martes, 6 de enero de 2015

Recuerdos de una escalera (I)


El tercero segunda del número 165 de la Avenida del Paralelo ha conocido muchas épocas y generaciones, atesorando muchos recuerdos, pero para evocar los míos, los más preciados, hay que retroceder hasta los años cincuenta y sesenta, cuando, apretujados en el estrecho balcón, podíamos ver y, algo que hoy sería impensable, oír las películas que se proyectaban en el Cine Avenida, aquel cine de barrio que, en las noches de verano, se trasladaba a la azotea del edificio. Nuestro balcón y su azotea les separaban unos trescientos metros y aun así, aguzando nuestros oídos sin demasiado esfuerzo, podíamos seguir perfectamente el diálogo entre Grace Kelly y James Stewart en “La ventana indiscreta” de Hitchcock o entre Charlton Heston y Eleanor Parker en “Cuando ruje la marabunta” de Byron Haskin. Años después resultaría imposible oír al vecino de al lado de tanto barullo que originaba un tráfico intenso las veinticuatro horas del día. En unos diez años, aquella avenida se había transformado en un torrente imparable de vehículos.

Al margen de que hoy en día los niños tienen unos entretenimientos muchísimo más sofisticados, aunque quisieran, tampoco les sería posible jugar al juego de los coches, ese al que jugaba con mi hermana menor, también desde el balcón de casa, y que consistía en adjudicarnos los coches que circulaban en una u otra dirección, ella los que subían desde el puerto hasta la Plaza España y yo los que circulaban en sentido contrario, ganando quien contabilizara los coches más llamativos a ojos de unos niños de aquella época. Nuestros preferidos eran, sin lugar a dudas, esos coches americanos, conocidos popularmente como ”haigas”, que llamaban la atención por su longitud y fastuosidad.

¡Qué tiempos aquellos! Tiempos de malta con leche recién hervida para desayunar, de pan con chocolate para merendar, de hielera en vez de refrigerador, de televisión en blanco y negro con carta de ajuste  y un solo canal para los más pudientes, de misa matutina diaria en el colegio y rosario vespertino diario en casa, de juegos en la calle hasta que nos llamaban para comer, de pantalones cortos hasta los catorce años, de niños que respetaban a sus maestros en clase y a sus padres en casa, tiempos en que todo lo atractivo era pecado, tiempos de atraso, de conveniencias y de ilusiones reprimidas.

En mi escalera, en un avejentado edificio de antes de la guerra, con más de cuarenta vecinos y un anticuado ascensor con botones de latón, cabina de madera con múltiples ralladuras mal disimuladas bajo la capa de barniz, paredes de cristal, y motor con poleas y contrapeso a la vista, solo había un niño de mi misma edad, Joaquín, vecino del cuarto primera, con quien compartía, muy de vez en cuando, juegos y secretos infantiles hasta que la adolescencia nos separó no sé muy bien por qué.

Todos los edificios que formaban la manzana de viviendas daban a un enorme patio interior donde, en los tejados de las plantas bajas, deambulaban decenas de gatos a sus anchas, a los que alguna que otra vecina solitaria y amante de los animales les echaba, contra la voluntad de la mayoría de sus convecinos, que no querían ver crecer a aquella comunidad asilvestrada, comida generalmente compuesta de desechos que, en lugar de acabar en el cubo de la basura, terminaban en el buche de los hambrientos felinos que no paraban de engordar y reproducirse.

De puertas adentro, la oscura y triste escalera de nuestro edificio se veía amenizada, todos los días, con la música salida del teclado de la señora Rosita, vecina del segundo segunda, ensayista de escalas musicales, arpegios y gorgoritos por las mañanas y profesora de solfeo y piano para niños y niñas por las tardes, así como con la voz de barítono del señor Jaime, vecino del segundo primera, que durante su afeitado matutino nos deleitaba con un aria operística o un fragmento de zarzuela. Así pues, todo el elenco musical conocido vivía en el mismo rellano y nosotros gozábamos de una ubicación auditiva privilegiada en el palco del tercero.

Cada vecino, cada familia, tenía, naturalmente, sus historias particulares, unas más emocionantes que otras, unas más reales que las demás, unas más tristes de lo que debieran, pero ese vecindario, formado por un mosaico de las más diversas tipologías, tenía algo en común: haber sobrevivido a una guerra civil, haber formado una familia, pertenecer a una clase trabajadora que, a base de esfuerzo y paciencia, lograría prosperar hasta situarse en una clase media que, con sus ahorros de años de trabajo, podría comprarse los electrodomésticos que, con tanto retraso respecto a otros países, entrarían en nuestros hogares para hacernos la vida más cómoda y, los más acomodados, hasta podrían adquirir ese utilitario tan preciado a plazos.

En ese vecindario tan variopinto coexistían un amplio abanico de profesiones: desde un propietario de un bar de alterne hasta un ex comisario de policía. Y en casa, una familia de seis miembros, formada por mis padres, mis dos hermanas, mi abuela paterna y yo, sobrevivía gracias al pluriempleo de mi padre, desde que salía el sol hasta que se ponía, y a la costura por encargo de mi madre, en el poco tiempo libre que le quedaba después de ejercer de ama de casa, generalmente de noche.

Esa escalera de vecinos era como un enjambre de abejas obreras pero trabajando cada una por su cuenta y riesgo, sin un panal común que defender, sin más objetivo que el de mejorar las condiciones de vida de cada uno de sus miembros. Pero, aun así, era una comunidad donde todos se conocían, se hablaban y se ayudaban: ese “me prestas un poco de sal y harina que me faltan para cocinar”, ese “puedo dejarte al  niño mientras voy a por el pan”, ese “apúntalo a la cuenta que mañana te lo pago”, o esa compañía en momentos de enfermedad o de duelo. Esa escalera de vecinos fue el viejo árbol que sustentó el nido donde nací, el bosque abigarrado por el que me moví durante mis aventuras y desventuras infantiles y juveniles, el refugio donde escondí mis penas adolescentes, el campo donde abandoné mi vida de soltero y del que salí para vivir una nueva vida, más plena, más satisfactoria pero también más complicada.

Recuerdo y recordaré con cariño y con cierta nostalgia mi paso por esa comunidad de vecinos, en la que ya casi no queda ninguno de los integrantes que conocí, y mis orígenes humildes de los que me siento tan orgulloso.
 
 

10 comentarios:

  1. Magnífico relato, Josep Mª. Gracias a tus precisas descripciones has conseguido imbuirme de lleno en esas décadas de los 50 y 60 que, por edad, no llegué a conocer. Para mí esos años son años de una España en blanco y negro en muchos sentidos, gracias, entre otras cosas, al cine y las fotografías que se conservan de aquella época. Sin embargo, yo que también nací y me crié en un barrio de extracción humilde, me he sentido muy identificado con tu relato porque he visto en él un fiel reflejo de lo que fue el mío, ese lugar robado a la nostalgia en el que aún perviven personas y personajes que en la vida real hace años que nos dejaron. Leyendo tu relato he vuelto a rescatar de mi memoria pequeños retazos de una maravillosa infancia, la mía, y has conseguido que gracias al mágico poder de las palabras haya podido acercarme a otra infancia igual de maravillosa, la tuya. Gracias, Josep. Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Pedro por tus más que amables palabras. No sabes cuánto me alegro que este relato, que ha surgido de mis recuerdos, de esas vivencias que nunca se olvidan ni deberíamos olvidar, te haya hecho pasar un rato agradable y, sobre tofo, te haya traído a la memoria tus propias experiencias y tus orígenes. Habrá quien reniegue de sus humildes comienzos pero yo, por el contrario, agradezco todo lo que vi y viví porque, de este modo, creo haber sabido valorar mucho más lo que la vida, por fortuna, me ha deparado.
      Será por imperativos de la edad o del tiempo libre, o a de ambas cosas, pero ahora pienso mucho más que antes en el pasado. A pesar de que debamos vivir el presente, que es lo único real y tangible, nuestro bagaje cultural y social es como una huella dactilar o el código genético de nuestra personalidad y nunca podremos desentendernos de él.
      Un abrazo.

      Eliminar
  2. No em cansaré de dir-te que et considero un "geni de les paraules". Amb els teus relats fas viure uns instants per a tu tant valuosos. Tant amb aquest génere intimista com en els teus relats d'imaginació de "retales de una vida" em fas disrutar amb la lectura. T'estimo per ser com ets.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. I jo t'he t'agrair els ànims que sempre m'has donat per a que escribís i, sobre tot, per valorar-me com ho fas. Potser la teva imparcialitat no sigui tal com ho seria venint d'un estrany però, tot i això, t'ho agraeixo i em dona ànims per continuar. Gràcies per estar aquí, recolzant-me i estimant-me.
      Petons.

      Eliminar
  3. Es cierto, qué tiempos, con ese rico pan de antes con chocolate, qué bueno estaba, ya no saben ahora como antes, o esa carta de ajuste, o los rombos, o ese blanco y negro, y la radio que escuchaban nuestras madres, hoy todo tan distinto, nada tiene que ver el mundo de hace unos años de nuestra infancia al de la infancia de nuestros hijos.
    Te deseo una feliz tarde y que los Reyes Magos te hayan traído todo lo que les hayas pedido.

    Un beso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, María, por volver a este rincón. Aunque no soy de los que opinan que todo tiempo pasado fue mejor, sí creo que hay valores que se han difuminado (porno decir perdido) y ya no nos comunicamos tanto como antes, todos conectados a la red pero sin conversar con quien tenemos al lado. Tampoco soy de los que viven anclados al pasado pero me gusta recordar esos tiempos felices y a los que tuvimos entre nosotros en esos gratos momentos. Recordar, especialmente si es para revivir los momentos de felicidad, es un aliciente que enriquece nuestra vida.
      Yo también te deseo que se cumplan todos tus deseos para este año que acabamos de estrenar.
      Besos.

      Eliminar
  4. Una gran radiografia que comparteixo en molts de punts.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. És que els de la nostra generació compartim moltes experiències i records que, per els més joves, poden semblar de ficció.
      Gràcies, Joan, per deixar el teu comentari.
      Una abraçada.

      Eliminar
  5. Que relato más estupendo Josep, y como me suena todo lo que cuentas en él. Tiempos con carencias de muchas cosas, pero tan sencillos y felices para los niños que lo único que se nos pedía, era hacer los deberes antes de salir a jugar a la calle (en la mía sin asfaltar) con lo cual después de llover podíamos jugar a la lima (robar terreno), jajaja, ¡cómo me gustaba eso!, al truque, a la comba, en fin tantas cosas al aire, y no ahora que los niños se pasan las horas de recreo sentados con un artilugio en la mano sin disfrutar del aire libre...
    Con todos sus adelantos, no cambio mis años jóvenes de prohibiciones, donde cualquier emoción era más fuerte, por los de ahora de tanto libertinaje.
    Gran casa y bonitos momentos los que pasastes en ella. Me ha encantado esta exposición Josep.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Elda, por tu comentario.
      Los que pertenecemos, más o menos, a esa generación, compartimos las mismas experiencias o muy parecidas. Son tiempos por los que siento añoranza aunque, por supuesto, no todo lo pasado fue mejor, pero me quedo con lo bueno y que se ha perdido.
      Un abrazo.

      Eliminar