En Octubre de 1984, volví a incorporarme a la multinacional norteamericana, que había abandonado por un periodo de poco más de un año para probar fortuna en otra sueca, cuya experiencia no resultó todo lo placentera que esperaba. Durante los seis años y medio que duró esta segunda etapa, lo que recuerdo con más desagrado fue mi estancia en Whatley Manor.
Whatley Manor era –y todavía lo sigue siendo- una mansión del siglo XVIII, en plena campiña inglesa, restaurada y convertida en hotel de lujo para todo tipo de clientes pero especialmente pensada para hombres de negocios, cursos de formación para ejecutivos y reuniones de empresa, debido seguramente a que la estancia en un lugar tan tranquilo y apartado era como un retiro espiritual. El único buen recuerdo que conservo de mi paso por allí fue el del día de mi marcha, el de la vuelta a la libertad.
La empresa había montado un curso de formación para mandos intermedios de una semana de duración y ese fue el lugar elegido para la ocasión. Antes que yo, había asistido al curso Rafael, el director técnico quien, al saber que yo iba a ser el siguiente, me llamó desde Madrid, donde teníamos la fábrica, para infundirme ánimos en su estilo siempre tan directo, diciéndome que aquello era un “palo de padre y señor mío”. El director de recursos humanos, en cambio, no debió entenderlo del mismo modo pues vino a mi despacho para darme la enhorabuena por haber tenido el privilegio de ser elegido para disfrutar de esa oportunidad única que se me brindaba.
Cuando veo ahora las imágenes del hotel por internet me retrotraigo a esos días de un mes de mayo de mediados de los años ochenta. Aunque los alrededores han cambiado un poco, sigue presente esa sensación de ahogo que me producía saberme examinado, escrutado como acatador y dador de órdenes, analizado como mando según la presión a la que era sometido, verme observado y calificado en función de mi actitud de liderazgo durante esos juegos en grupo al aire libre aparentemente intrascendentes pero que denotaban, a parecer, nuestra personalidad. Ejercicios en solitario y en grupo, puestas en escena de situaciones laborales conflictivas, el role-playing, discusiones, lecturas y ejercicios orales y escritos llenaron esos días de encierro con la sana finalidad de formarnos como mandos y futuros ejecutivos.
Pero, curiosamente, lo que peor me hizo sentir no fue esa experiencia formativa sino la angustia vivida durante mi viaje de ida a Londres. Cuando me marché de casa para dirigirme al aeropuerto del Prat, era muy temprano y mi mujer todavía dormía. Mi hija Anna, que debía tener poco más de un año de edad, afectada de unos tremendos catarros de repetición que nos tuvo meses y hasta años preocupados hasta que un otorrino buen samaritano accedió a extirparle amígdalas y vegetaciones, estaba padeciendo esos días uno de los episodios más virulentos. Antes de marcharme, fui a verla en la cuna y su agitada respiración y la calentura de su cuerpo me sobrecogió y aunque sabía que el tratamiento al que la teníamos sometida acabaría dando sus frutos, como siempre, no pude evitar irme con el corazón en un puño.
Como si de un mal presagio se tratara, me venía recurrentemente a la mente la imagen de la niña en estado de gravedad y la de mi mujer yendo a urgencias con ella en brazos. Por mucho que quise quitarme esa idea de la cabeza, no podía evitarlo y no paraba de pensar que mientras yo andaba por ahí, mi hija podía estar en estado grave. Cada vez que quería llamar a casa para cerciorarme de que todo iba bien, algo me lo impedía. Llamaban a embarcar o no tenía, ya en Londres, monedas para poder usar un teléfono público. Incluso, cosas de la mente, me pareció oír mi nombre por megafonía, tanto en la terminal de Barcelona como en la de Heathrow. En ambas ocasiones, me quedé inmóvil, agudizando el oído por si volvían a repetir el mensaje, pero nada. Pensamientos horribles me asaltaban por mucho que intentaba alejarlos por estúpidos. No sería la primera vez que ocurre una desgracia mientras el padre está ausente –pensaba-, ni sería la última que un bebé fallece en la cuna. Y dale que te pego. Llegué a mi destino hecho un manojo de nervios.
En el aeropuerto de Heathrow nos agrupamos unas veinte personas de distintas filiales de Europa en torno a un rótulo que, con el nombre de la empresa, sostenía un hombre de mediana edad que nos llevó en un microbús hasta el que sería nuestro reducto durante una semana. Tan pronto me entregaron la llave de la que sería mi habitación, una planta baja que daba a un patio o courtyard, como mejor suena, me lancé sobre el teléfono y marqué el número de casa. Como casi siempre me ocurría cuando estaba de viaje, no había nadie en casa, lo cual acrecentó mi alarma. Ya decía yo que algo malo ha pasado. ¿Estarán en el hospital? –me repetía. Hasta que llamé a mi suegra y con sólo oír su tono de voz me tranquilicé al momento. Su “Ay, hola, ¿dónde estás?, pero si se te oye como si estuvieras aquí al lado”, me dijo que todo estaba en orden. Luego me contó que madre e hija habían salido a pasear pues la niña ya no tenía fiebre. Ahí terminó mi suplicio humano y paternal, el peor que uno puede sufrir. Ahora ya podía entregarme al viacrucis al que me someterían nuestros dos instructores norteamericanos.
Cuando al término de esa larga semana regresé al trabajo, vino a verme de nuevo el director de recursos humanos para preguntarme sobre mi experiencia. ¿Qué podía decirle? Tuve que sacar al hipócrita que todos llevamos dentro para casos especiales y referirle lo útil que ese curso había sido para formarme como mando. Y qué decir de los instructores, unos monstruos de la psicología empresarial, unos perfectos coach. No añadí más para que no se me notara la exageración.
No sé si ese paso por Whatley Manor me ayudó a ser un mejor empleado y mando. No sé si luego estuve a la altura de lo que procedía para alguien a quien han preparado para actuar como el perfecto subordinado para unos y un buen jefe para otros. Lo que sí sé ahora es que lo que me pareció entonces un suplicio no sería más que el preámbulo de lo que me esperaba durante el resto de mi vida profesional.
Josep Mª, son muy interesantes las páginas de tu bitácora, en cuanto a tu vida laboral, pues de ellas se extraen datos de interés sociológico, tema que me atrae. Visto desde fuera, "los jefes" parecen haber tenido mucha suerte en alcanzar esos puestos, pero se ignora lo que tienen que soportar de sus mandos. Esos ejercicios para convertirse en buen jefe, me parecen de un extremado estrés emocional, y lo relatas con realismo y la credibilidad de quien lo ha vivido.
ResponderEliminar¡Qué descanso se adquiere, en esos casos, cuando la jubilación libera de esas obligaciones impuestas!.
Un abrazo.
Nada es gratis en esta vida; lo malo es cuando el precio que hay que pagar para ser algo o alguien es demasiado alto. Muchas veces (más de lo que desearíamos) nos vemos "obligados" a soportar o a aceptar ciertas tiranías a cambio de un status socio-económico atrayente y de una estabilidad laboral.
EliminarLlegar a la jubilación ha sido, en mi caso, una liberación total.
Muchas gracias, querida Fanny, por venir a leerme y dejar este amable comentario.
Un abrazo.
El mundo laboral puede llegar a ser estresante tanto como la formación, hay veces, que uno se deja hasta la piel en ellos, aunque lo peor de todo es encontrarse en paro, sin ningún trabajo.
ResponderEliminarSiempre interesantes tus textos, Josep.
Un beso.
Desde luego, no hay nada peor que no tener trabajo. Es triste, sin embargo, que para vivir (=trabajar) uno tengo que dejarse la vida. Vaya contrasentido.
EliminarComo siempre, agradezco tu presencia y tus comentarios
.
Un beso.
Hola, Josep Mª. Un placer leerte, como siempre. Me ha parecido demoledora esa frase tuya en una de tus respuestas a los comentarios de una de tus lectoras: "Lo malo es cuando el precio que hay que pagar para ser algo o alguien en esta vida es demasiado alto". ¡Y pensar que algunos lo pagan con gusto y hasta parecen disfrutarlo! Qué diferentes podemos llegar a ser los seres humanos los unos de los otros, ¿no crees? Tu texto, al margen de la desazón que encierra, me ha parecido excelente. Un abrazo.
ResponderEliminarMuy cierto, Pedro. Hay quien no repara en "gastos" a la hora de labrarse un porvenir aun a expensas de su vida familiar pues su escala de valores es distinta. Creo que todos, en mayor o menor medida, hemos estado sometidos a la tiranía del mundo empresarial o de la vida laboral. Lo malo es cuando cedemos demasiadas cosas de la nuestra, la de verdad.
EliminarMi pecado ha sido la sumisión y han tenido que pasar muchos años para que me rebelara contra ello, cuando quizá ya era demasiado tarde.
La disyuntiva entre vivir y trabajar y el sometimiento a las normas laborales ya fue objeto de dos reflexiones mías en mi blog "Retales de una vida", con las entradas "La bolsa o la vida" (27-06-13) y "Nunca tuve que ponerme un esmoquin (11-07-13).
Muchas gracias por tus comentarios.
Un abrazo.
Bueno ante todo te digo lo de siempre, cuentas las cosas de una forma maravillosa, las lecturas siempre resultan de lo más agradable porque todo lo relatas con gran calidad, pero claro y nítido.
ResponderEliminarCreo haberte leído más peripecias de tu vida laboral, de esas que por cualquier causa te han quedado grabadas y con las que deleitas tus lectores.
Encantada de haberme pasado por este blog que siempre se me olvida.
Un abrazo Josep.
Son muchas las anécdotas que podría contar de mi vida laboral pues son también muchos años los que estuve en activo. Hay, lógicamente, historias de todo tipo pero las que no se olvidan son aquellas que te hicieron sentir mal. Alguna más caerá, jaja.
EliminarMuchas gracias, Elda, por visitar este blog.
Un abrazo.
No todos tenemos la oportunidad de trabajar en algo que nos gusta, la gran mayoría aguantamos el suplicio de levantarnos todas las mañanas y soñamos con encontrar algo mejor. Creo que lo verdaderamente importante es no hacer de tu trabajo tu vida, sino un medio para lograr subsistir y tener suficiente tiempo libre para disfrutar de los tuyos.
ResponderEliminarCuando he buscado trabajo siempre he dejado claro que no estaría dispuesta a viajar, sería una agonía estar lejos de mi familia, como fue tu caso. Pero en los tiempos que corren y quizá por entonces no había elección...
¡Un abrazo!
En esta vida, muchas veces nos comportamos como autómatas inconscientes, hacemos cosas porque es lo que se espera de nosotros. Uno ale de la universidad lanzado a comerse el mundo y al final es el mundo quien se te come a ti. Es difícil mantener un equilibrio entre vida "pública" y privada. Ahora se habla mucho de la conciliación entre familia y trabajo pero a mi me tocó trabajar en empresas que exigían dedicación total, las 24h del día los 365 días del año.
EliminarProcura que eso no te pase nunca. Como decimos en catalán: "Més val menjar poc i pair bé"
Un abrazo.