lunes, 31 de enero de 2022

Ataques al arco iris

 


¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI todavía exista en el mundo tanta misoginia y homofobia?

El odio y el maltrato a las mujeres y al diferente va ligado a la cultura, ideología y educación, por lo que muchas veces me planteo si no estamos viviendo una regresión a épocas pretéritas en las que se consideraba normal tener a la mujer subyugada a la voluntad del padre, primero, y del marido, después. También sabemos que hay países en los que todavía la indisciplina de una mujer o incluso el hecho de haber sido violada, implica un correctivo que puede llegar a la lapidación. Y países en los que la homosexualidad sigue siendo reprimida y castigada duramente.

En la España franquista, a los homosexuales se les aplicaba la ley de vagos y maleantes, pudiendo acabar encarcelados. Y qué decir de los que acababan recluidos en los campos de concentración de la Alemania nazi.

Podríamos pensar que son cosas del pasado, que hoy día hemos aprendido a respetar a las mujeres, con los mismos derechos y oportunidades que los hombres, y a tolerar a los que son “diferentes”. Pero no es así.

No sabría decir si hoy se dan muchos más casos de violación y de violencia de género que antes o si este aparente incremento solo se debe a que ya no se censura este tipo de noticias, que todo sale a la luz, y que cada vez son más las mujeres que se atreven a denunciar estas agresiones. De ser cierto que se ha disparado este tipo de delito, ello significaría que, efectivamente, estamos viviendo una etapa de regresión, o cuando menos de inmovilismo, en la moral de nuestra sociedad.

En cuanto a las agresiones a miembros del colectivo LGTB, algo que no recuerdo que sucediera en el pasado —quizá tampoco se hacía público—, ahora también resultan cada vez más frecuentes. El rechazo a homosexuales de ambos géneros, los llamados despectivamente maricones y bolleras, viene de muy lejos. Ya de niño oía burlas, sobre todo a los primeros, seguramente porque eran más “visibles”. Pero que en la segunda década de este siglo haya tantas agresiones contra estas personas me parece deleznable.

El vive y deja vivir parece que no vale para algunos. ¿Qué les importa lo que hagan y sientan los demás, aunque vaya en contra de sus hábitos y creencias? ¿Por qué tanto odio contra gais, lesbianas y transexuales?

Reconozco que no me gusta la ostentación que hacen algunos individuos durante el desfile del día del Orgullo Gay. La imagen que dan —quiero creer que como provocación hacia los intolerantes— con su vestimenta, maquillaje y actitud exageradamente erótica, me llega a resultar desagradable y creo que es innecesaria, pudiendo, además, provocar y reafirmar la intolerancia de los homófobos. No digo con esto que deban pasar inadvertidos, ocultando su orientación sexual, pero una cosa es la naturalidad —cada uno es lo que es y no tiene de qué avergonzarse— y otra muy distinta la exageración ostentosa hasta el punto de parecer una pantomima y resultar caricaturesco.

Independientemente de ello y volviendo a la aceptación de lo diferente, no creer en la diversidad sexual como algo natural no significa que haya que perseguir con insultos y agresiones físicas a quienes tienen una orientación distinta a la nuestra. Cuando veo a jóvenes homosexuales con heridas sangrantes tras haber sido atacados por uno o varios energúmenos, no solo siento pena por los agredidos sino también por esta sociedad que no cesa de engendrar ignorantes, intolerantes y bárbaros. A estos sí se les debería aplicar aquella ley de los años cincuenta. Pero si el peso de la ley no hace efecto alguno en violadores y agresores de todo tipo, ¿qué medidas deberíamos tomar para acabar con estos comportamientos tan aberrantes? Todos estaremos de acuerdo que en la educación radica la solución. Si es así, ¿debemos, pues, deducir que los educadores, tanto en la escuela como en el seno familiar, han fracasado y siguen fracasando estrepitosamente? Recordemos que los hijos aprenden más de la conducta de los padres que de lo que les enseñan los maestros.

Reforzar la educación sexual y endurecer las penas a los agresores parece ser el único remedio, un remedio cuyo resultado veremos, en todo caso, a muy largo plazo, pero entretanto siguen los ataques a los colores de ese arco iris que simboliza, entre otras cosas, la diversidad.


miércoles, 19 de enero de 2022

La buena oposición

 


La RAE define “opositor” como la persona que concurre a unas oposiciones y, en política, quien ejerce la oposición, es decir aquél que se opone al partido en el poder.

Si nos centramos en la acepción política, oponerse a algo es muy fácil. Muchas veces, ejercer la oposición es como estar situado tras una barricada disparando a todo lo que se mueve al otro lado.

Una cosa es querer ocupar un cargo por méritos propios —como sería en el caso de unas oposiciones— y otra muy distinta es dedicarse a criticar por criticar, lanzando improperios y muchas veces calumnias —ya se sabe: calumnia, que algo queda— sin ninguna base contrastable. El acoso y derribo del contrincante se ha convertido, por desgracia, en la actividad más lucrativa políticamente hablando.

La buena oposición, como yo la llamaría, es la que controla la labor del Gobierno para asegurar que hace las cosas bien —algo siempre subjetivo, dependiendo del criterio y la ideología del opositor— y, en caso contrario, ofrecer alternativas, en lugar de críticas estériles para sacar rédito electoral.

Un buen político —ese bien tan preciado y tan escaso— debería ser lo más objetivo posible, reconociendo sus propios errores y no practicar la actitud del que ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. ¿Tan difícil es saber distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, sea cual sea el bando en el que uno milita? Pues, al parecer, no solo es difícil, sino imposible.

Ahora mismo estamos viendo como en el Reino Unido tienen a Boris Johnson entre las cuerdas por su comportamiento irresponsable ante la Covid, asistiendo a pseudo reuniones de trabajo y fiestas donde corría el alcohol. Como todo político de marras, se resiste a dimitir, pero por lo menos ha pedido reiteradamente disculpas en el Parlamento y ha reconocido abiertamente sus errores, si bien ha esgrimido —algo también típico de los políticos— excusas ridículas y ha echado balones fuera. Eso de no dimitir también lo vemos en nuestro país —al igual que pedir la dimisión a la primera de cambio, por jorobar—, pero lo que nunca hemos visto, ni veremos, es que miembros del partido del Gobierno pidan la dimisión de su primer ministro. Hay conductas vergonzosas que no admiten excusas y deben ser criticadas por cualquier bando, ya sea en la Cámara Alta como en la Cámara Baja.

En España, ya estamos acostumbrados a ver cómo los miembros de un partido se protegen entre sí, formando piña, cuando alguno de ellos ha sido pillado in fraganti cometiendo alguna irregularidad. Hoy por ti, mañana por mí.

Criticar por criticar no es la labor de la oposición, sea del partido que sea. Una crítica tiene que estar acompañada de una propuesta alternativa, clara y concisa, en lugar de practicar el negacionismo —palabra de moda—, el no porque si.

¿Cuándo aprenderemos de los Parlamentos de los países democráticos de verdad de nuestro entorno? ¿Cuándo tendremos un buen Gobierno y una buena oposición? Como decía mi padre, en catalán, cuando quería decir nunca: “la setmana dels tres dijous” (la semana de los tres jueves), que equivaldría a decir “cuando las ranas críen pelo”. Pues eso.

 

*Imagen de la cabecera: pelea en el parlamento ucraniano, donde, al parecer, tampoco saben ejercer una buena oposición.

domingo, 9 de enero de 2022

Sobreinformación, sensacionalismo y morbo

 


Lo de “Año nuevo, vida nueva”, generalmente no es cierto, por mucho que nos pese. Todos seguimos con nuestra vida anterior y la sociedad adolece de los mismos vicios y malos hábitos. Lo queramos o no, la gente no suele cambiar, y mucho menos de la noche a la mañana.

Lo antedicho me sirve de justificación para seguir con mi consabida actitud crítica ante determinados hechos que tienen lugar ante mis mosqueadas narices.

En mi última entrada del 2021 afirmé que, para no acabar ese año tan nefasto con mis agrias críticas, había aparcado —o quizá incluso desestimado para siempre— un tema probablemente demasiado negativo y sensible en esos momentos, optando por otro mucho más banal e intrascendente.

El tema que me traía de cabeza era el modo con que los medios de comunicación habían estado cubriendo la dramática noticia de la erupción volcánica en la isla canaria de La Palma, pero temía que mi crítica pinchara en hueso, dada la magnitud del terrible suceso, y que se me pudiera calificar de insensible, cuando he vivido lo acaecido con la misma preocupación que cualquier hijo de vecino con un mínimo de empatía con los palmeros que se han visto tremendamente afectados por esa catástrofe natural que ha durado ochenta y cinco días y ha dejado más de 1.600 edificaciones arrasadas.

Pero me lo he pensado mejor y creo que, aprovechando que ya se ha dado por terminado este episodio, por lo menos en su apogeo, y que el tiempo todo lo enfría, no está de más sacar a colación unos hechos que nada tienen que ver con el sufrimiento de los afectados, sino que, tal como se puede intuir en el título de esta entrada, tienen principalmente como protagonistas a los periodistas que trabajan para canales de televisión que solo buscan vender sensacionalismo llenando el tiempo supuestamente reservado a las noticias de última hora con información repetitiva e innecesaria que solo pretende captar más audiencia y jugar con el morbo de algunos, haciendo uso de testimonios inútiles, que no aportan absolutamente nada a la esencia de la noticia.

Pero, si bien ha sido esa noticia la que me ha inspirado esta entrada, son muchos los ejemplo de sobreinformación interesada que busca el sensacionalismo. Recordemos, por ejemplo, la desgarradora historia de las niñas de Alcàsser, plagada de un excesivo e inmoral tratamiento mediático.

Por desgracia, los medios de comunicación tienen siempre alimento para saciar su apetito de noticias trágicas. Y si no, lo buscan donde sea. Ahora y hace veinticinco años.

Creo no exagerar si digo que los dramas humanos, desde las catástrofes naturales hasta los atentados terroristas, son el bien más preciado para un medio de comunicación y para los periodistas que trabajan en ellos, actuando a veces como si fueran los verdaderos protagonistas de la tragedia. Están al acecho como buitres que esperan poder lanzarse sobre un animal moribundo y alimentarse de sus desechos. Pero cuando esa noticia ya ha perdido el interés mediático que suscitó en un principio, a otra cosa mariposa y todo ha quedado olvidado. Las noticias más graves acaban siendo arrastradas por el olvido y no porque la causa que las motivó haya desaparecido, sino porque, simplemente, ya no interesan. ¿Qué ha sido de los rohignyas, de la guerra en Siria, de los refugiados en Lesbos? ¿Y qué ha sido de Boko Haram? ¿Cuándo nos olvidaremos de Afganistán? Y pronto nos olvidaremos del volcán de Cumbre Vieja que ha colapsado durante casi tres meses los noticiarios y programas de toda índole, aunque sus afectados sigan sufriendo las consecuencias durante mucho tiempo. Quizá es que, con tantos dramas humanos que nos invaden a diario, los medios no dan abasto y tienen que seleccionar, priorizar y redirigir sus antenas hacia temas más novedosos, dejando atrás las noticias que ya no son rentables.

En cuanto a la sobreinformación que solemos padecer en estos casos, una cosa es estar puntual y fielmente informado y otra muy distinta que nos estén bombardeando a toda hora, mañana, tarde y noche, con los mismos datos, sin aportar nada nuevo, repitiendo exactamente las mismas imágenes una y otra vez, haciendo exactamente los mismos comentarios y, por si eso fuera poco, invitando a intervenir a los afectados para que cuenten de primera mano sus desgracias y a testigos que no aportan nada nuevo. Para mí, lo único que logran con esa conducta es producir hartazgo, cuando lo que debería producir es únicamente empatía y solidaridad.

Con la erupción volcánica en la isla canaria, hemos sido torpedeados con noticias que por muy tristes e incluso desgarradoras, han sido tratadas con demasiado celo por parte de los informadores, y con celo quiero decir con un exceso tal de seguimiento que delata que el único interés que ocultan es el de justificar su puesto de trabajo y hacer méritos ante su empleador llenando horas y horas de programa.

Situaciones parecidas las encontramos también en el atentado de las Ramblas de Barcelona, en el caso de “la manada”, en el juicio del procés, en los papeles de Bárcenas, los de Panamá y los de Pandora, y un largo etcétera, todas ellas noticias muy relevantes, que todo ciudadano debe conocer con detalle, pero en las que se ha invertido, en mi opinión, una excesiva carga informativa.

Recuerdo cómo tras el trágico atentado yihadista en Barcelona, los periodistas, a pie de calle, interrogaban a supuestos testigos que en realidad no habían visto nada, pero que gustosamente aportaban su granito de arena, que no era otro que haber visto a mucha gente correr y gritar mientras ellos estaban trabajando en un comercio aledaño. Por no hablar del, para mí, morboso interés en conocer de primera mano lo que había sentido el padre de Xavi, el pequeño de tres años fallecido en el atentado, al enterarse de su muerte, quien se sometió voluntariamente a decenas de entrevistas. Pero este es otro tema que ya traté mucho tiempo atrás: la exposición voluntaria ante las cámaras de quienes han sufrido la terrible pérdida de un ser querido y que acaban siendo las personas más buscadas por parte de los medios.

Volviendo al tema central de esta entrada, insisto en que no quisiera que nadie pensara que relativizo un hecho que puede considerarse histórico y que ha producido, y sigue produciendo, mucho dolor. Empatizo totalmente con los palmeros que han visto cómo sus casas y sus campos de cultivo se han visto engullidos por la lava y que lo han perdido todo, hasta la esperanza de un futuro estable a corto plazo. Evidentemente, una noticia de ese calibre requiere de toda nuestra atención e interés, pero sigo creyendo que la atención mediática ha sido desproporcionada. Tras las primeras semanas del desastre natural, con informar puntualmente en las franjas horarias destinadas a las noticias habría sido suficiente, aun dedicándole más tiempo de lo que habitualmente se dedica a casos similares acaecidos en otros países. Para nosotros no es lo mismo una erupción del Etna que del volcán canario. Nos afecta muy de cerca y afecta a nuestros conciudadanos. Pero que todo el día hayamos tenido que ver, fuera cual fuera el programa en emisión, un recuadro con las imágenes en directo de la erupción, contactando cada diez minutos con el reportero desplazado en el lugar de los hechos, me ha parecido fuera de lugar. Y el seguimiento informativo, al margen del periodístico, ha contado con la participación de una pleyade de expertos —vulcanólogos, geólogos terrestres y marinos, sismólogos y un largo etcétera, salidos de todas las universidades y centros de investigación conocidos y por conocer— que, con alguna honrosa excepción, solo daban su opinión sobre hechos ya reconocidos e inevitables que muy poco o nada aportaban y que ya habíamos oído hasta la saciedad.

Y por último tenemos a los “turistas” curiosos que solo iban a hacerse la foto, “disfrutando” de unos días de asueto para ver, en vivo y en directo, el volcán y su entorno fantasmagórico, mientras los afectados sufrían lo indecible en sus propias carnes.

Esta sobredosis informativa que hemos padecido, solo se ha visto superada (de momento) por la de la pandemia de la Covid-19, algo que podría considerarse normal, por su afectación mundial, su elevada mortalidad y su duración todavía incierta, pero que también ha dado pie a la intervención de múltiples expertos en microbiología, virología, epidemiología, vacunología, biología computacional —ni siquiera sabía que existía esta especialidad— y jefes de servicio, directores médicos, presidentes de asociaciones y colegios de médicos y profesionales de todo tipo de centros de los que nunca había oído hablar, nacionales y extranjeros, e incluso economistas y matemáticos, que, con toda su buena fe, han logrado, con esa sobreinformación y disparidad de datos, muchas veces contradictorios, alarmar todavía más a la población e incluso, diría yo, incentivar el negacionismo. Está muy bien saber cómo se contagia el coronavirus, qué medidas debemos tomar para no contagiarnos y no contagiar a los demás, conocer la evolución de la pandemia por zonas y poner de relieve la situación de emergencia en la que se hallan los hospitales públicos y más concretamente las UCI, una información que pretende concienciar a la opinión pública de la gravedad de la situación en aras a una colaboración en la contención de la pandemia. Pero esta información, mal tratada, mal orientada y mal interpretada, ha tenido un resultado perverso en muchos casos, con una imagen distorsionada, recurriendo a cifras que más bien parecía que estábamos ante un concurso sobre qué CA lo hacía mejor o peor. Y si encima intervienen los políticos con fines partidistas, se lía parda. Si la Justicia no debe estar politizada, mucho menos la Sanidad y, por ende, la salud pública.

Así pues, información la justa y necesaria. Y sobre todo imparcial y contrastable, sin interferencias ni sensacionalismos por parte de quienes tienen un interés mediático. Y el morbo, ni mentarlo. Quien disfrute con la desgracia ajena, haría bien en pedir cita a un psicólogo.