Aquellas vacaciones de Semana Santa –un breve paréntesis que me permitió olvidarme temporalmente de las zozobras amorosas que me invadían-, fui, con los compañeros de clase, a Mallorca. A pesar de tener que soportar la férrea vigilancia a la que sin duda son someterían los dos sacerdotes escolapios que nos acompañarían, aquel viaje me resultaba muy excitante. Iría en barco por primera vez en mi vida y haría turismo, eso sí, cultural. Visitar las famosas cuevas del Drac, las de Artá, y la cartuja de Valldemosa, entre otras cosas, me tenía tan inquieto que no podía pensar en nada más.
El viaje de ida, en el barco bautizado con el nombre de “Ciudad de Mallorca”, fue mucho más divertido de lo que pensaba pues, en lugar de quedarnos sentados en la butaca de tercera clase viendo la televisión, no paramos de recorrer la cubierta de proa a popa y de babor a estribor donde pequeños grupos de chicos y chicas cantaban y tocaban la guitarra. De este modo, me mantuve despierto hasta que empezaba a clarear sin que el vaivén del barco me molestara lo más mínimo.
La vuelta, en cambio, fue un infierno. Volvimos en el “Ciudad de Palma” que, según algunos sabelotodo, era un barco gemelo del “Ciudad de Barcelona”. Más bien resultó ser un hermano esmirriado y achacoso. A parte de su aspecto vetusto, se hallaba en un estado lamentable. Había cubos repartidos por doquier, tantos como goteras que pretendían acumular.
La travesía de vuelta fue tempestuosa, con un mar encrespado que movía la embarcación como si de una mecedora gigante se tratara. Además, la tercera clase consistía en camarotes para seis u ocho personas –no lo recuerdo con exactitud- ubicados en la proa, de modo que el vaivén era de armas tomar. Durante casi todo el trayecto tuve que soportar el constante crujir y chirriar del habitáculo, y los lamentos y arcadas de mis compañeros de suplicio. No pude pegar ojo en toda la noche, como el resto de ocupantes de aquel maldito camarote, que acabó apestando a vómitos, los míos incluidos.
De nuevo en Barcelona, recuerdo que al poner pie en tierra el vaivén siguió bajo mis pies durante todo el camino hasta casa. Afortunadamente vivía a escasa media hora andando del puerto. Era un martes de Pascua por la mañana y las clases se reanudaban aquella misma tarde. Si durante las últimas ocho horas el mareo no quiso abandonarme, hacia el mediodía decidió largarse para que pudiera asistir a las insoportables clases vespertinas sin haber tenido tiempo suficiente para adaptarme a la normalidad.
Por lo menos, nuestra estancia en la isla fue tal y como me esperaba, excepto en una cosa: la escapada nocturna protagonizada por casi toda la clase para ir a ver la película Moll Flanders, con Kim Novak como actriz estelar. Se acababa de estrenar en España acompañada, según habíamos oído, de muchos comentarios sobre las escenas cargadas de sensualidad que, parece mentira, no habían sido censuradas. Fue pasar con el autocar por delante del cine donde la proyectaban, ver aquel cartel tan sugerente y planear, de pronto, una escapada en toda regla a la primera de cambio.
No podíamos perder aquella oportunidad única pues, pensamos acertadamente, en Palma quizá nos dejarían entrar sin tener todavía los dieciocho años. Como el cine estaba muy cerca de la residencia donde estábamos enclaustrados, el único obstáculo residía en burlar el feroz control de los curas. Pero la huida resultó pan comido ya que, al llegar el momento decisivo, no había moros en la costa. Quién sabe si también habían abandonado la fortaleza para disfrutar de la nocturnidad y se lo estaban pasando, como nosotros, de maravilla.
A nuestros quince o dieciséis años y a mediados de los años sesenta, Moll Flanders superó con creces nuestras expectativas –al menos las mías-. De la película solo recuerdo algunas escenas y, concretamente, la de un pajar con revolcón incluido pero, sobre todo, el amplio escote, su generoso contenido y, cómo no, la gran belleza sensual de la protagonista. Durante muchos meses la Novak fue, en mis cada vez más frecuentes noches de inquietud, el objeto de mis fantasías sexuales.
Por aquel entonces, cuando alguien mencionaba Mallorca, revivía aquella grata experiencia. Aun hoy, no sé muy bien por qué, al cabo de cincuenta años, me viene a la memoria.
me ha gustado el texto mucho y ni siquiera se como llegué aqui
ResponderEliminarme ha gustado el texto mucho y ni siquiera se como llegué aqui
ResponderEliminarHola Recomenzar. Pues será que el destino te ha arrastrado hasta este rincón que, si no recuerdo mal, ya visitaste hace tiempo.
EliminarMe alegra que te hayas pasado, aunque sea involuntariamente, por aquí y que la experiencia haya sido positiva.
Un abrazo.
Hola, Josep Mª. Hay momentos y vivencias que, sin saber muy bien por qué, resisten el paso del tiempo con una voluntad inquebrantable. Cierto es que el pasar de los años ejerce sobre dichos recuerdos ligeras modificaciones. De ahí que en ocasiones, al volver a ver una determinada película que nos impresionó en nuestra juventud y que desde entonces no habíamos vuelto a ver, al revisionarla muchos años más tarde nos nazca decir: "Vaya, pues no la recordaba de esa manera". Imagínate lo que nos ocurriría si tuviésemos la capacidad de ir atrás en el tiempo y situarnos en un momento exacto a voluntad. No sé si sería bueno o malo, la verdad. Porque, hay vivencias, que es mejor recordarlas con el adornamiento de nuestra desmemoria.
ResponderEliminarUn abrazo, Josep.
Quizá será que nuestra memoria es selectiva y retiene aquello que más le ha impactado a nuestra psique. No lo sé. Pero sí es cierto lo que dices, que la pasión con la que vivimos un suceso hace que lo recordemos amplificado, distorsionado.
EliminarCuántas veces no habré deseado viajar en el tiempo y revivir ciertas escenas y situaciones... Casi prefiero, como bien dices, recordarlas como han quedado almacenadas en el fondo de mi cerebro. Así, al escribirlas, puedo darles un toque romántico.
Un abrazo, Pedro.
A mi tambe amb va agradar Moll Flandes y la novela mes.Una abrassada
ResponderEliminarHola Marta,
EliminarJo la novel·la no la he llegida però la peli em va deixar una emprempta que déu n'hi do.
Una abraçada.
Unos recuerdos encantadores; parecidos tengo yo alguno de mis excursiones en el colegio de monjas, aunque yo era más sosa y más cobarde, nunca me unía a las más atrevidas, ¡qué buena era yo!, jajaja, o ¡qué tonta!.
ResponderEliminarJosep, la residencia, no sería una con forma de media luna que las habitaciones eran como camarotes??, bueno no se si era una residencia o un hotel, porque a este sitio fui de más mayor.
Me han encantado estos recuerdos.
Un abrazo.
Hola Elda.
EliminarCon monjas o curas, todos hemos vivido nuestras anécdotas y aventuras, unas más divertidas que otras. Y también algunas bastante desagradables por el trato dictatorial que, al menos en mi época, se dispensaba al alumnado.
En cuanto a la residencia, no la recuerdo bien pero no me suena que tuviera forma de media luna, más bien parecía un castillo medieval, jeje. Mi memoria solo retiene lo que le interesa.
Gracias por dejar tus comentarios.
Un abrazo.
Te diré que mis monjas no eran nada dictatoriales, y eso que mi época era algo más antigua que la tuya. Recuerdo que decía mi madre: pues vaya monjas más modernas con las que hemos ido a caer, jajajaja. Creo que fue la época más feliz de mi vida, y al mismo colegio llevé luego a mis tres hijas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pues tuviste suerte pues las monjas siempre se me antojaron mucho más retrógradas que los curas dedicados a la enseñanza, como los Escolapios, en mi caso. Poca diferencia debía haber entre "tu época" y "mi época" y no estoy muy seguro de si la tuya era más o menos antigua que la mía. Sin necesidad de que desveles tu edad (cosa que no pretendo) solo te diré, para que te hagas una idea, que (creo que lo menciono en el relato) yo tenía por aquel entonces 15 años, a punto de cumplir los 16 (era Semana Santa y mi cumpleaños es en junio) y corría el año 1966.
EliminarUn abrazo.
Jajaja, yo también nací en junio, el día 23, ya te diré en privado los que tenía en ese año, que a nadie le importa, jajaja.
ResponderEliminarMallorca. 1970. También fue un viaje de "fin de curso" tutelado por religiosos.
ResponderEliminarCuriosamente, años mas tarde, nos volvimos a reunir los que habíamos participado en aquel viaje.
Todos tenían vívidos recuerdos, pero bastante dispares.
A los 16 años, cada uno vive de una forma distinta la misma realidad.
Me sorprende que hayas encontrado esta entrada de hace más de ocho años, pero ya que viniste hasta aquí, te agradezco tu comentario. Ciertamente, nuestras experiencias debieron ser similares aunque, como dices, vividas desde una sensibilidad y perspectiva distintas.
EliminarUn saludo.