jueves, 11 de junio de 2015

Quiero ser Boy Scout (I)


El colegio tenía dos patios, el grande y el pequeño, así era cómo los llamábamos. El patio grande era el que más frecuentábamos por estar mucho mejor acondicionado para el juego y los deportes, era muy soleado y podía albergar a todo el alumnado que compartía la misma hora de recreo. El pequeño, en cambio, era bastante umbrío, con el piso de tierra y apenas cabía una clase con holgura, por lo que lo utilizábamos en contadas ocasiones. Habitualmente, éste era el lugar de juegos de los monaguillos y niños del coro durante los descansos, las tardes de ensayo. Ese patio comunicaba, en uno de sus extremos, con lo que había sido la antigua iglesia de San Antonio Abad cuyo pórtico todavía puede verse en la calle del mismo nombre y, en el opuesto, con un local, “el cau”, que albergaba la agrupación de Scouts del colegio.


En más de una ocasión, cuando siendo monaguillo o niño del coro (pues fui las dos cosas prácticamente a la vez), jugaba los sábados por la tarde en ese patio, había visto entrar y salir del cau a los Boy Scouts que allí se reunían. Aunque nunca he sentido atracción por los uniformes, debo admitir que la imagen de aquellos chicos, con su camisa verde oliva, sus botas chiruca, su boina negra ladeada y su fular al cuello, me llamaba tremendamente la atención. Sólo con imaginarme desfilando por los montes en esa guisa ya me sentía aventurero e intrépido pero, sobre todo, importante y respetable a la vista de los demás.

Fue Juliá, mi amigo de bachillerato elemental, quien me animó a que me enrolara pues él ya pertenecía a esa agrupación desde hacía algún tiempo. Con las aventuras que me contaba, sus acampadas en lugares inhóspitos y sus marchas a través de montañas y valles, no le costó mucho convencerme de que eso era precisamente lo que quería. Desde luego, debo admitir que su imaginación y fantasía no me iba a la zaga, así que no puedo reprocharle nada pues, en este y otros sentidos, éramos tal para cual.

Ser Scout no debía ser complicado, pensaba, en tanto fuera capaz de convencer a mis padres pues el dispendio que ello representaba era considerable para sus bolsillos. Al obligado uniforme se tenía que añadir la mochila, el saco de dormir, linterna, brújula, cantimplora y demás adminículos, por lo que la lista era abultada y el gasto más aún.

Fui admitido al primer intento gracias al aval de mi querido Juliá, así de fácil, pero el escollo más peliagudo fue, como me temía, convencer a mis padres para que desembolsaran el dinero necesario para el uniforme y demás accesorios.

No sé qué argucias debí utilizar pero debieron ser convincentes pues, después de bastantes intentos, eso sí, mis padres acabaron claudicando y me vi con mi madre en una tienda de artículos de deporte de la calle Cruz Cubierta adquiriendo todos y cada uno de los útiles de primera necesidad según una lista facilitada por la agrupación.

Una vez dado este paso, sabía que debía asumir todos los esfuerzos que exigiría tal condición por muy pesada que fuera la carga, pues no podía defraudar a mis padres ni darle a mi padre motivo alguno para que pudiera decir aquello de “ya te lo dije” pues no se cansaba de repetir que todo aquello sólo era un capricho que poco iba a durar. “Gastar tanto dinero para nada. Vamos a tirar todo ese dinero por un capricho que le va a durar cuatro días” y siguió con esta cantinela cada vez que me veía de uniforme, hasta que se cansó. Al menos, se cansó antes que yo.

Tenía claro, pues, que no podía echarme atrás pasara lo que pasase y por mucho tiempo. Mi orgullo no permitiría darle la razón a mi padre pero, por otra parte, estaba convencido que mi decisión no era obra de un capricho sino de un deseo que se había convertido en necesidad. Y así, de la noche a la mañana, me vi formando parte de una nueva patrulla que acababa de formarse y cuyo jefe, aunque mayor, era casi tan primerizo como el resto de los integrantes. Y así, vistiendo el uniforme reglamentario, me vi andando por los caminos empuñando el bordón con el banderín bicolor (negro y amarillo) de nuestra patrulla, el fular con los mismos colores y entonando el que sería nuestro lema: “Lobos, todos para uno y uno para todos”. Nada original, por supuesto, un simple plagio de la obra de Alejandro Dumas pero era lo único que se nos ocurrió que rimara con el nombre de nuestra patrulla, los lobos.

Una vez iniciada mi andadura como Boy Scout, me arrepentí ya a los pocos días pero pensé que lo que sentía era normal en alguien que, como yo, que con once años todavía no había abandonado el hogar para pasar siquiera una noche fuera de casa. Recuerdo cómo reprimía las lágrimas una noche que, sentado en una ladera del Tibidabo y lloviznando, veía las luces rutilantes de Barcelona y, entre ellas, imaginaba las de mi casa, sintiendo añoranza por no estar con mi familia viendo nuestro programa de televisión favorito de los sábados por la noche, protegidos de la lluvia y calentitos alrededor de la estufa de butano. De pronto, me sentí tan infantil y avergonzado, con sólo pensar que mis compañeros pudieran adivinar mis pensamientos, que me prometí esforzarme al máximo para dar la talla y hacerme digno de llevar aquel uniforme.

Al cabo de un tiempo, me acostumbré a pasar la noche e incluso días fuera de casa, no temía hacer vivac, me desenvolvía bastante bien en todas las tareas que me asignaba Antón, nuestro jefe de patrulla, aprendí a hacer nudos correderos, sabía encender un fuego con destreza, plantar la tienda de campaña con premura e iba progresando en el aprendizaje de todos los ejercicios, normas y  demás enseñanzas que se exigían para hacer la promesa del Scout.

No todo resultó, sin embargo, placentero pues llegaron las experiencias desagradables, como la de estar perdidos durante muchas horas en los bosques del Montseny, ateridos y sin nada que comer, hasta que vinieron a rescatarnos de la vaguada donde habíamos ido a parar, o cuando explorando unas cuevas en Sant Miquel del Fai, me quedé solo y a oscuras (pues mi linterna decidió dejarme tirado) y, totalmente perdido en el interior de una cueva y, andando a trompicones, acabé dentro de una gran bolsa de agua, por suerte poco profunda, quedándome empapado de la cabeza a los pies (las chirucas tardaron días en secarse). Por fortuna, éstas y otras desdichas montañeras tuvieron un final feliz. Además, pasar frío y calor, soportar la lluvia y el hambre, comer lo incomible, dormir al raso y expuesto a cualquier animal, grande o pequeño, qué más da, sufrir llagas en los pies y llegar extenuado a nuestro destino, eran experiencias que se suponía debían endurecerme. Con este objetivo y el de no defraudar a mis padres, fui soportando todos esos inconvenientes e incomodidades tan bien como pude y al cabo de unos pocos meses de “militancia” fui nombrado segundo de patrulla y me convertí en la mano derecha de Antón.

En esas estaba yo cuando un hecho inesperado vino a torcer la calma mental en la que me hallaba inmerso. Ese hecho, o mejor debería decir accidente inesperado, fue la irrupción en ese escenario de la figura de mi primo Antoñito.

Este accidente no sólo me resultó inesperado e indeseado, sino también inevitable, como inevitable era todo lo que se proponía mi madre.

Viendo a mi primo vagar por las calles y sin nadie que le controlara, mi madre tuvo la brillante idea de que esas actividades al aire libre y en equipo servirían para reconducirle hacia el “buen camino”.

-Por lo menos no irá por las calles como si fuera un golfillo y aprenderá disciplina –ese fue el argumento de mi madre, muy aceptable y con una finalidad muy digna, no lo puedo negar, pero de muy difícil consecución. Mi madre seguía sin conocer la faceta oculta de mi primo.

En este caso, las dificultades económicas no fueron pretexto para renunciar a la pretensión de mi madre y Antoñito, no sé muy bien cómo, fue debidamente equipado para la ocasión. El dinero, al fin y al cabo, era un problema de mis padres. El mío, y más grave, era que tenía que actuar como avalador de mi primo ante el jefe de patrulla para que accediera a admitirle. Aunque intenté persuadir a mi madre para que tal desatino no llegara a producirse, no hubo manera y a cada uno de mis argumentos para hacerla desistir en su empeño, tenía que aguantar una serie de reproches por no querer a mi “pobre primo” como compañero de excursiones. Como siempre, acabé cediendo y, muy a mi pesar, tuve que presentar a Antoñito como, simplemente, un buen chico, pues sabía a ciencia cierta que no serviría de nada, e incluso sería contraproducente, recurrir a la exageración pues cuanto más disfrazara su personalidad, más vergüenza pasaría cuando se descubriera su lado oscuro. Mister Hyde nunca duerme.

Creo que Antón adivinó que algo no cuadraba, pues aunque le aceptó por ser yo quien lo proponía como candidato, le dijo que lo admitía pero que durante un tiempo estaría a prueba, algo inusual hasta entonces.
 
CONTINUARÁ
 
 

5 comentarios:

  1. Me ha encantado. Esperando segunda parte. No sé si será biográfico o no, pero se nota que los scouts han formado parte de tu vida. Te lo digo como scout. Genial. Un besillo.

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    1. Muchas gracias María y me alegro que te haya gustado. Todo lo que cuento es pura realidad. Sucedió tal cual. Habrán dos episodios más, espero que los leas y que también te gusten.
      Un abrazo de Scout.

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  3. Nunca he tenido contacto con el mundo Scout, sin embargo me has hecho rememorar momentos de las colonias de verano. Con narración fluida y una sencillez clara y amena, he disfrutado de la primera entrega de tus peripecias de infancia en este relato autobiográfico. A demás de mencionar lugares en los que ambos hemos estado. Yo soy de Terrassa, conozco bien Barcelona, el Tibidabo... Por no hablar del Montseny, ahora vivo en Sant Celoni, solo tengo que sacar la cabeza por la ventana para ver tal belleza y voltearla para ver el Mont Negre.
    Seguro que Antón vio el reflejo de Mr. Hyde en los ojos de tu primo Antoñito.
    ¡Abraçada, Company!

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    1. Muchas gracias, Edgar, por tu visita y por dejar tu comentario. Todos hemos vivido distintas peripecias en nuestra infancia y adolescencia, unas más entrañables que otras. Siempre me ha gustado recordarlas y contar las incontables anécdotas que he vivido a mi familia y a mis amigos. Así pues, ahora le ha tocado el turno a lo/as lectore/as que pasa por este blog, un blog especialmente destinado, como reza su encabezamiento, a las reflexiones y a las vivencias personales.
      Es todo un lujo vivir cerca de la naturaleza hecha montañas y valles y respirar u aire más puro que en el cinturón metropolitano.
      Una abraçada!

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