No creo que haga falta abundar mucho más en las imágenes escalofriantes de los inmigrantes y refugiados que, buscando desesperadamente un hogar donde estar a salvo de la guerra, de la injusticia y del hambre, arriesgan sus vidas recorriendo zonas hostiles y peligrosas. No hay nada que haya quedado por decir para sensibilizar a la gente con un mínimo de humanidad y que tiene la suerte de vivir en condiciones muchísimo mejores.
El éxodo de los refugiados sirios del que estamos siendo testigos es, por desgracia, uno más de los que han tenido que sufrir gentes de diversas nacionalidades para escapar del terror y de la miseria.
Muchos fueron los que a lo largo del siglo XX se vieron en la necesidad de exiliarse. Un millón de rusos huyendo del ejército bolchevique en 1919, casi dos millones de griegos y turcos trasladados en los años veinte, los 320.000 armenios dispersados por todo el continente en la siguiente década, un cuarto de millón de ciudadanos alemanes que escaparon de la Alemania nazi en la misma época, 200.000 húngaros que en los años cincuenta entraron en Austria y Yugoslavia, son solo unos ejemplos de los desplazamientos de personas sin hogar que ya en 1942 se contabilizaban en más de 20 millones.
A finales del siglo XX, la guerra de los Balcanes volvió a situar el flujo de refugiados en Europa en niveles similares a los de la Segunda Guerra Mundial. Desde 1991, la guerra y los procesos de limpieza étnica provocaron el desplazamiento de más de cinco millones de personas, de las cuales se calcula que un 20% abandonaron definitivamente el territorio de la antigua Yugoslavia.
Se cifra entre 3 y 4 millones los refugiados que han huido de Siria desde el inicio de la guerra hacia los países vecinos y miles de ellos buscan ahora asilo en Europa. Y esta marea humana de gente desesperada va en aumento. Las imágenes que nos ofrece la televisión nos encoge el corazón. El trato humanitario que deberían dispensarles no siempre está presente y hemos podido ver escenas de un trato indigno más propio de las deportaciones y campos de concentración.
Pero, como decía al principio, poco más se puede añadir a lo ya dicho hasta ahora sobre esta terrible situación de injusticia social, por lo que no voy a extenderme, puesto que otros mucho más versados que yo en guerras, éxodos y asilos políticos han hecho correr ríos de tinta aportando detalles más ilustrativos y elocuentes.
El verdadero motivo que me ha llevado a escribir esta entrada es el recuerdo que esta tragedia humana me ha suscitado sobre un exilio antiguo e igual de dramático pero al que creo que no se le dio la merecida resonancia internacional, ni entonces, ni una vez terminada la guerra europea, cuando la paz y normalidad había vuelto a las casas de los ciudadanos, ni siquiera tras el advenimiento de la democracia en nuestro país, muchos años después. Me refiero al éxodo republicano que en 1939 atravesó la frontera francesa y al que dedico aquí este sencillo y sentido recuerdo a pesar de los años pasados, más de los que yo cuento en la actualidad.
Ahora nos sobrecogen y escandalizan –y con razón- las imágenes de hombres, mujeres y niños sirios andando por los caminos con sus pocas pertenencias a cuestas y atravesando fronteras en busca de un lugar donde vivir en paz, alejados de la guerra y de la represión. ¿Cuántos europeos se conmovieron entonces de las imágenes de los españoles que huían a Francia –estimados en 465.000, de los cuales 170.000 eran civiles- y que fueron acogidos mayoritariamente con hostilidad y recluidos en campos de concentración o de “internamiento” donde muchos murieron de frio e inanición? Los campos de Saint-Cyprien, de Argelès-sur-Mer o de Le Barcarès, situados en el departamento de los Pirineos Orientales, fueron un ejemplo de ello. Por no hablar de los republicanos mínimamente significados que fueron entregados a la Gestapo y luego internados en Mauthausen-Gusen. Casi 9.000 republicanos españoles acabaron en campos de concentración nazis.
Podría citar también a los cerca de 10.000 exiliados que desembarcaron en el norte de África. Detenidos en campos de internamiento, a causa de su “peligrosidad”, fueron condenados a trabajos forzados y sometidos a un régimen brutal, sucumbiendo al hambre, a las enfermedades e incluso a la tortura, hasta que fueron liberados, en mayo de 1943, después del desembarco aliado.
Durante la guerra civil española y los años de la posguerra, Europa practicó la más absoluta hipocresía hacia España y los españoles, dándole primero la espalda a las fuerzas republicanas que luchaban contra los sublevados y luego, una vez vencidas, a los españoles que vivían bajo el yugo de la dictadura franquista. Aun recuerdo que de adolescente, al pisar territorio francés, decir la palabra “español” suscitaba entre los vecinos galos un rechazo indisimulado, una cara de desprecio.
Aquellos eran malos tiempos sin duda, tiempos de guerra, de crisis y de odio, pero no por ello deja de ser menos inhumano el trato recibido por esos cientos de miles de españoles cuya única culpa fue luchar o simplemente permanecer en el bando defensor del régimen establecido democráticamente. Aquellos hombres, mujeres y niños también sufrieron en sus carnes el hambre, la injusticia, el rechazo y el abandono. Aflijámonos por los refugiados actuales que padecen estas mismas penurias pensando también en aquellos compatriotas nuestros que les precedieron y que para muchos han quedado en el olvido. Y esperemos que este largo viaje que han emprendido alejándose de su tierra natal tenga un buen fin y no sea un viaje sin retorno.
Un texto conmovedor el tuyo, Josep Mª. Lo que está pasando con los desplazados sirios me recuerda a otras tragedias recientes, ya sean inmigrantes en pateras, o saltando vallas, o jugándose la vida cruzando fronteras militarizadas. Y todo por huir de la miseria, el hambre o, incluso, de una muerte segura. Y, como suele suceder, siempre pagan los mismos: los más débiles. ¿Cuándo acabará todo esto? Sinceramente, no lo sé. Alguien me decía hace poco que la culpa de que en el mundo sigan pasando estas cosas la tiene el hecho de que el ser humano es gregario por naturaleza, y que la mayor parte de las veces necesita seguir a un líder, un iluminado que le indique el camino a seguir. No supe rebatirle. Y no supe hacerlo porque, en el fondo, creo que tenía razón. Basta con echar un ligero vistazo a la convulsa Historia del Hombre, para darse cuenta de que Hitlers, Stalins, Castros o Bonapartes los ha habido siempre. Y mucho me temo, amigo mío, que seguirán habiéndolos por mucho tiempo. Para nuestra desgracia. : ( Un abrazo, Josep Mª.
ResponderEliminarNo sé muy bien, Pedro, cuál es el peor de los males del hombre y de la sociedad, si ese gregarismo del que hablas, si de la soberbia, la intolerancia o, muchas veces, la ignorancia. La ignorancia es muy peligrosa cuando no solo esconde desconocimiento sino desgana de aprender de los errores de quienes nos han precedido.
EliminarEn un mundo tan convulso, con tan pocas ganas de convivir en armonía, de renuncar a odios racistas, tribales y religiosos (chiítas contra sunitas, los tutsies contra los utus and so and so) es imposible vivir en paz. Lo peor de todo es tener que ver estos espectáculo lamentable sin poder hacer nada, o muy poco, porque quienes tienen realmente el poder de cambiar las cosas (nuestros queridos políticos y líderes de la económía mundial) no están dispuestos a colaborar.
Un abrazo, amigo.
Un reportaje muy bueno el que has hecho Josep, muy bien documentado y con la denuncia que corresponde a todos los malos momentos que han pasado por la historia en cada época, llena de guerras determinadas por la ambición de quien corresponda. Tremenda esta cuestión, y sin embargo los políticos peleando por la poltrona, lo único que les importa...
EliminarEsperemos que toda esta gente se vaya acomodando como les corresponde a cada ser humano.
Un abrazo.
Muchas gracias, Elda, por tu comentario.
EliminarEs penoso ver cómo la historia se repite y no somos capaves de apreneder para que esas injusticias y atrocidades no vuelvan a ocurrir.
Cada fin de año brindamos por la paz y un mundo mejor pero acaban resultando deseos utópicos.
Un abrazo.