martes, 20 de enero de 2015

Recuerdos de una escalera (y III)



Por lo que a mí respecta, los recuerdos auditivos y olfativos permanecen tanto o más tiempo en la memoria que los visuales. Así, puedo oír todavía los cuartos y las horas que daba aquel viejo reloj de pie, con la caja de madera de color caoba y forma de guitarra, por cuya abertura central veía balancearse un péndulo dorado al son de un sonoro tic-tac; un viejo (por su estado) y antiguo (por su edad) reloj al que mi padre daba cuerda con una pequeña manivela, puntual y pacientemente, todas las noches, antes de acostarse.

Ese reloj casi centenario lo trajo consigo mi abuela materna al trasladarse a vivir con nosotros, junto con otros enseres y mobiliario de los que no quiso desprenderse. Su habitación era algo digno de una tienda de antigüedades. Recuerdo esa enorme cómoda, con un gran espejo frontal y sobre la que descansaba una imagen en bronce de un San Roque cuya visión me producía aprensión, con ese perro lamiéndole las úlceras de la rodilla. Por no hablar del devocionario, un librito negro que siempre tenía en su mesilla de noche y que, en una ocasión, estando yo enfermo y aburrido en cama, me dejó leer para ayudarme a ser un buen cristiano. Ver aquellas ilustraciones en blanco y negro, aquellos horripilantes dibujos de demonios, de almas en pena e infiernos llameantes engullendo a sus víctimas pecadoras fue algo espeluznante para un niño de unos seis años. Y es que casi todo lo que rodeaba a mi abuela era bastante lúgubre y siniestro, empezando por su vestimenta, de luto riguroso, y terminando por las historias de brujería y superstición de su pueblo natal que nos contaba y que, según ella, eran auténticas.

Tras esa desagradable experiencia, preferí desde entonces otro tipo de lectura. Los tebeos -que ahora se les llama Comics-, como el TBO, Pulgarcito, el Tiovivo y, más tarde, El Capitán Trueno, El Jarato y Hazañas Bélicas, formarían parte de mi lectura preferida pero por su precio, entre una y cinco pesetas, creo recordar, mi madre lo consideraba algo superfluo. Así pues, tuve que contentarme, con gran alivio y regocijo por mi parte, con los ejemplares de segunda mano que generosamente me prestaba, a espaldas de su hijo y usufructuario de los mismos, la señora Encarna, vecina del primero primera, que pasaba mucho tiempo en casa para charlar con mi madre por las mañanas y rezar el rosario por las tardes, y que me tenía un gran cariño porque, según solía decirme, prácticamente me había visto nacer.

Me inicié, pues, en la lectura gracias a esos Comics que recibía de prestado cuando enfermaba. Hasta que un día de gripe y febrícula recibí un preciado regalo: un viejo ejemplar de Las aventuras de Tom Sawyer. He perdido la cuenta de las veces que releí esa novela, imaginándome ser el protagonista, pero no por las aventuras de riesgo que corría el intrépido Tom sino por los pasajes que describían su relación con Becky, la niña de la que se enamoraba. Era, sin lugar a dudas, un romántico precoz.

Mi pasión por la fantasía fue congénita y mi madre la causante de ella, eterna contadora de cuentos y aventuras, y todo lo que rodeaba a lo aparentemente fantástico me subyugaba sobremanera. En este sentido y aun a riesgo de ser arbitrario, creo que pocos eran los niños que vivían las Navidades y, en especial, la noche de Reyes como yo lo hacía, o mejor dicho, lo sentía. Lo mío era una locura acompañada de una ingenuidad desmesurada e ilógica. Y es que cuando a la ingenuidad se le une la fantasía, el resultado puede ser una experiencia alucinante.

Así, una noche de Reyes, vi asomarse la cara del Rey Baltasar (deduje que debía ser él por la negrura de su cara) por la puerta de mi habitación, que sin duda entreabrió para asegurarse de que estaba dormido, tras lo cual me arrebujé de tal modo que casi no podía respirar. Todavía veo las sonrisas de mis padres cuando me oyeron contar esta tremenda experiencia nocturna.

¡Todo era tan fantástico en aquella época! Fantástico y autentico. No existían los mensajeros reales, la carta la entregábamos a los mismísimos Reyes Magos de Oriente, ¡en mano! Y nos sentábamos en su regazo para contestar a una retahíla de preguntas sobre nuestro comportamiento en casa y en el colegio. Además, se lo curraban de verdad, no como ahora, pues estaban en todas partes, a lo largo de todo el recorrido que hacíamos a pie desde casa hasta el centro. Primero, en los almacenes El Barato, en la esquina entre Villaroel y Tamarit, frente a la Ronda San Antonio. Después, les veíamos sentados en unos magníficos tronos en los almacenes El Águila, en la Plaza Universidad. Y finalmente, en los almacenes El Sepu, pero ahí solo estaba Melchor, en lo alto de un torreón, saludando con la mano a todos los niños y niñas que paseaban por las Ramblas. Debía ser el que gozaba de una mejor forma física –pensaba yo- para poder subir, a su edad, hasta allí arriba. Al cabo de los años, esos almacenes fueron pasto de las llamas, que acabaron borrándolos del mapa, excepto El Sepu, que volvió a funcionar. Eso debió ser, sin duda, un acto vengativo de alguien que, de mayor, quiso ajustar cuentas con quienes no habían cumplido con sus expectativas infantiles. Por tal motivo, digo yo que, desde entonces, Sus Majestades envían a sus lacayos para evitar riesgos innecesarios.

Las Navidades han cambiado al compás de la modernidad más consumista y menos altruista. Todo era, eso sí, bastante primitivo. Recuerdo el aguinaldo que se le daba al barrendero, al cartero, al farolero, al sereno, y a no sé quién más, todos ellos conocidos en el barrio y que llamaban a nuestra puerta, casi siempre antes de cenar, para pedirlo en persona a cambio de una sencilla felicitación que entregaban con un poema en el reverso. Recuerdo el gran pesebre que montábamos en una tabla de madera apoyada sobre el respaldo de dos sillas, alrededor del cual cantábamos villancicos. Recuerdo el frío de verdad en una Barcelona cálida el resto del año, mitigado por un brasero en el comedor y una bolsa de agua caliente en la cama. Recuerdo la nevada del 62 y los primeros copos cayendo a la vuelva de la Misa del Gallo, y al hijo de nuestros porteros que, mirando caer la nieve, repetía incrédulo “ca, no cuajará, no cuajará”, y el metro de nieve que cubría las calles al despertarnos por la mañana. ¡Eso sí que era Navidad!

No solo las costumbres han cambiado. El barrio, mi barrio, esa Barcelona en miniatura donde en un radio de doscientos metros disponíamos de todo lo necesario, ha sufrido una profunda transformación. El colmado o tienda de ultramarinos, como algunos la llamaban, donde mi madre me enviaba a comprar aceite o patatas y a cuyo propietario le decía que ya pasaría ella a pagarle; el zapatero remendón de la esquina con ese olor penetrante a goma y cola de pegar; la tienda de electrodomésticos donde reparaban de todo porque las reparaciones salían más a cuenta que comprar un aparato nuevo; la lechería que servía la leche a granel en cuartillos de hojalata (que al hervirla producía esa deliciosa capa de nata y que me disputaba con mis hermanas); la bodega de al lado donde comprábamos el vermut también a granel y el hielo a pedazos, que cortaban con una guillotina a partir de largas barras de hielo que traían a diario en furgonetas; la panadería donde vendían el pan a peso real (y que cuando iba yo a comprarlo nunca llegaba entero a casa pues me comía el cuscurro o la añadidura); la mercería, con tantas clases de hilos y botones; la librería-papelería donde mi madre compraba las novelas de Corín Tellado y yo los lápices de colores. Esas tiendas han desaparecido o se han reciclado. Los grandes almacenes y los hipermercados han dado al traste con los pequeños negocios familiares, que no pueden competir con las grandes superficies, ni en precio ni en surtido.

Recuerdos de escalera, recuerdos de barrio, recuerdos de domingo cuando los niños de catequesis íbamos al cine parroquial a ver esas desternillantes películas de Charlot y del Gordo y el Flaco, o a los dos cines de barrio, a tiro de piedra de casa, que echaban dos películas de reestreno precedidas por el preceptivo NODO y que frecuentábamos, mis hermanas y yo, cuando la sesión era apta para todos los públicos.

Todo ha cambiado y nosotros también; las cosas cambian o desaparecen pero los recuerdos perviven. Estos grandes-pequeños recuerdos de mi infancia, cuando vivía en aquella escalera de vecinos y en aquel barrio, y que mantengo frescos en mi memoria, me dicen que, aunque no todo lo pasado fue mejor, el menos deberíamos haber conservado y fomentado aquello que nos hizo felices, que nos hizo saborear la vida y vivirla plenamente, aquellos aspectos de nuestra niñez que contribuyeron a que hoy sepamos valorar lo mucho o poco que tenemos.
 

8 comentarios:

  1. ¡Vaya texto te has marcado hoy! Me has hecho sentir melancólica hasta a mi, que no he vivido ni la mitad de las cosas que dices. Podría decir que las comodidades de hoy no las cambiaría por nada pero la cercanía de la gente, la calidez de un barrio sencillo y el conformismo con los pequeños detalles que son los que más felicidad aportan se echan de menos.
    Un abrazo.

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  2. Me alegra, Aida, que te haya gustado y que haya sido capaz de hacerte sentir cercana a algo tan alejado en el tiempo y, sobre todo, tan ajeno a una persona tan joven como tú. Cuando tengas mi edad podrás, sin duda, evocar recuerdos de la que fue tu infancia y escribir sobre ellos de tal forma que serán los jóvenes de las nuevas generaciones quienes se regocijarán con tus memorias.
    Un abrazo.

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  3. Todo ha cambiado tanto, yo recuerdo las navidades sin tanto consumismo, ni tantos regalos, y eramos muchos más felices con menos cosas, todo ha cambiado, hasta el mismo clima.

    Me gusta venir a tu blog, me haces reflexionar, y también me haces retroceder en el tiempo hasta mi niñez.

    Un beso.

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    1. Sin que debamos anclarnos en el pasado (eso sería malo e inútil), va bien, de vez en cuando, hacer un alto en el camino y pararnos a reflexionar sobre lo que fuimos y cómo vivimos en nuestra infancia y adolescencia. Podemos aprender mucho del pasado.
      Gracias por venir a leerme y dejar tu amable comentario.
      Un abrazo.

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  4. Qué entrañable relato, Josep. Tal y como tú lo cuentas, con esa fluidez y esa claridad de recuerdos auténticos, se me hace que la vida de ahora es solo artificio y "postizos". Tus recuerdos apelan a los míos, y en efecto las cosas y nosotros mismos hemos cambiado mucho. Ha sido todo un lujo leerte, de veras. Comparto, con tu permiso.

    Un gran abrazo nocturno!!

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    1. No podemos, ni debemos, oponernos a los cambios siempre que éstos impliquen ganar en calidad de vida (en todos los sentidos). Lo malo es cuando se pierden importantes valores por el camino y éstos parecen resistirse a volver a ocupar nuestras vidas.
      Me alegro que mi relato te haya hecho aflorar tus propios recuerdos y agradecido quedo por que lo hayas compartido.
      Un abrazo matutino.

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  5. Exacto, estas generaciones más jóvenes que desde pequeños lo han tenido todo y de todo, nunca podrán valorar las pequeñas cosas como nos ha pasado a los que tenemos una edad, y que recordamos con tanto cariño.
    Un relato encantador que me ha hecho recordar, como en el anterior, como viví mi infancia jugando en la calle mientras me comía el bocadillo, para luego subir y hacer los deberes (que mal me sentaba eso) jajaja.
    Un placer pasar por tu excelentes letras Josep.
    Un abrazo.

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    1. Aunque hayan cosas que no podamos recuperar, costumbres y, sobre todo, valores perdidos, por lo menos podemos tratar de hacérselos inculcar a nuestros hijos para que sepan valorar lo que tienen. Yo, al menos, lo he hecho. Recuerdo cuando mis hijas eran solo unas niñas y la gente nos decía "pero qué bien educadas que las tenéis" solo por el hecho de pedir las cosas por favor y dar las gracias luego. Ahora los críos se abalanzan hacia un asiento libre en el metro o autobús cuando yo me levantaba para cedérselo a una persona mayor. Eso es lo que deberíamos conservar como oro en paño.
      A veces, cuando digo estas cosas pienso si no me habré hecho viejo.
      Gracias, Elda, por tu comentario y me alegro que te haya hecho recordar cosas gratas de tu niñez.
      Un abrazo.

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