martes, 3 de diciembre de 2013

Los lápices de colores



Recuerdo una ocasión en la que fui castigado en la clase de párvulos y si lo recuerdo es por las consecuencias finales y fatales que tuvo en mi amor propio. No sé cuál debió ser el motivo de tal correctivo pero presumo que injusto porque se me antoja que éste ha sido mi sino. El caso es que tuve que compartir pupitre con quien iba a ser la responsable del primer ataque a mi autoestima y de mi primer tropiezo con la autoridad. Si cierro los ojos, todavía recuerdo con claridad qué y cómo aconteció.

Todo sucedió porque la niña con quien tuve que sentarme (ese era el peor de los castigos que a los niños de la clase se nos podía infligir), se quedó con mis lápices de colores. El problema fue que, además de pupitre, tuvimos que compartir mi caja de lápices porque ella no había traído los suyos y al terminar la clase no quiso devolvérmelos. Cuando le dije que eran míos y que me los devolviera, se negó en redondo poniéndose a gritar y a llorar.

Cuando la señorita, intentando interceder en el conflicto, le preguntó a la niña si los lápices eran suyos y ésta le dijo que sí berreando y moqueando, ante mi insistencia en reclamar lo que consideraba de mi propiedad, me agarró del brazo y me dijo, muy enfadada, que le dijera la verdad, que confesara que eran de esa niña, o me castigaría. Su mirada de enojo, acusadora, dando por sentado que era yo el culpable de todo aquel despropósito, hizo tal mella en mi seguridad que preferí ceder, aceptar la derrota y resignarme a la pérdida de lo que era mío que seguir adelante con esa situación tan violenta y que sólo podía empeorar.

Al llegar a casa, se lo conté a mi madre, quien no entendía cómo una niña había podido hacerme esto y cómo mi profesora había permitido tal desatino. Viendo cómo su cara se encendía a medida que yo avanzaba en el relato de lo acontecido, me temí lo peor cuando entrara en escena el papel de mi estimada señorita como árbitro y yo como el jugador a quien le han sacado la tarjeta roja injustamente.

Como no podía ser de otro modo ante tal desatino, mi madre se puso hecha un basilisco y, ni corta ni perezosa, fue a ver a la señorita en cuestión para aclarar el asunto de marras, tras lo cual, y gracias a sus dotes de persuasión, consiguió sus disculpas y que la niña ladrona y embustera me devolviera lo que quedaba de una caja Alpino (de las pequeñas, eso sí) que no era mucho y lo que quedó de ella parecía salido de los restos de un naufragio. ¿Cómo pudo esa cría arrasar con casi todo mi arsenal pictórico, aunque no fuera muy abundante, en apenas veinticuatro horas?

El caso es que esa criaturita de párvulos, Bárbara creo que se llamaba (de ser así, el nombre le iba que ni pintado), se quedó sin mis lápices pero también sin el justo y necesario castigo. Otra injusticia pues si a mí, creyéndome culpable, me amenazó con castigarme, ¿por qué no lo hizo con ella cuando se descubrió su embuste? Pero eso ya sería otra historia.

Esta historia infantil viene a cuento porque de ella obtuve la primera enseñanza de mi corta existencia: que hay quien para demostrar que lleva razón, aun no teniéndola, defiende su postura con la mayor vehemencia posible (hay que ganar como sea, no importa cómo) y lo peor de todo es que la gente que presencia su actuación le da crédito o no se atreven a contradecirle a menos que tengan pruebas irrefutables de que miente. La excusa que la profesora le dio a mi enfadada madre fue que como la niña gritaba tanto y yo no, la creyó a ella, maldita tunanta.

Puedo alegar en mi defensa, sin embargo, que un crío a esa tierna edad teme a las reprimendas, sobre todo las de un extraño con autoridad como puede ser su maestra. ¿Cómo iba a pedirle explicaciones a alguien que, aunque derrotado por mi madre en el campo de batalla dialéctico, me infundía tanto respeto e incluso temor ante una posible represalia? También debo añadir que los niños de los años cincuenta éramos mucho más apocados en público que los de ahora debido, entre otras cosas, a la educación de la época.

El meollo de la cuestión está en que, todavía hoy y me temo que siempre, se le da mayor crédito al que más levanta la voz. La gente se inclina a favor de quien defiende una causa con más ímpetu y si esta defensa va acompañada de gritos y violencia verbal, más aún, cuando lo que debería valer a la hora de defender una causa, una opinión o lo que sea y lo que realmente debería influir en los demás no es el tono de voz ni el lenguaje corporal empleado sino las palabras y los argumentos, es decir el fondo y no la forma.

Los gritos y los malos modales deben desacreditar a quien los usa mientras que la educación y la moderación son armas mucho más valiosas. Sí es cierto que no siempre se le da la razón a quien la tiene pues hay quien es muy diestro con las palabras y sabe utilizar argucias para convencer al prójimo y si no, ahí están los abogados y los políticos para demostrarlo. Yo diría, pues, que se suele dar la razón a quién es más hábil en contra de quién es más honesto, pero siempre he creído que al final el tiempo pone a todo el mundo en su lugar.


4 comentarios:

  1. Creo que muchos tenemos escenas de ese tipo en nuestra memoria...

    Un abrazo grande¡

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  2. Tienes toda la razón del mundo, Josep. Desgraciadamente, eso de creer a quien más chilla es algo que sigue funcionando. Y en todos los ámbitos.
    Tal vez algún día alcancemos el grado de civilización necesario para que eso deje de ser así.
    Un abrazo, brillante cronista.

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  3. Estoy muy de acuerdo con lo que dices al final. Creo que la habilidad gana a la honestidad y como ejemplo los que tú pones.
    Y esta barbara chillona, es un fiel reflejo de la crueldad de algunos niños, los que se encargan de atemorizar a los compañeros o hacerlos de menos por algún defectillo.
    Estupendo relato como siempre.
    Un abrazo.

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  4. Queridas Mcarmen, Fefa y Elda: Por desgracia, hay patrones de comportamiento que ya proceden de la más tierna infancia y sólo una buena educación puede corregirlos. Esperemos que algún día no muy lejano, las estridencias y las trifulcas groseras queden definitivamente desterradas de nuestra sociedad. Muchas gracias por leerme y por dejar vuestros comentarios.
    Un abrazo.

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