viernes, 9 de enero de 2015

Recuerdos de una escalera (II)



Aunque los alrededores han cambiado, levanto la vista y tengo ante mis ojos exactamente la misma visión de cuando era niño. La misma fachada, aunque más oscurecida por el tiempo si cabe, el mismo balcón con la barandilla de hierro forjado y oxidado por la vejez y, posiblemente, por el abandono, en un viejo edificio de siete plantas, pegado a su gemelo idéntico como si de hermanos siameses se tratara. Un edificio, cuyas cinco plantas superiores constaban de dos viviendas por rellano, mientras que el principal y el primer piso albergaban cuatro de muy reducidas dimensiones, dos sin baño y dos sin cocina, según dieran al patio o a la calle. Por fortuna, el ingenio de los inquilinos suplía esas deficiencias montando la pieza que les faltaba en alguna otra parte de la exigua vivienda. Ese fue el escenario de nuestra vida en común.

Me contaron que, cuando mi familia creció y necesitó de más espacio vital, tras cumplir mi primer año de edad y venir a vivir con nosotros mi abuela paterna, nos trasladamos desde una de esas viviendas del principal a la del tercero segunda, que acababa de quedar libre y que disponía de cuatro habitaciones, comedor, cocina y baño completo, todo un lujo para quienes no estaban acostumbrados a un piso como aquel, de poco más de setenta metros cuadrados.

Muchos no creen posible que pueda retener en mi mente algunas imágenes y recuerdos de aquellos primeros años: el cochecito plegado tras las cortinas de un pequeño habitáculo que hacía las veces de armario; mi padre en la galería que daba al patio de vecinos, sosteniéndome en brazos y mostrándome aquellos gatos que vivían a expensas de algunas vecinas misericordiosas; la caja de zapatos convertida, gracias a la maña y paciencia de mi madre, en un cochecito de cartón; la tienda de campaña que me montaba, para que me entretuviera mientras ella cosía, con una sábana que sujetaba aquí y allá con unas pinzas de tender la ropa; el caballito de cartón destripado en el que me columpiaba; la máquina de coser que funcionaba dándole a un gran pedal, como en los órganos de viento; los cuentos que diariamente escuchaba, a la hora de comer, en el programa de radio “Tambor”, a la una, y a la hora de cenar, en el del programa vespertino “Cascabel”, a las ocho y media, después de que mi madre escuchara los consultorios sentimentales de Montserrat Fortuny, a las doce del mediodía, y de Elena Francis, a las siete de la tarde.

Debí de ser un niño muy impresionable pues no me explico cómo esos recuerdos de mi más tierna infancia puedan ser tan límpidos, como si solo hubiera transcurrido una década, y que se me agolpen sin apenas proponérmelo: Mi primer día de parvulario en aquel piso de la calle Parlamento, convertido en una academia para niñas, la Academia Creus, de alumnado mixto los dos únicos cursos de parvulario que en aquel entonces existían, y a la que asistían mis dos hermanas; mi clase, en un altillo prefabricado en el patio trasero y con una gran pizarra en la que siempre figuraba, en lo alto de una esquina, un dibujo a color de un gran ojo sobre una nube y dentro de un triángulo, simbolizando, supongo, la omnipresencia de Dios y la Santísima Trinidad; la distribución laberíntica de las otras clases, conectadas entre sí y por las que debíamos transitar hasta llegar al patio donde se hallaba ubicado el parvulario; la señorita María Ángeles, la directora, una mujer robusta y morena, que me atemorizaba con unas bromas que yo no entendía, como cuando me sentó sobre el mostrador de recepción haciéndome creer que me quedaría con ella en lugar de irme a casa con mis hermanas, que estaban a punto de salir de clase; y, cómo no, Maribel, la niña rubia y de ojos azules que tanto me gustaba, vecina y compañera de parvulario, hija de un carpintero que mira por dónde se llamaba José, que tenía su vivienda y taller en uno de los pisos del principal y que un día me hizo una tosca espada con dos listones de madera de pino.

Hay hechos que se convierten en recuerdos personales porque nos los han contado tantas veces que acabamos haciéndolos nuestros o porque conservamos algunas imágenes en un viejo álbum de fotos, pero este no sería el caso en todo lo que acabo de referir pues todavía puedo evocar las emociones, anímicas (temor, alegría, sorpresa) y sensoriales (el olor a tiza, a lápices, a batas escolares, a serrín), asociadas a esos acontecimientos. Será que mi cerebro absorbió tan ávidamente aquellas experiencias e imágenes que, en su día, me resultaron especialmente impresionantes, que las ha guardado a muy buen recaudo durante todos estos años.

Dicen que cuando envejecemos, perdemos la memoria a corto plazo pero conservamos, en cambio, intactos los recuerdos de la niñez y juventud. A veces, me cuesta recordar lo que cené la noche anterior. ¿Será que ya he entrado en esa etapa?

6 comentarios:

  1. Entrañable tu relato, Josep Mª. Considérate un auténtico privilegiado al ser capaz de retener en la memoria esos impagables recuerdos de tu infancia, la misma que ha hecho que seas quien eres en la actualidad. Lástima que los recuerdos no se puedan transcribir sensorialmente a un formato de audio y video, para poder revivirlos cómodamente sentados ante nuestro televisor tantas veces como deseemos. Afortunadamente, los seres humanos poseemos el don de la escritura, y gracias a ese don podemos plasmar esos recuerdos sirviéndonos de las palabras y permitiéndonos revivir esos recuerdos con cada nueva lectura. Te felicito por ello. Un abrazo, Josep Mª.

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    1. Aunque hoy nos parezca descabellado, quién sabe si en un futuro (lejano?) alguien invente un artilugio que transforme pensamientos en sonido o, mejor aun, en imágenes. Pero, como muy bien dices, entretanto tenemos la suerte de poder y saber transmitir, con mayor o menor acierto, esos recuerdos impagables que forman parte de nuestra vida.
      Muchas gracias, Pedro, por volver a leerme y dejar tu amable comentario.
      Un abrazo.

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  2. Josep Mª, me ha encantado la narración de estas vivencias de tu infancia; me resultan entrañables por la inocencia con que se vivieron y porque soy mayor y puedo identificarme con algunas de ella. Es estupendo recordar, hacer un repaso de nuestra biografía para comprender cómo somos ahora, fruto del pasado. Los recuerdos siempre acompañan, llenan huecos de soledad y nos proporcionan una película que muchas veces nos hace sonreír.

    Eres un buen narrador. Mi felicitación.
    Un abrazo.

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    1. Cada generación tiene sus puntos de encuentro, vivencias comunes. Creo, sin embargo, que los que vivimos aquellos años, tenemos más razones para sentir nostalgia pues perdimos en ellos nuestra ingenuidad. Muchas gracias, Fanny, por tus amables comentarios.
      Un abrazo.

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  3. Qué envidia me das, Josep. Mi memoria es pésima en lo que a recuerdos de la niñez se refiere. Soy incapaz de ubicar en el tiempo hechos sueltos que recuerdo y que sin embargo mis hermanas pueden situar con detalle. Lo tuyo es un don, sobre todo porque tengo la sensación de que tuviste una infancia feliz :)

    Gracias por compartir con nosotros tus recuerdos personales. Es casi como si hubiésemos participar un poco de ellos.

    Un abrazo!!

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    1. Sí, la verdad es que a veces asombro a propios y extraños con detalles que les parece mentira que pueda recordar. Espero conservar la memoria por muchos años pues enriquece mi existencia y me permitirá contar "batallitas" a mis nieto/as.
      Muchas gracias por dedicar parte de tu tiempo a leer mis historias y a dejar tu amable comentario.
      Un abrazo.

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