En mayo de 1990, justo un año antes de abandonar la empresa norteamericana que años atrás me había enviado al curso de formación en Whatley Manor, tuvo lugar en Sevilla el meeting anual del área de Regulatory Affairs (1). Este encuentro, al que asistirían unos cincuenta profesionales procedentes de otras tantas filiales del Grupo, ese año se celebraría en España y más concretamente en Sevilla, a sugerencia de mis colegas inglesas que, desde la oficina europea en Maidenhead (Gran Bretaña) dirigían el cotarro. Por lo tanto, como representante español y residente en este país, me correspondió el dudoso honor de organizar el evento, que tuvo como escenario el hotel Meliá Lebreros. Obviaré referir la multitud de anécdotas que viví antes y durante la organización, y que podría calificar como una antología del disparate, porque no es éste el objeto de estas líneas.
El caso es que, a la cena de clausura del susodicho meeting, asistiría, ni más ni menos que Paul Freiman, a la sazón presidente de la multinacional, quien debía dirigirnos unas palabras. Por lo tanto, el hecho de que una hora antes de dar comienzo el acto, la sala donde debía llevarse a cabo todavía estaba patas arriba, fue más que suficiente para imaginarme mi cabeza rodando por la moqueta. Por fortuna, la capacidad de hacer las cosas a última hora e improvisadamente que tenemos los españoles hizo que todo estuviera a punto unos minutos antes.
Entonces, si todo acabó bien, ¿por qué estaba tan sudoroso cuando entré, con cara de perro apaleado, en el salón-comedor? Pues por culpa del director médico de la filial mexicana que también asistió al meeting. Desde el primer momento que apareció en escena, no hizo más que incordiarme. Primero, pretendía que me encargara de localizar y recuperar su equipaje extraviado; luego, exigió que le cambiara la habitación por una de la planta VIP; no paraba de quejarse por todo, incluso de la grasa del jamón de Jabugo que le sirvieron como aperitivo el día de su llegada triunfal. Todo un plasta. Pero lo peor de todo fue lo mal que me lo hizo pasar por quedar él bien ante el presidente. Creo que es una anécdota digna de contar para ilustrar lo que puede llegar a hacer una personalidad dominante sobre otra sumisa, en este caso la mía.
El presidente de la Compañía, a quien el doctor mexicano tenía el honor de conocer en persona, había llegado a primera hora de esa misma tarde en que se había de celebrar el acto aquejado de mareos y vértigos que achacaba al viaje en avión y a los problemas auditivos que solía padecer. Como no desaparecían, poco antes del inicio de la cena de clausura, buscó a su buen doctor mexicano para que le diera un remedio para su mal. Y ahí empezaron mis carreras. Éste me hizo llamar y me dijo, no, más bien me ordenó, que hiciera lo que fuese pero que tenía que conseguir, pero ya, unas ampollas de Cianocobalamina (vitamina B12) inyectable, un viejo medicamento que, por aquellas fechas, comercializábamos en España con el nombre “B12 Latino Depot”.
-Pero, ¿cómo voy a conseguirlo ahora, con tan poco tiempo? –dije, preocupado.
-Pues, yo qué sé. Llama a algún delegado de Sevilla y que lo traiga –me contestó.
-Es que no conozco a ningún delegado –añadí, más preocupado todavía.
-Pues busca el teléfono de la delegación en el listín o lo que haga falta pero espabila.
Y ante mi desconcierto, añadió, taladrándome con la mirada:
-Pero ¿sabes tú quién es ese? ¡Es el presidente de la Compañía, joder! Nos la estamos jugando como no tengamos en unos minutos ese medicamento.
Me di perfecta cuenta de que no podía dar más excusas pues daría la impresión de ser un pusilánime, un indeciso, una nulidad que no sabe reaccionar ni tiene iniciativa alguna y no quería quedar como tal. ¿Dónde estaba mi iniciativa y mis problem solving skills? Sabía que si conseguía lo que se me pedía, quien se llevaría el mérito sería el doctor mexicano y yo solo sería un simple peón ignorado. Pero algo tenía que hacer.
-Iré a una farmacia –le dije, extrañándome de no haberlo pensado antes ni que él me lo hubiera propuesto.
-Pues ya puedes ir corriendo, venga, no te quedes ahí.
Dicho y hecho, me lancé, primero hacia la recepción del hotel para preguntar dónde estaba la farmacia más próxima y luego a la calle para llegar a mi destino cuanto antes. Eran las siete y media y las farmacias suelen cerrar a las ocho, así que ya me podía dar prisa si no quería ver mi cuello saltando por los aires.
En la farmacia me dispensaron el medicamento pero no tenían jeringuillas. ¿Cómo es posible que no tengan jeringuillas? ¿Y ahora qué? ¿Dónde está la farmacia más próxima a esta farmacia más próxima al hotel? Pues siga recto esta calle y a unos trescientos metros encontrará otra.
De vuelta de esa segunda carrera contrarreloj, trotando, con traje y corbata, con la camisa pegada al cuerpo, con la frente perlada de sudor, seguramente despeinado y jadeando como un toro de lidia durante el descabello, hice entrada, ante la mirada de asombro del director internacional de Regulatory Affairs y de muchos de mis colegas, en la antesala donde se estaba sirviendo un coctel antes de pasar al salón-comedor. Tan pronto como el doctor mexicano me vio, se me acercó ágil como una liebre, me arrebató el paquetito que llevaba bien sujeto a la mano y desapareció tan raudo como había aparecido. Al cabo de unos minutos, reapareció, relajado y satisfecho y, sonriendo por debajo de su frondoso bigote, me dedicó un guiño de complicidad. Ni gracias, ni bien hecho, ni nada. Para él la medalla y para mí el sofoco y las agujetas.
Cuando el meeting hubo terminado y todos los asistentes hubieron abandonado el hotel, me quedé una mañana más en Sevilla, hasta tomar el vuelo hacia Barcelona por la tarde, para pasear relajadamente por los aledaños de la Giralda y comer, por fin, a mi antojo y relajado.
La comida de despedida, en el restaurante La Albahaca, en el corazón del barrio de Santa cruz, fue la mejor, con diferencia, de los últimos diez días. Probé el “ajo blanco”, que estaba de muerte. Y por la tarde, ya en la sala de embarque, me despedí de aquella ciudad con una mezcla de alivio y tristeza; alivio por haber dejado atrás tanta tensión y tristeza por no haber podido disfrutarla con más detenimiento. Ya habría, como efectivamente las ha habido, más oportunidades. Abandoné, pues, Sevilla, con un montón de recuerdos y un fuerte sabor y olor a ajo en la boca. No se lo digáis a Victoria Beckham.
[1]
Literalmente, Asuntos Regulatorios; especialidad que, en la industria
farmacéutica, se responsabiliza fundamentalmente de obtener la autorización de
comercialización de nuevos productos farmacéuticos y de parafarmacia y de
observar el cumplimiento de la legislación en materia de medicamentos y
productos sanitarios.
Veo que tu vida laboral daria para un libro jeje
ResponderEliminarOdio a las personas que intentan pisar a los demás y derrochan prepotencia. Pero el tiempo pone a todos en su lugar, apuesto que ya lo ha hecho con el doctor mexicano ;)
Mi vida laboral da para tanto que, efectivamente, tras mi jubilación "forzosa" escribí una novela autobiográfica o unas memorias noveladas, como se quieran llamar. Evidentemente, este libro no llegó a ver la luz, solo edité unos pocos ejemplares para obsequiar a los miembros más íntimos de mi familia. De hecho, estos últimos relatos forman parte de algún capítulo del libro aunque los he sintetizado más de lo que están en el original. Fue un ejercicio catártico para acabar con los fantasmas del pasado, un desahogo anímico que me vino muy bien.
EliminarNo sé qué ocurrió con el doctor mexicano pero puedo asegurarte que, en más de un caso, se cumplió eso de que el tiempo pone a todos en su lugar (o a cada cerdo le llega su San Martín, que es lo mismo), tanto es así que de este modo se titula uno de los capítulos.
Gracias por tu comentar.
Un abrazo.
Jajajaja, un relato encantador a pesar de tus preocupaciones por atender a las exigencias (permíteme decirlo) del cernícalo del mejicano. Me ha hecho mucha gracia como has contado la búsqueda del medicamento y los sudores que te produjo.
ResponderEliminarYa se sabe donde hay patrón... pero podía haber sido más amable.
De cualquier manera, encantadora la ciudad donde toco el evento.
Como siempre un placer seguir tus historias.
Abrazos.
El hombre se las traía. Vino con aires de faraón, jeje.
EliminarPero eso y muchas más anécdotas por el estilo ya son agua pasada. Ahora solo quedan los recuerdos que a veces me hacen reír y otras me dan ganas de llorar, al ver lo pardillo que yo era.
Sevilla fue lo único bueno de esa experiencia y habré vuelto como cinco veces y siempre con muy buenos recuerdos.
Un abrazo.
Me encanta cuando te poner relator, Josep. Tienes una fluidez y una amenidad que engancha al lector desde el principio.
ResponderEliminarTu vida laboral daría para una buena novela, ya lo creo que sí, ¿por qué no lo intentas? No una autobiografía sino una trama novelada basada en tus experiencias.
Dejando aparte que al doctor mexicano me habría gustado darle un puñetazo, el relato me ha gustado muchísimo.
Un abrazo, amigo.
Me alegra verte (o leerte) de nuevo por aquí, Fefa. Ya te extrañaba, jeje.
EliminarMuchas gracias por tu elogioso comentario. Alguna vez he pensado hacer lo que dices. De hecho, tengo escrita una autobiografía novelada pero no es publicable pues, aun hallando quien quisiera publicarla o auto-editándola, aburriría al personal. Me he planteado reconvertirla en una novela basada en mis experiencias infantiles, juveniles y adultas pero me da mucha pereza. No obstante, no lo descarto si algún día me da por ahí.
Muchas gracias por tu consejo y un abrazo, amiga.