miércoles, 26 de febrero de 2014

El aspirador más silencioso




El aspirador más silencioso no es ese que anuncian en televisión junto a un tigre dormido y que aspira todo tipo de materiales esparcidos a su vera sin molestar su sueño. No, el aspirador más silencioso no es ese y todos, o casi todos, lo hemos tenido alguna vez en casa, en nuestra vida, y todos, o casi todos, lo hemos adquirido sin que nos costara dinero alguno.

El aspirador más silencioso de la historia es, ni m
ás ni menos, que el trabajo, sobre todo ese trabajo que no dignifica al ser humano sino que le esclaviza.

Todos aspiramos a un trabajo digno, como derecho fundamental de las personas, pero cuando lo tenemos nos aspira la libertad. ¿No es paradójico?

Salvo los muy afortunados, que tienen el privilegio de dedicarse a algo que para ellos no es un trabajo sino una pasión, una devoción, especialmente abundante en el mundo de las artes, la mayoría de mortales deben sufrir las consecuencias del trabajo por obligación, una obligación que se intenta sobrellevar de la mejor manera posible.

Pero lo peor de todo es comprobar lo que ha hecho con nosotros ese invitado silencioso, porque cuando te das cuenta de todo lo que se ha llevado ese aspirador, suele ser demasiado tarde. Se llevó gran parte de tu vida, de tu tiempo libre, de tus relaciones con los amigos, con la familia, con el mundo exterior. Le has dejado que se llevara lo más preciado y ya no hay retorno.

Así pues, como, desgraciadamente, no hay forma de recuperar el tiempo perdido, no nos queda más remedio que resarcir nuestra negligencia y abandono al traspasar el umbral de la tercera edad, momento en que se dispone de plena libertad para hacer todo aquello que nos viene en gana.

¿Cuántas veces no habremos aplazado para esa etapa dorada y plácida que es la jubilación, la realización de todo lo que hemos ido eludiendo, mientras éramos jóvenes, por falta de tiempo y de voluntad?

Pues a aquellos a los que les ha llegado este momento, les dejo el siguiente mensaje: que no desaprovechen esta oportunidad única para que este propósito de enmienda no caiga en saco roto, porque la vida es demasiado corta y en esto no hay segundas oportunidades, al menos eso creo. Hagamos todo lo que no hemos hecho hasta ahora, locuras incluidas, y no volvamos a instalar en casa otro aspirador silencioso que se lleve por delante el tiempo libre que nos hemos ganado y la libertad de disfrutarlo como queramos.


miércoles, 5 de febrero de 2014

Efímeros y falsos




¿Por qué la voluntad es, a veces, tan efímera? ¿Por qué los buenos propósitos sólo duran lo que tarda en desaparecer el motivo que los despertaron? Eso lo vemos a diario con el propósito de dejar de fumar, ponerse a dieta, ir al gimnasio, estudiar inglés y con todos los que se formulan durante la Nochevieja pensando en un nuevo año que promete ser mejor que el que nos deja.

Al margen de la dificultad que entraña liberarse de un vicio, dificultad que, asociada a una fuerza de voluntad débil y huidiza, da al traste con toda buena intención, muchas veces la verdadera causa del fiasco reside en la falta de sinceridad que subyace en las promesas de cambio o de mejora, éstas que se han hecho sin pensar, bajo los efectos del alcohol o simplemente para quedar bien con los demás y tranquilizar momentáneamente la mala conciencia.

¿Por qué, si no, todo el género humano, casi sin excepción, hace votos de amistad, generosidad, paz y amor al prójimo durante el dulce periodo de las fiestas navideñas y al cabo de unos pocos días es aquejado de una amnesia retrógrada irreparable? ¿Por qué, esos mismos que días atrás parecían querer reconciliarse con el mundo entero y alcanzar el grado de santidad, sólo con volver a la rutina diaria vuelven a ser los mismos de siempre, practicando la misma política de tierra quemada con todo aquel hijo de vecino que se le cruza por delante? ¿Qué le ha ocurrido a ese personaje que, ebrio de alegría y champán, ataviado con gorrito de cartón y espanta-suegras o trompetita en ristre, abraza a conocidos y extraños, como si fueran hermanos de sangre, y a los pocos días vuelve a las andadas menospreciando a sus semejantes?

Tal euforia conductual tiene su origen, a mi entender, en los emotivos reclamos publicitarios (el turrón y la vuelta al hogar por Navidad) que nos invaden en esas fechas, los continuos mensajes de paz a juego con las enseñanzas religiosas (en Navidad hay que ser bueno sí o sí) y la ingenua esperanza de algunos de que el hombre todavía puede redimirse y que reaparece cíclicamente en esa época del año. El efecto catártico y pacificador que resulta de todo ello arranca lo mejor de cada uno, transmutándonos en seres pacíficos y de buen corazón, efecto contagioso y, sin embargo, efímero porque detrás de este idílico escenario no hay más que palabras vacuas, voluntades espurias e intereses costumbristas y no un deseo real de mantener vivo el llamado Espíritu de la Navidad, término que denota, por sí mismo, una brevedad consustancial con la de esas fechas de júbilo obligatorio.

No obstante, y a pesar de que esos grandes propósitos de enmienda sean tan efímeros como falsos, existe la obligación moral de perseverar en ellos, aunque sólo sea una vez al año, pues algún día podría cumplirse, sin querer, alguno de ellos. Nunca hay que perder la esperanza.