A Antón le trasladaban a una nueva patrulla que iba a formarse y me había propuesto para sustituirle. Cuando me lo contó, me quedé sin habla pero lo que él interpretó como sorpresa y emoción no fue otra cosa que temor y desolación. Por aquel entonces yo había cumplido dos años como Boy Scout y pensaba que quizá acabaría por darle la razón a mi padre pues llevaba ya algunas semanas meditabundo porque ya no sentía ilusión, ni siquiera ganas, para salir de excursión por lo que mucho menos me interesaba convertirme en el líder del grupo, aparte de que no me sentía suficientemente preparado.
Y en ese preciso instante empezó mi angustia pues no sabía cómo decirle a Antón que no, que ya no me interesaba seguir formando parte de aquella agrupación, que ya no me sentía como un verdadero Scout y que, por lo tanto, quería dejarlo. ¿Cómo decirle algo así a quien es tu amigo, tu camarada, tu mentor, a alguien que te aprecia y que te ha recomendado para ocupar su lugar? Debería estar orgulloso y agradecido al mismo tiempo y, en cambio, lo que sentía era muy distinto y lo que deseaba en ese preciso instante era desaparecer.
Las siguientes semanas fueron un suplicio para mí. El día de mi nombramiento se acercaba y yo sin haber tomado una determinación. Por mucho que le daba vueltas al asunto no encontraba una forma elegante de deserción, porque eso era lo que a mí me parecía lo que quería hacer, desertar, abandonar a mis compañeros, tirar la toalla.
Para poner fin a mi tormento y dado que tenía muy claro que no quería seguir como Scout, decidí que no podía dejar pasar más tiempo y que tenía que coger el toro por los cuernos y afrontar, de una vez por todas, el mal trago de decirle a Antón que renunciaba. Pero ¿cómo hacerlo y qué decirle? Sin pensarlo más, cogí el teléfono y marqué el número de su casa. Sólo con oír su voz ya se me trabó la lengua pero con grandes esfuerzos logré decirle que, sintiéndolo mucho, no quería seguir, que lo había pensado y quería dejar los Scouts. Pero no resultó tan fácil pues, tras un largo silencio, me dijo que eso teníamos que hablarlo cara a cara y no por teléfono y que me esperaba en el cau en una hora. No lo dijo en tono amenazante ni enfadado, sólo quiso hacer las cosas correctamente, dando la cara y no como yo, escondiéndome detrás de un aparato, que es la forma más cómoda de romper con algo o con alguien. Acepté el encuentro muy a mi pesar pero se lo debía.
Preparándome para el encuentro con Antón, iba aprendiéndome de memoria los argumentos, o mejor dicho las excusas, que iba a utilizar para convencerlo y zanjar el asunto de una vez por todas, pero todas me resultaban pueriles o poco convincentes. Fue mi abuela, a quien por tenerla más a mano le conté mi congoja, quien me aconsejó que dijera la pura verdad sin rodeos. “Se pilla antes a un embustero que a un cojo”, me dijo, y tenía toda la razón (este refrán no me ha abandonado jamás y, por propia experiencia, lo he tenido siempre muy presente).
Aún así, no tenía claro qué decir cuando tuviera a Antón frente a frente y menos aún cuando al entrar en el cau le vi, de pie, al fondo de la sala esperándome con cara de preocupación. Desde la distancia, como si quisiera protegerme de su cercanía, empecé a exponerle, una a una mis estudiadas excusas: que si no me iba bien salir de excursión todas las semanas, que la obligación de ir de acampada en épocas de vacaciones me creaba problemas con mi familia pues querían que fuera con ellos, que no podía perder tanto tiempo en nuestras reuniones pues tenía que estudiar y me reñían en casa, y así unas cuantas más. A decir verdad, no eran totalmente falsos esos argumentos. Pero lo que en realidad ocurría era que ya me había cansado de lo que hacíamos (seguramente mi aburguesamiento agazapado había emergido por fin y prefería la comodidad de las excursiones en coche y dormir en una cama blanda a las costumbres montañeras) y, por lo tanto, la novedad había dejado paso al hastío. El caso es que Antón me iba rebatiendo mis argumentos, también uno a uno, y me ofrecía alternativas que suavizaran los esfuerzos que yo decía tener que hacer para cumplir con mis deberes de Scout: que no hacía falta que fuera a todas las excursiones, que me podía saltar algún campamento en Semana Santa o en verano, que no hacía falta asistir a todas las reuniones del grupo y así sucesivamente. Aunque hubiera podido rebatir algunos de sus argumentos (uno muy bueno habría sido que como jefe de patrulla que iba a ser no podría permitirme esas ausencias), preferí, de pronto, terminar de una vez con aquella situación tan violenta (recuerdo cómo me sudaban las manos y las axilas) y, sintiéndome acorralado, decidí decir lo que realmente sentía para, de este modo, no darle pie a contrapropuestas, y sin pensarlo dos veces y de forma, que después reconocí con pena que había sido demasiado brusca, le dije:
-Es que quiero dejarlo porque ya no me gusta. ¡Ya estoy harto!
Por fin lo había soltado. Había tenido que exagerar una vez más para resultar convincente pero ya estaba, ya había terminado todo. Después de esta declaración, sólo oí que Antón, en voz baja, contestaba:
-Entonces, si es así y es eso lo que quieres, no tengo nada más que decir, sólo que lo siento.
-Pues adiós –le contesté, sin más, pues sólo deseaba marcharme cuanto antes.
-Adiós –fue su respuesta.
En ese preciso instante, acabó mi historia como Boy Scout, una historia breve pero intensa y con un final amargo. Lamenté mucho que todo hubiera terminado de ese modo, como un amor no correspondido, pero a la vez me sentí tan aliviado y ligero como si me hubieran quitado de encima una losa muy pesada.
No volví a ver a Antón hasta muchos años después, por casualidad, en un curso avanzado de francés al que nos habíamos matriculado en la Universidad. Como muchos años antes, Antón seguía siendo un muchacho afable y bondadoso. Nunca mencionamos aquel último encuentro en el cau.
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