunidades religiosas. Siempre he creído que hay que practicar con el ejemplo, y quienes no siguen ni respetan sus propias normas no deben formar parte de ninguna congregación, orden o comunidad del signo que sea. Pero también lo soy ante expresiones que asimismo considero inadecuadas por parte de los sempiternos enemigos de la Iglesia y de los creyentes de buena fe.

Defiendo sin lugar a dudas la libertad de expresión y creo que todos tenemos derecho a expresar nuestra opinión siempre que se haga respetuosamente y no a costa de herir las susceptibilidades de personas que no comparten la misma creencia o ideología. Pongo por ejemplo el caso reciente de Willy Toledo, que fue acusado y juzgado por un delito de blasfemia al cagarse en Dios, en la Virgen y en todo lo que se menea (no es textual pero casi). Esas palabras me producen rechazo y las considero muy desafortunadas e impropias de una persona inteligente, del mismo modo que me duele cuando alguien hace mofa de una imagen de Jesucristo o se burla de la Santísima Trinidad. A uno le pueden parecer cosas dignas de chanza, pero no me parece correcto que ese escarnio se haga públicamente. De todos modos, aunque esos comportamientos me parezcan de muy mal gusto, también creo que no merecen ser llevados ante un tribunal, ni eclesiástico —faltaría más— ni civil. Pero sí creo que deberían ser públicamente censurados para evitar que nuestros hijos y nietos lo vean como algo natural y gracioso.

Pienso exactamente igual cuando la burla se dirige a otras religiones, como la musulmana. Y abomino de las reacciones brutales de los integristas islámicos cuando se sienten ofendidos. Tenemos los ejemplos de Salman Rushdie, a cuya cabeza pusieron precio por la publicación de sus Versos Satánicos, y el del atentado perpetrado contra el semanario francés Charlie Ebdo, que se llevó por delante la vida de doce personas. En ambos casos su pecado fue haberse burlado del profeta Mahoma.

Una vez declarado mi rechazo absoluto contra esas reacciones fanáticas y criminales, quisiera ahondar en el hecho, para mí cuanto menos irresponsable, de haber puesto el dedo en una llaga que se sabe muy dolorosa para quien profesa esa religión. Es como poner la cabeza en la boca de un león para demostrar que no le tenemos miedo. Si luego ese despiadado carnívoro se zampa al aspirante a héroe, nadie podrá quejarse.

Y es que una cosa es la libertad de expresión y otra muy distinta es la burla hecha a propósito. No estoy diciendo con ello que no podamos abrir la boca para no ofender, pero si sospechamos que nuestras palabras le van a doler, y mucho, a quien tenemos delante y que este va a reaccionar de una forma extraordinariamente agresiva, creo que prima la prudencia. Si sé que para los musulmanes la figura de Mahoma es intocable, debemos respetarlo. Y conociendo cómo las gastan los integristas, ¿a quién se le ocurre caricaturizar a su venerado profeta? Y si aun así lo hacen, deberán asumir las consecuencias, por brutales e injustas que sean. Que quede claro que lamenté, y sigo lamentando profundamente, la tragedia a la que eso dio lugar. Faltaría más. Y seguramente pagaron los que menos responsabilidad tuvieron en el asunto.

Si en la cristiandad no se andaban con chiquitas a la hora de cargarse, de la forma más brutal, a los infieles, las Iglesias cristianas actuales han aprendido a tragarse las burlas de los anticlericales con bastante resignación. Por lo menos la ofensa no los lleva a actuar de esa forma tan desmedida. Algo es algo.

Yo soy el primero en criticar a la Iglesia Católica por su todavía anclaje en el pasado (el celibato, el papel de la mujer, etc.) y por otras muchas actitudes que no casan con la base del cristianismo puro, pero me guardaría mucho de hacer burla del Papa publicando dibujos grotescos mostrándolo en actitudes bochornosas, como creo recordar que se ha hecho en alguna ocasión. Y cuando veo esas formas de expresión, me duele, porque considero que nadie debe ser denigrado públicamente por ser quien es o por pensar cómo piensa.

Me considero una persona con mucho sentido del humor y me divierten las sátiras y las parodias de personajes famosos. Una caricatura no deja de ser más que eso y muchos son los que se someten a ella en la calle voluntariamente a manos de un dibujante. Quien no acepta verse parodiado (por su forma de hablar, de gesticular, por sus tics, etc.) entiendo no lo vea con agrado, pero no debería sentirse ofendido por ello si no hay voluntad de ofender. En cambio, si se burlan de su calvicie, de su estatura o de un defecto físico, eso sí es humillante. Y es que muchas veces hay una línea muy fina que separa la crítica cruel y la libertad de expresión. En caso de duda, yo recomendaría algo que está en desuso y se desconoce en la práctica: la empatía, saber ponerse en el lugar del otro, pensar qué sentirías tú si alguien te hiciera lo mismo.

Y en el mundo de la política eso debería ser un principio irrenunciable. Porque una cosa es la discusión acalorada, una sesión “bronca” en el Congreso, y otra muy distinta, y muy desagradable, el insulto, la calumnia, faltar al respeto y al honor del contrincante. Se puede criticar y denotar la mayor de las discrepancias sin necesidad de recurrir al agravio feroz. Lo único, para mí, digno de ataque sin tapujos —y aun así manteniendo la compostura dentro de lo posible— es la expresión de una ideología que atenta duramente contra la libertad de pensamiento y los derechos humanos en general.

Los tiempos han cambiado. Antes utilizábamos habitualmente expresiones malsonantes con toda naturalidad y no necesariamente con malicia (mira cómo vas, si pareces un gitano; qué dices, no seas subnormal; ¿serás maricón?, y un largo etcétera) que hoy son reprobables, aunque a veces, en mi opinión, con excesiva dureza, por lo que tenemos que ir con mucho tiento para no ofender. Yo mismo recuerdo haber contado un chiste entre amigos que le sentó muy mal a una compañera. Desde entonces, voy con pies de plomo y me lo pienso dos veces antes de abrir la boca. Pero, por otra parte, la libertad de la que gozamos con la democracia nos lleva a menudo a pasarnos tres pueblos. Hay, por ejemplo, portadas de una revista satírica muy conocida que, aunque los personajes a los que caricaturiza no sean de mi agrado, considero que son muy desafortunadas e incluso desagradables a la vista.

Creo que seguimos teniendo un dilema a la hora de interpretar qué es y hasta dónde llega la libertad de expresión.

Estoy convencido de que, si todos nos comportáramos con respeto para con los demás, no solo seríamos mejores personas, sino que viviríamos en mayor armonía. Posiblemente sea una utopía. Aun así, respeto, por favor.