Espero que hayáis disfrutado
de vuestras vacaciones, dentro o fuera de España, y no hayáis sufrido ningún
contratiempo importante. Yo me he quedado, como siempre desde hace años
(gracias a la jubilación, evito las temporadas altas para viajar), en nuestro
apartamento en la Costa Brava, soportando, por primera vez en mucho tiempo, un
calor bochornoso y asfixiante, pues, estando situados frente al mar, nunca
habíamos experimentado tal agobio climático.
Pero al incordio calórico
hemos tenido que añadir uno mucho peor: la masificación turística, que, a mi
juicio, ha rebasado notablemente la que hemos tenido que soportar y a la que ya
estábamos acostumbrados durante las últimas décadas.
Siempre he abominado de la
falta de civismo de la mayoría de extranjeros que visita nuestras costas (ya
tenemos suficiente con los desaprensivos locales), y que no buscan precisamente
practicar un turismo cultural sino el clásico turismo de desmadre y borrachera,
al que los ayuntamientos de las poblaciones costeras dicen querer hacer frente
incrementando la calidad de la oferta, algo que hasta ahora ha resultado
inoperante porque para ello hacen falta medidas que muchos comerciantes no
están dispuestos a asumir. Lo que quieren estos comerciantes, ya sean de la
restauración, de la hostelería o propietarios de tiendas de artículos varios
(camisetas, bañadores, artículos de playa, souvenirs, etc.) es hacer caja y
poco les importa los desmanes de los jóvenes (y a veces no tan jóvenes) que
dejan las calles y las playas como un vertedero, o las peleas nocturnas entre
grupos de nacionalidades rivales, sobrados de alcohol y/o droga.
Este año hemos tenido que
llamar a la policía local en varias ocasiones para que desalojaran de la playa,
justo delante de nuestro bloque de apartamentos, a individuos que, bien entrada
la noche y de madrugada, alborotaban, riendo y gritando como dementes,
acompañados de música a todo trapo. En la última ocasión que tuvimos que pedir
la intervención de los municipales, tardaron en acudir 45 minutos porque
estaban literalmente desbordados y no tenían efectivos suficientes.
No soy capaz de hacer un
ranking de gamberros playeros y callejeros, pero yo pondría en el top ten a
franceses, británicos, italianos, holandeses y alemanes, por este orden. Los
rusos, todavía muy abundantes, en cambio, se comportan francamente bien. Claro
que estos no suelen ser turistas de paso, sino propietarios de apartamentos
(generalmente de lujo) y, por lo tanto, velan por la integridad y seguridad del
lugar que se ha convertido en su primera o segunda residencia.
Otro despropósito de este mes
de agosto ha sido la masificación en la playa, motivada esta principalmente por
la desaparición de una franja importante de arena y del paseo marítimo en un
extremo de la cala, por culpa de un tremendo temporal primaveral, de modo que
los habituales de esa parte de playa han tenido que desplazarse hacia el
espacio que hasta ahora ocupaba la gran mayoría de usuarios. Pero esto no es lo
peor, pues entiendo que la gente tiene que buscarse un lugar donde plantar su
sobrilla y extender sus toallas y enseres playeros, pero he quedado sorprendido
del instinto tremendamente gregario de algunos, que no dudan en asentarse a
medio metro, e incluso menos, de tu toalla, de modo que están abordando tu
espacio vital y eliminando toda posibilidad de que otros bañistas puedan avanzar
hasta la orilla sin tener que hacer verdaderas piruetas entre las toallas de sus
vecinos.
Desde hace un par de años, solemos
bajar a la playa a las nueve de la mañana, cuando está prácticamente vacía, el
sol es mucho más benigno y solo hay unos pocos madrugadores, generalmente de
cierta edad (quizá porque son de poco dormir o buscan tranquilidad). Pero este
año, a esa hora ya había una larga hilera de gente acomodada en la orilla, empezando
a ser un poco complicado hallar un buen lugar en primera línea de playa donde
asentarnos sin molestar a nadie. Pero, una vez conseguido el objetivo, la
tranquilidad duraba muy poco, pues al cabo de una hora escasa parecía que
habían abierto las puertas del redil y una multitud de individuos cargados con
sillas plegables, sombrillas, bolsos y toallas, desembarcaban a nuestro
alrededor, situándose en pequeños espacios que nadie habría pensado que cupiera
toda una familia, con bebé y cochecito incluido.
Y ya solo faltaba la exagerada
extensión de tumbonas y sombrillas de alquiler, que restringen todavía más el
espacio destinado a tomar el sol a todo aquel que no desea pagar por el uso de
tales elementos. Desde nuestra terraza observaba cada mañana, a eso de las ocho
y media, como el “tumbonero-sombrillero” iba esparciendo esos bártulos a lo
largo y ancho de la playa, dejando entre tumbona y tumbona un par de metros, a
lo sumo, llegando hasta unos seis metros de la orilla. Ello acabó en bronca
diaria por parte de los usuarios que no hallaban dónde situarse de forma
mínimamente cómoda, mientras que el 90% de las rumbonas estaban sin ocupar ni
alquilar.
Y ya para terminar, hay que
añadir que, debido a la zona de playa impracticable antes mencionada, por culpa
del temporal, a los dos chiriguitos que estaban instalados allí, el
ayuntamiento les ha concedido un permiso temporal (en principio hasta que se haya
rehabilitado la parte de la playa dañada y del paseo hundido) para trasladarse,
uno delate de nuestro edificio, y el otro a unos treinta metros de aquel. En
general, no hemos sufrido ninguna molestia seria, salvo el olor a fritanga (estamos
en una tercera planta) durante el horario de las comidas, desde las doce del
mediodía a las cuatro de la tarde, y desde las seis de la tarde a las once de
la noche. Y luego la contaminación acústica, no tanto por el griterío de los
clientes sino por el ruido estrepitoso, por fortuna muy breve, producido por el
vertido de los envases de vidrio vacíos en un contenedor adosado al local. Y
así tantas veces al día como fuere necesario. ¿Solución? Mantener cerrada la
puerta de la terraza, para poder así hablar, leer y ver la televisión sin
molestias. Y con todo cerrado a cal y canto y con el calor y bochorno de este verano,
hemos tenido que hacer algo insólito hasta el momento: comprar unos
ventiladores, especialmente útiles por la noche, al acostarnos, pues la
temperatura nocturna no permitía el descanso y dormir con las puertas que dan a
la terraza abiertas era exponernos a un insomnio por culpa de las algarabías de
los paseantes que no hallaban el momento de retirarse a dormir.
Por supuesto, no todo ha sido
tan calamitoso, pues también ha habido momentos de relax, acariciados por la
brisa marina y acomodados tranquilamente en la terraza, un placer de poca
duración, pero intenso. Será cierto aquello de que lo bueno, si breve...
Ya sé que todo puede contarse
desde varias perspectivas, que hay quien ve el vaso medio lleno y otros lo ven
medio vacío. No sé si será por la edad, pero todos estos inconvenientes que he
narrado, se me hacen cada vez más cuesta arriba. Ahora solo espero que llegue
el otoño para ver desaparecer todos estos elementos fastidiosos, ver la playa
prácticamente vacía, los chiringuitos cerrados y poca gente deambulando por las
calles, mucho más limpias y transitables.