jueves, 26 de diciembre de 2013

Soy un ciudadano atípico




Para una persona como yo, educada en la más estricta observancia de las normas sociales de educación, convivencia y de respeto a los demás, y fiel seguidor de estas enseñanzas hasta la muerte, me irrita sobremanera ver cómo otros se las saltan a la torera, como si tuvieran una bula que les exonere de guardar el debido respeto a sus semejantes.


Hace ya muchos años, desde que era un crío, que sé que soy atípico, una persona rara, estadísticamente hablando, que no responde a lo que se espera de un ciudadano normal y el pasado sábado por la noche, como casi todos los sábados por la noche, ante la ya clásica y repetitiva prueba de ello, decidí que me explayaría contándolo aquí. El escenario: el cine.


¿Por qué en un cine? Pues porque es otro de los lugares o escenarios donde podemos encontrar unas de las muchas conductas que más me molestan y donde también pongo en práctica mis dotes de observación. Quizá soy un quisquilloso, pero no soporto a aquellos que no piensan en los demás y me temo que éstos conforman más de la mitad de la población de este país. Dentro de esa población “insocial” hay, a mi juicio, dos grupos: los gilipollas (que hacen lo que hacen sin pensar en los demás) y los cabrones (que lo hacen pensando en jorobar al prójimo). El resto de la población la forman los “buenos ciudadanos” que, a su vez, dividiría en dos grupos: los pasivos (que hacen las cosas bien sin pensar) y los activos, también llamados modélicos (que obran bien a propósito), que son una franca minoría. Entre los ciudadanos modélicos estarían los atípicos (que no dejan de tener algo de gilipollas) que, como yo, no sólo se esfuerzan en comportarse civilizadamente, sino que, además, se cabrean un montón al ver la conducta egoísta de los insociales ante la indiferencia de los demás.


En un cine hay una variada casuística de comportamientos insociales, afortunadamente de poca peligrosidad. Simplemente, son ciudadanos molestos, mayoritariamente gilipollas, con algún que otro cabrón suelto.


En primer lugar, están los que no saben lo que es la puntualidad, esos que entran en la sala cuando ya ha empezado la sesión, cuando ya está a oscuras y que no nos dejan ver tranquilamente la proyección mientras deambulan buscando sus asientos, porque ni siquiera se han molestado en ubicar sus asientos en la sala.

Aquí debo aclarar que voy a un cine de esos de última generación, en los que junto a la puerta de entrada de las salas hay un panel luminoso en el que, entre otras informaciones, hay una imagen en perspectiva de la sala en la se indica claramente la numeración de las filas y de las butacas y se pide a los señores clientes que localicen sus asientos antes de entrar para que sepan, de este modo, por qué pasillo deben acceder a sus localidades y no tener que cruzar las filas de derecha a izquierda o viceversa, molestando innecesariamente a los sufridos espectadores que llegaron antes que ellos.

A ver, a todos nos puede ocurrir algo inesperado que atente contra nuestra habitual puntualidad, que soy una persona razonable, dentro de lo que cabe, pero es que, a veces, esa impuntualidad es evitable y debida a que algunos prefieren perderse cinco y hasta diez minutos de la película y molestar a sus congéneres que sacrificar su enorme bote de crujientes palomitas y su medio litro de refresco. Que yo me pregunto ¿cómo pueden tener tanto apetito a las once menos cuarto de la noche para zamparse ese barril de palomitas si se supone que a esas horas un ciudadano corriente ha cenado, aunque sólo sea un bocata?

En segundo lugar están los ruidos que emiten esos devoradores de palomitas y bebedores de cola, ruidos de masticación, deglución y raspado que duran más de media película pues tamaño cargamento no se liquida en media hora. Y a raspado me refiero al que deben hacer cuando la munición ya está llegando a su fin y hay que escarbar para recoger lo que queda en el fondo del bote.

Soy tan raro en estas cosas, que hasta prefiero, miren por dónde, la época en que estaba prohibido entrar comida y bebida en los cines. ¿Acaso uno no puede aguantar dos horas sin comer o beber? ¡Y cómo dejan el suelo! Hecho un asco. Palomitas por doquier, hasta en el asiento, porque, claro, ¿cómo no van a derramar una parte del contenido con lo difícil que debe ser mantener en su lugar esa generosa montaña de palomitas en tan precario equilibrio junto al vaso gigante de bebida, el bolso de mano, la chaqueta y otros enseres personales? Un pequeño tropezón, un codazo involuntario, un acceso de tos o un simple estornudo ya es más que suficiente para que inunden el vestíbulo, el pasillo, las gradas, las filas y hasta el asiento con este material alimenticio. A veces, incluso algún pegajoso resto líquido hace las delicias de las suelas de nuestros zapatos.

“Es que, de este modo, la gente se siente como en casa y va al cine”. Si este es el argumento en el que se basa tal permisividad, puestos a permitir, quizá deberían ir pensando en dejar entrar a la gente en pijama, batín y pantuflas. Todo por el cliente, o por el dinero, si tenemos en cuenta que la recaudación por golosinas, comida y bebida es casi equiparable a la de las entradas. Que me pregunto si es cierto lo que se dice de que mucha gente ha dejado de ir al cine por culpa del precio de las entradas o porque lo que realmente les resultaba gravoso era la suma del coste del cine y de la consumición añadida y que como no saben ver una película sin echarse, entretanto, algo al coleto pues han preferido sacrificar el séptimo arte que esa gastronomía de andar por casa.

¿Y qué decir de los que no saben descifrar los números que figuran en sus entradas? Sí, esos que miran y miran el papelito y parece que no se aclararan, ni que fuera la primera vez que van al cine, buscando y buscando sus localidades entre la masa de espectadores. Incluso los hay peores, que no sé si ponerlos en el grupo de los gilipollas o de los cabrones, esos que se han sentado donde les ha venido en gana, a sabiendas de que son localidades numeradas y que en taquilla les han pedido su conformidad para otorgarles tal o cual asiento. ¿Atrás o delante? Centrado, si puede ser. Sí, en la fila 11 va bien. Para luego sentarse en la 9, eso sí bien centrados que ya que elegimos, elegimos bien.

Todo eso de puertas adentro, porque en la calle, frente a las taquillas, también los hay que van para nota. Los que se cuelan, al más puro estilo caradura, los que después de haber estado haciendo cola más de diez minutos, todavía no  han decidido qué película van a ver y hacen esperar a los demás, y los que no saben hacer cola, unos delante, otros detrás, en fila india, vamos. Toda una amalgama de comportamientos anómalos. A estos, desde que se pueden comprar las entradas por internet, ya los he perdido de vista afortunadamente.

Pero todo no acaba ahí. En el cine al que voy habitualmente, las salas tienen dos filas de asientos superconfortables y que son articulados, sillones motorizados reclinables que tanto me gustan porque, si la película es un rollo, se duerme de maravilla, casi tumbado. A cambio de tal confort, se supone que el usuario tiene que dejar el asiento como en el avión, el respaldo en posición vertical y el reposa-piernas plegado. Pues debe de haber quien considera que ya ha hecho suficiente esfuerzo para extenderlo como para luego dejarlo como estaba, pues te lo encuentras despatarrado, como si alguien se hubiera estrellado contra él desde lo más alto de la sala, que uno se pregunta cómo ha podido alguien salir del asiento en esa posición horizontal, casi en decúbito supino, si no es levitando. También puede ser que el último usuario haya aplicado ese aforismo de que hay que dejar las cosas tal como uno las ha encontrado y, por lo tanto, es tan indolente, ni más ni menos, como el que le ha precedido.

Y siguiendo con las faltas, otra de ellas es la de no guardar silencio, sobre todo desde que existen los teléfonos móviles, esos instrumentos que hay quien mantiene sin apagar por mucho que en la pantalla aparezca, de forma clara, concisa y educada, el ruego de no molestar al prójimo con ese politono tan gracioso que se han descargado en su ultramoderno y costoso aparato. El móvil, ese amigo inseparable, que tanta compañía hace a muchos y que está en vías de sustituir al mejor de los acompañantes, sea amigo, amiga, novio o novia, pues en lugar de charlar con ellos o ellas mientras no empieza la sesión, muchos se dedican a jugar con el dichoso aparatito, que lo he visto con mis propios ojos, a uno de esos jueguecitos que se han bajado, a conectarse con Facebook o a repasar el álbum de fotos.

No es extraño, pues, contemplar cómo casi la mitad de los espectadores tienen en sus manos y ante sus hipnotizados ojos, una pantallita iluminada donde unos globitos de colores caen o explotan, un come-cocos avanza implacablemente para devorar a su presa o donde una serie de imágenes mantienen al dueño del artilugio embobado que ni se entera de que la película está a punto de empezar y que todavía sigue en esta tesitura durante los primeros segundos de absoluta oscuridad.

Desde luego, esto último no convierte en fastidioso a quien practica esta actividad pues molestar, no molesta en demasía, pero sirva como ejemplo de una más de las conductas de quienes pasan olímpicamente de las normas y de los demás, de los que van a lo suyo y a quien no le guste que se aguante.

Aun así, con toda esa variopinta fauna de insociales, sigo yendo al cine casi todos los sábados por la noche, porque soy un cinéfilo redomado y porque, de paso, tengo ante mí este otro espectáculo que a veces catalogaría del género tragicómico y que, aunque me desagrada, me distrae y enriquece mi casuística personal sobre comportamientos insociables que hacen sentirme como un verdadero gilipollas. Y es que no puedo evitar ser raro, un ciudadano atípico.

sábado, 14 de diciembre de 2013

El turista accidental




Durante años tuve la suerte o la desgracia, según se mire y según quien lo mire, de viajar mucho por motivos laborales y no me refiero a los viajes semanales a la capital del Reino, algo consustancial a mi cargo, sino a los que debía hacer a la central de la multinacional de turno o a localidades donde tenía lugar un simposio, un congreso o donde alguien había decidido mantener un encuentro o una reunión de trabajo. Mis peores viajes han sido, por supuesto, los de larga duración, larga permanencia y en solitario, que no han sido pocos.


Terminales, salas de espera, taxis, habitaciones de hotel, restaurantes, paseos en solitario y una larga lista de lugares y situaciones tediosas, han sido mis fríos compañeros de fatiga durante muchos días, posiblemente años, de mi vida.

Mientras que mi familia y algún amigo ajeno al mundo del “turista accidental”, como siempre me ha gustado calificarlo, haciendo alusión al film protagonizado por William Hurt, decían envidiarme por la suerte de conocer otras ciudades y otras gentes, para mí esos viajes eran un verdadero coñazo y un martirio psicológico, no solamente por el esfuerzo de hablar y pensar, casi todo el tiempo en que mi cerebro estaba despierto, en inglés, sino por lo que considero más penoso, lo que llamaría la soledad del viajero.

Es cierto que gracias a esos viajes, he podido conocer lugares que, de otro modo, probablemente no hubiera conocido, pero la soledad que me embargaba en casi todos ellos no me permitía disfrutar de la ocasión. Recuerdo mis primeros viajes a Londres y mis largos paseos por sus calles, evocando a mi hija Anna de apenas un año de edad en cada uno de esos bebés que veía en brazos de otras mujeres jóvenes. Sentía tanta añoranza de mi familia como cuando de niño pasaba una noche fuera de casa.

Con el tiempo y el acostumbramiento del resignado viajante, me fui curtiendo en estas lides pero siempre, al volver a mi habitación tras una jornada de reuniones y comidas de trabajo, me sentía aislado y solo por muchas que fueran las estrellas y por mayúsculo que resultara el confort del establecimiento hotelero. Ni la lectura en la cama King size antes de acostarme ni el mejor licor del mini-bar tenían en mí el mismo efecto relajante que unos cojines en la nuca y un agua mineral bien fresca en casa. Incluso la televisión me resultaba tremendamente aburrida.

En muchas ocasiones, no teniendo a nadie mínimamente grato con quien compartir mesa y cháchara, me hacía servir mi frugal desayuno en la habitación. La ventaja: que podía fumar a mi antojo, sin tener que pedir la venia o buscar una zona de fumadores ni dar explicaciones a los anti-tabaco. La desventaja: aburrimiento y más soledad.

Cuántos kilómetros habré recorrido a pie por las calles de las principales capitales europeas y de algunas americanas sin nadie con quien hablar, con quien compartir el mínimo sentimiento, paseando y cenando solo, como un viejo huraño y antisocial. En esos viajes y en esas situaciones fue donde y cuando adquirí la (¿insana?) costumbre de hablar conmigo mismo.

Debo reconocer, sin embargo, que si no disfrutaba de ese tiempo libre como cualquier otro en mi lugar era por culpa de mi carácter. Era incapaz de olvidarme del motivo por el cual estaba allí, siempre en tensión, nunca relajado y cada vez que, a la vuelta, mi mujer me preguntaba si me había gustado lo que había visto, se exasperaba al ver mi frialdad al contestarle: “Bueno, sí, no está mal pero no hay para tanto” o “pues como lo que has visto en los documentales” y expresiones por el estilo. Y es que los ojos con los que miraba el paisaje rural y urbano, el entorno y todo el que me rodeaba, tenían un filtro que no me permitía ver con la misma claridad como lo haría un alegre y despreocupado turista y ese filtro lo formaban el hastío, la añoranza, la ansiedad y, algunas veces, hasta la angustia.

Anécdotas podría contarlas a cientos pero como casi siempre le ocurre a un perfeccionista y sufridor por naturaleza como yo, las que más perduran en la memoria son las negativas: retrasos y esperas desesperantes, pérdida de vuelos de conexión, pérdida del equipaje, personal de tierra y de vuelo inepto o reacio a echarte una mano y una larga lista de peripecias, infortunios y agravios.

Anécdotas aparte, muchas igualmente aplicables a los viajes de placer, lo más significativo de esas “experiencias viajeras” es que te enseñan a ir por el mundo de forma más segura, es decir, a saber desenvolverte con más eficiencia, afrontando los problemas con mayor decisión, siendo precavido, un poco desconfiado también, haciendo valer tus derechos (ya se sabe, la ley del más fuerte) y sabiendo planificar mejor las cosas para evitar contratiempos innecesarios.

Quizá para un perfeccionista y sufridor como yo –lo repetiría hasta la saciedad, pues ello me ha causado más disgustos que satisfacciones-, parezcan innecesarias tantas precauciones pero es que de los fracasos se extraen muchas más enseñanzas y se aprende mucho más sobre normas de conducta y hábitos que ayudan a evitar contrariedades y fracasos que de la teoría, y si no que se lo pregunten a mis ex secretarias a quienes atosigaba con una retahíla de indicaciones y advertencias para la reserva de vuelos y hoteles. Vamos, que yo también podría escribir un libro de consejos dirigidos al turista accidental.
 

martes, 10 de diciembre de 2013

Las amistades perdidas




A veces, cuando pienso por qué hice o no hice tal o cual cosa, me cuesta entender las razones, si es que las encuentro. Algunas veces, la acción o la omisión me han resultado, a la larga, no sólo incomprensibles sino dolorosas. Creo, o al menos quiero creer, que a todo el mundo le ha ocurrido lo mismo alguna vez. Echamos la culpa a la vida, así, sin más, generalizando, cuando somos nosotros los únicos responsables de nuestros actos.

Ahora que he podido hacer una pausa tras tantos años de agobio, miro atrás y pienso en las amistades que he ido dejando por el camino. Me pregunto si he sido yo el único culpable de no haberlas sabido conservar.

La amistad puede ser efímera si no se cultiva y se deja marchitar. Es como esa planta que acaba muriendo si nos olvidarnos de los cuidados que necesita para crecer y sobrevivir. Pero el cultivo de una amistad es cosa de dos y, por lo tanto, no debería morir mientras uno de los dos la cuide, a no ser que uno acabe abandonando la tarea al ser el único cuidador y ver que el otro no pone nada de su parte. Recuerdo haber sido en muchas ocasiones el jardinero fiel que acabó por tirar la toalla pero ¿en cuántas otras habré sido yo, sin darme cuenta, el desinteresado?

¿Cuántas veces nos hemos despedido de esos amigos que hemos hecho durante un viaje, en un nuevo lugar de residencia o en una empresa, prometiendo y deseando sinceramente mantenernos en contacto y luego, con el paso de los meses o de los años, esa relación se ha ido desvaneciendo hasta extinguirse? ¿Es eso normal o es fruto de nuestra indolencia?

No es extraño que cuando recuperamos por fin esa serenidad que nos da la edad y el reposo tras años de preocupaciones, de una vida estresante y con poco espacio para las relaciones humanas, o cuando nos sentimos solos o simplemente nostálgicos, nos demos cuenta que la falta de tiempo, el trabajo y la rutina diaria no han sido más que pretextos para ocultar nuestra desidia por reavivar esas amistades latentes, quizá dormidas, tal vez lejanas, pero todavía recuperables.

La amistad, como yo la veo, es un bien escaso, por lo que bien vale la pena esforzarse por mantenerla. Siempre me han sorprendido quienes dicen conservar amigos de la infancia o de la mili, pues yo a duras penas he sido capaz de conservar dos o tres de las muchas empresas en las que he trabajado. Claro que no hay que confundir amigos con compañeros por muy buena relación que se haya tenido con ellos, confusión propiciada, a veces, por nuestra ingenuidad o por la conducta interesada o condescendiente de algunos falsos amigos. Muchas veces se descubre al verdadero amigo cuando nos separamos de él.

Recuerdo que en una jornada de formación de mandos, nuestro instructor, un psicólogo clínico, comentó, durante el coffee break, que nadie puede sobrepasar un determinado número de amigos, de modo que cuando incorporamos uno nuevo a nuestro círculo de amistades, otro lo acabará abandonando.

Puede que sea normal el desgaste de las relaciones humanas y la subsiguiente sustitución de antiguos por nuevos amigos, pero lo realmente triste es ver cómo el círculo de amistades va menguando y, con los años, tiende a desaparecer.

Buenos amigos, como grandes amores, hay pocos, sin duda. Por lo tanto, todo esfuerzo que hagamos para conservarlos será poco, pues la amistad nos enriquece y nos hace más sociables e, incluso diría, más humanos.

La vida pasa y con ella nuestras experiencias, unas experiencias que indefectiblemente estuvieron unidas a personas que jugaron un papel muy importante en ellas. De ese modo, cuando las recordamos, arrastran inevitablemente consigo el recuerdo de esos amigos que nos acompañaron en momentos clave de nuestra vida.

Cierto es que el pasado no puede recuperarse más que en nuestra memoria y que no podemos pretender recobrar todas las amistades pasadas, simplemente porque muchas han desaparecido del horizonte o porque con otras resulte inviable retomar la relación allí dónde quedó desvanecida, pues nuestro deseo puede no verse correspondido en la misma medida, pero ¿por qué no intentar, por lo menos, un acercamiento para que los gratos recuerdos se mantengan junto a nosotros con quienes los hicieron posible? Creo que la vida resultaría más agradable si pudiéramos complementar y enriquecer nuestra memoria con la presencia de aquellos que vivieron con nosotros los hechos más significativos de nuestra existencia.

¿Es esto nostalgia? Probablemente. Pero también es gratitud, pues no hay mejor modo de recompensar la amistad que recibimos en su día que devolviéndola con intereses: el interés de no olvidar a quienes significaron tanto para nosotros y el mostrado por recuperar su amistad, esa amistad que dábamos por perdida.


jueves, 5 de diciembre de 2013

La "mili", no podía faltar



Cuando fui concebido, mi madre hacía tiempo que había entrado en la menopausia, una menopausia anormalmente precoz. A sus 28 años, su hipófisis dejó de funcionar con normalidad y como consecuencia de ello había dejado de ser fértil. Así pues, los síntomas de su embarazo fueron tomados como el resultado de un posible tumor uterino que acabó identificándose como lo que realmente era: yo.

Cuando nací, me dieron por muerto hasta que al cabo de varios minutos de haber abandonado toda esperanza de rescatarme del más allá, decidí resucitarme a mí mismo. Al parecer, había una fuerza superior que quería que viniera a este mundo. ¿Con qué propósito?, no lo sé, pero no creo que fuera para hacer la “mili”, aunque a veces he pensado que algo hay de cierto en ello pues habiéndome podido salvar por dos veces de ella, acabé haciéndola.

Hasta hace unos años, quizá hasta que dejó de ser obligatoria, en casi todas las reuniones de amigos salía a colación las anécdotas de la “mili” ante la cara de hastío de las respectivas parejas. Vaya, la “mili”, no podía faltar. Aunque yo no he sido nunca de los que disfrutaban con esas historias, siempre tenía algo que contar y lo primero era por qué hice la “mili” pudiendo haberme ahorrado lo que yo siempre decía que era la peor pérdida de tiempo en la vida de un joven, al menos en este país y en aquella época.

Cuando con veinte años fui llamado a presentarme en las dependencias municipales del barrio para ser inscrito, tallado y pesado para, de este modo, pasar a engrosar la lista de mozos disponibles para el servicio militar obligatorio, me encontré, haciendo cola como yo, a mi primo Antoñito. Como yo estaba cursando el segundo curso de Biológicas y no quería tener que interrumpir mis estudios durante los 18 meses que duraba entonces la “mili”, solicité allí mismo el derecho a prórroga para poder optar a la modalidad de Milicias Universitarias. A parte de ser una modalidad de menor duración, al estar fraccionada en varios periodos, la hacía compatible con los estudios. Dos ventajas más que suficientes.

Esto ocurrió en enero de 1971 y en febrero tuvo lugar el sorteo en la Caja de Reclutas, en el que el azar decidía el destino de los futuros soldados. Para los que lo ignoren, diré que cuando el número de reclutas excedía al de plazas disponibles, en este mismo acto se sorteaba también lo que se conocía como excedente de cupo. Aquellos afortunados cuyo apellido empezara por la letra o letras que salían por sorteo, quedaban exentos del servicio militar.

Yo ya me había olvidado de la “mili”, pues todavía tenían que pasar casi dos años para mi incorporación a las milicias universitarias, cuando una tarde del mes de febrero sonó el teléfono. Lo que aconteció tras esa llamada fue algo así:

-Jordi, coge el teléfono, es para ti. Es Antoñito –dijo mi madre sacando la cabeza por la puerta entreabierta de mi habitación.
-¿Antoñito? ¿Qué querrá? –dije extrañado.
-No me lo ha dicho.
-¿Sí?
-Eh, primo.
-¿Qué pasa?
-Oye, que hoy ha sido lo del sorteo de la “mili”.
-¿Y?
-Pues que tu letra ha salido como excedente de cupo, tío.
-Pero yo pedí una prórroga para hacer milicias.
-Pues eso, que si no la hubieras pedido, ahora te habrías librado.

El que se libró, pero de un ataque directo a la yugular fue él. ¿Por qué tenía que llamarme para decirme que de no haber solicitado la prórroga ahora estaría exento de hacer la “mili”? ¿Era para regodearse o es que sus entendederas no estaban lo suficientemente desarrolladas para ver que lo que estaba haciendo era puro sadismo? No recuerdo nada en absoluto de lo que siguió pues supongo que mi cerebro debe haberlo censurado. Simplemente, tenía que hacer la “mili”.

El siguiente paso, al cabo de unos meses, consistía en la solicitud formal para realizar el servicio militar mediante las milicias universitarias y para ser aceptado debía pasar un examen psicotécnico, una revisión médica y una prueba física.

En el test psicotécnico tuve que demostrar mi espíritu militar y con él me di cuenta de cuán fácil es aparentar lo que no eres con sólo ponerte en la mente de quien ha concebido el cuestionario e intentar adivinar lo que espera de ti. Prueba de ello fue que mi espíritu militar resultó ser alto, sin exagerar. Mi fantasía y creatividad no tienen límites. Farsante de guante blanco.

La prueba física, la última, la superé por los pelos y eso gracias a un gimnasio del Paseo de Gracia que impartía un curso intensivo para preparar a los aspirantes en el arte de subir la cuerda, en el salto de altura, en el de longitud y en el salto al caballo. Como la prueba de los cien metros lisos no podíamos ensayarla en el gimnasio, por razones obvias, quedaba a merced de la suerte del principiante.

La revisión médica no tenía por qué entrañar ningún obstáculo pues estaba sano y no tenía ningún problema físico, excepto la vista, claro. Mis seis dioptrías de miopía eran el obstáculo. Mientras que para hacer la “mili” normal este valor no era un inconveniente, para las milicias universitarias era un motivo de rechazo. ¿Te imaginas que al final tenga que hacer la “mili” normal por culpa de la vista después de haber sacado un excedente de cupo?, me iba repitiendo. No, no, ya puestos, tengo que hacer lo que sea para salir airoso con el oftalmólogo. Pero ¿cómo?

El oftalmólogo, si es que lo era, se limitó a examinar mis gafas, volteándolas y rotándolas ante su mirada escudriñadora y después de mirarme fijamente unos segundos, no sé si para ver el fondo del ojo con su mirada de rayos láser, me las devolvió y anotó un “apto” en la cartilla de la revisión médica. Cuando, al cabo de unos meses, ya todo estaba en orden y ya sabía cuál iba a ser mi primer destino, me enteré (esta vez no fue mi primo quien me lo dijo) que habían modificado el baremo de exenciones y que habían rebajado el número de dioptrías a seis para quedar exento de hacer el servicio militar ordinario. En definitiva, todo llegaba demasiado tarde, primero la excedencia de cupo y ahora la exención por miopía. Estaba escrito que tenía que hacer la “mili”  La naturaleza se había empeñado en darme la vida y ahora me empujaba a enrolarme en el ejército muy a mi pesar. Los designios de la madre naturaleza son inescrutables.

martes, 3 de diciembre de 2013

Los lápices de colores



Recuerdo una ocasión en la que fui castigado en la clase de párvulos y si lo recuerdo es por las consecuencias finales y fatales que tuvo en mi amor propio. No sé cuál debió ser el motivo de tal correctivo pero presumo que injusto porque se me antoja que éste ha sido mi sino. El caso es que tuve que compartir pupitre con quien iba a ser la responsable del primer ataque a mi autoestima y de mi primer tropiezo con la autoridad. Si cierro los ojos, todavía recuerdo con claridad qué y cómo aconteció.

Todo sucedió porque la niña con quien tuve que sentarme (ese era el peor de los castigos que a los niños de la clase se nos podía infligir), se quedó con mis lápices de colores. El problema fue que, además de pupitre, tuvimos que compartir mi caja de lápices porque ella no había traído los suyos y al terminar la clase no quiso devolvérmelos. Cuando le dije que eran míos y que me los devolviera, se negó en redondo poniéndose a gritar y a llorar.

Cuando la señorita, intentando interceder en el conflicto, le preguntó a la niña si los lápices eran suyos y ésta le dijo que sí berreando y moqueando, ante mi insistencia en reclamar lo que consideraba de mi propiedad, me agarró del brazo y me dijo, muy enfadada, que le dijera la verdad, que confesara que eran de esa niña, o me castigaría. Su mirada de enojo, acusadora, dando por sentado que era yo el culpable de todo aquel despropósito, hizo tal mella en mi seguridad que preferí ceder, aceptar la derrota y resignarme a la pérdida de lo que era mío que seguir adelante con esa situación tan violenta y que sólo podía empeorar.

Al llegar a casa, se lo conté a mi madre, quien no entendía cómo una niña había podido hacerme esto y cómo mi profesora había permitido tal desatino. Viendo cómo su cara se encendía a medida que yo avanzaba en el relato de lo acontecido, me temí lo peor cuando entrara en escena el papel de mi estimada señorita como árbitro y yo como el jugador a quien le han sacado la tarjeta roja injustamente.

Como no podía ser de otro modo ante tal desatino, mi madre se puso hecha un basilisco y, ni corta ni perezosa, fue a ver a la señorita en cuestión para aclarar el asunto de marras, tras lo cual, y gracias a sus dotes de persuasión, consiguió sus disculpas y que la niña ladrona y embustera me devolviera lo que quedaba de una caja Alpino (de las pequeñas, eso sí) que no era mucho y lo que quedó de ella parecía salido de los restos de un naufragio. ¿Cómo pudo esa cría arrasar con casi todo mi arsenal pictórico, aunque no fuera muy abundante, en apenas veinticuatro horas?

El caso es que esa criaturita de párvulos, Bárbara creo que se llamaba (de ser así, el nombre le iba que ni pintado), se quedó sin mis lápices pero también sin el justo y necesario castigo. Otra injusticia pues si a mí, creyéndome culpable, me amenazó con castigarme, ¿por qué no lo hizo con ella cuando se descubrió su embuste? Pero eso ya sería otra historia.

Esta historia infantil viene a cuento porque de ella obtuve la primera enseñanza de mi corta existencia: que hay quien para demostrar que lleva razón, aun no teniéndola, defiende su postura con la mayor vehemencia posible (hay que ganar como sea, no importa cómo) y lo peor de todo es que la gente que presencia su actuación le da crédito o no se atreven a contradecirle a menos que tengan pruebas irrefutables de que miente. La excusa que la profesora le dio a mi enfadada madre fue que como la niña gritaba tanto y yo no, la creyó a ella, maldita tunanta.

Puedo alegar en mi defensa, sin embargo, que un crío a esa tierna edad teme a las reprimendas, sobre todo las de un extraño con autoridad como puede ser su maestra. ¿Cómo iba a pedirle explicaciones a alguien que, aunque derrotado por mi madre en el campo de batalla dialéctico, me infundía tanto respeto e incluso temor ante una posible represalia? También debo añadir que los niños de los años cincuenta éramos mucho más apocados en público que los de ahora debido, entre otras cosas, a la educación de la época.

El meollo de la cuestión está en que, todavía hoy y me temo que siempre, se le da mayor crédito al que más levanta la voz. La gente se inclina a favor de quien defiende una causa con más ímpetu y si esta defensa va acompañada de gritos y violencia verbal, más aún, cuando lo que debería valer a la hora de defender una causa, una opinión o lo que sea y lo que realmente debería influir en los demás no es el tono de voz ni el lenguaje corporal empleado sino las palabras y los argumentos, es decir el fondo y no la forma.

Los gritos y los malos modales deben desacreditar a quien los usa mientras que la educación y la moderación son armas mucho más valiosas. Sí es cierto que no siempre se le da la razón a quien la tiene pues hay quien es muy diestro con las palabras y sabe utilizar argucias para convencer al prójimo y si no, ahí están los abogados y los políticos para demostrarlo. Yo diría, pues, que se suele dar la razón a quién es más hábil en contra de quién es más honesto, pero siempre he creído que al final el tiempo pone a todo el mundo en su lugar.