domingo, 27 de abril de 2025

Kit de supervivencia

 


La Comisión Europea presentó hace unas semanas su estrategia de preparación ante grandes crisis y amenazas, que pueden ir desde un accidente o guerra nuclear, ataques a infraestructuras críticas, pandemias, catástrofes naturales y actos de terrorismo a gran escala.

Se trata de anticiparse y reaccionar con rapidez ante tales agresiones, así como de tener en cuenta la experiencia que los Estados Miembros han adquirido en determinados sectores (sic). De acuerdo con lo publicado, Bruselas propone que todos los hogares de la Unión Europea tengan reservas de agua, medicamentos, baterías y alimentos para subsistir 72 horas sin ayuda externa en caso de crisis. 

Concretando más, el llamado kit de emergencia debería incluir los siguientes elementos: 

  • Agua embotellada (mínimo 5 litros por persona)
  • Alimentos fáciles de preparar y preferiblemente no perecederos
  • Una radio a pilas
  • Una linterna
  • Una batería de repuesto para el móvil
  • Un hornillo o cocina portátil (y gas envasado)
  • Combustible
  • Cerillas
  • Dinero en efectivo
  • Medicamentos
  • Pastillas de yodo
  • Material de primeros auxilios
  • Cinta adhesiva
  • Un extintor
  • Artículos de higiene

Todo esto, en teoría, está muy bien, pero me pregunto por qué todos estos artículos solo están pensados para cubrir tres días. ¿Qué ocurrirá una vez agotado este tiempo? ¿Acaso después de 72 horas ya habrán desaparecido los efectos de la desolación que habrá provocado una guerra nuclear o cualquiera de las otras grandes amenazas mencionadas? ¿A quién se le ha ocurrido tamaña tontería? Si por lo menos hubieran aconsejado fabricar búnkeres... ¿Acaso no han tenido en cuenta que la duración real de los efectos de la tremenda radioactividad que se concentraría en la atmósfera perdurarían más de tres días, de modo que nuestro humilde hogar no sería un reducto protector ni a corto ni a largo plazo? Porque una cosa es la energía que se libera en el momento del impacto y otra muy distinta es la radioactividad remanente que afectaría a todo ser viviente durante décadas e incluso siglos, haciendo la vida en la tierra insoportable. Y, aun inclinándonos por construir búnkeres, ya hemos llegado tarde. Un bunker no se fabrica en dos días y habida cuenta de la gran población que debería protegerse, como no reutilizáramos, una vez vaciados y debidamente adaptados y blindados, los panteones familiares —aquellos que los tengan— esparcidos por todos los cementerios españoles, no habría espacio suficiente para todos. Y no me imagino los nichos albergando a una familia entera. Los que no tengan ni una cosa ni la otra, los sin techo, pues ya se sabe, que se busquen la vida o, mejor dicho, la muerte.

¿Así pues, para que servirá ese kit de 72 horas en caso de un cataclismo mundial? Me imagino a una multitud de familias agazapadas en su casa, comiendo de las latas de conserva, escuchando la radio, iluminándose con una linterna, mientras contemplan por la ventana —eso si su edificio no ha caído hecho escombros— la brutal devastación producida por lo misiles nucleares de largo alcance que van dejando la ciudad arrasada hasta los cimientos y escuchando por la radio transistor las noticias del día. ¿Y quién será el valiente de salir a echar un vistazo por los alrededores una vez se les haya acabado las existencias? ¿Les servirá para algo el dinero en metálico que han reunido?  Por cierto, ¿no faltaría añadir a esa lista de adminículos una máscara y ropa anti radiación? ¿Y papel higiénico? No lo sé, digo yo.

Ideas ridículas, propias de ignorantes, abundan últimamente. El mejor de los ejemplos lo encontramos en la amenaza rusa de lanzar misiles con cabezas nucleares a todas las capitales de la Europa occidental, como si ellos quedaran inmunes a la radioactividad que asolaría todo el continente. ¿O es que tienen, y no lo han revelado, una cúpula de más de 17.100.000 km2, que proteja a Rusia de la radioactividad que ellos mismos han liberado y ante una respuesta nuclear? Porque no creo que los países atacados y con armas nucleares se quedaran con los brazos cruzados.

Todo esto se me antoja un juego de niños perversos. Bravuconadas de matones que pretenden asustar a sus enemigos y aterrorizar a los ciudadanos de a pie. Y todo por culpa de disponer de armas nucleares. ¿Qué sentido tiene la escalada nuclear que se ha ido produciendo? ¿Por qué a unos países (los buenos) se les permite tener y desarrollar armas nucleares y a otros (los malos) no? ¿Quién lo decide? Supongo que los más chulos. Pero esta es otra historia repleta también de ridículas contradicciones.

Yo no pienso lanzarme a comprar esos artículos de “primera necesidad” para poder sobrevivir las 72 horas más alucinantes y menos realistas de nuestra vida. Y ahora que lo pienso, creo que dispongo de todos ellos.

 

martes, 15 de abril de 2025

Envejecer

 


Con esta entrada solo deseo reflejar una situación real, sin pesimismo de por medio, aunque esté impregnada de una cierta tristeza, pues no deja de ser triste envejecer. El envejecimiento es un proceso natural e irreversible, que afecta a todo ser vivo y para el que todavía no se dispone de cura alguna.

Ahora bien, la edad cronológica y la edad biológica no son iguales. En la mayoría de los casos, el proceso de envejecimiento comienza a principios de los 20 años,  cuando empezamos a perder neuronas, y los primeros signos visibles aparecen alrededor de los 30. A partir de ese momento, las cosas evolucionan a una velocidad variable. Por regla general según la OMS, hasta los 60 años una persona no puede ser considerada de edad avanzada, algo que se me antoja caduco en pleno siglo XXI y en nuestro país, donde la esperanza de vida media es de 82 años, dependiendo del sexo.

Pero dejémonos de estadísticas y de definiciones. Lo que verdaderamente cuenta es lo que uno siente y cómo se ve durante este proceso de envejecimiento a lo largo de toda su vida.

Hay gente realmente preocupada por los efectos de la edad, y se horrorizan al ver aparecer arrugas en su frente, cara y cuello e intentan por todos los medios, disimularlas e incluso acabar con ellas recurriendo a las inyecciones de bótox o de ácido hialurónico, por no hablar de la cirugía estética, que muchas veces hace más estragos que el envejecimiento natural.

Si hay personas todavía jóvenes que pretenden, en vano, mantenerse eternamente jóvenes, ¿qué harán cuando lleguen a la madurez, y no digamos, a la vejez?

Aunque resulte triste observar esos cambios en nuestro organismo, debemos aceptar que son el resultado de un proceso natural e imparable, que afecta a todos por igual, y convivir con ellos pacífica y razonablemente bien. Sé que resulta más fácil decirlo que vivirlo, pero considero que es un buen consejo a seguir.

Lo que, por lo menos a mí, me resulta más traumático es ver el antes y el después sin transición de por medio. Una cosa es verte en el espejo día a día o ver a alguien casi a diario, con lo que esos cambios físicos resultan menos patentes, que ver una fotografía familiar de hace muchos años y comparar esa imagen con la actual (ver a tus padres cuando eran jóvenes y verlos ahora ancianos, o ver a tus hijos siendo niños y ahora que ya son adultos; en ambos casos no parecen que sean las mismas personas), o reunirte con antiguos compañeros de clase y casi no reconocerlos. Eso me ocurrió en una cena de antiguos alumnos transcurridos más de veinte años desde que acabamos el bachillerato. Por fortuna para mi ego, a mí todos me reconocieron.

Cuando ahora, a mis 74 años, me dicen que me conservo muy bien para esta edad, que parezco mucho más joven, siempre respondo, con sorna, que estoy, efectivamente, muy bien de chapa y pintura, pero que de motor ando un poco averiado, de modo que, siguiendo con este símil, si fuera un automóvil, no pasaría la ITV.

Lo que acabo de referir puede ser algo natural, uno puede parecer joven por fuera y ser un viejo por dentro, y viceversa. Y no solo físicamente, pues hay jóvenes viejos y viejos jóvenes mentalmente.

Dicen que la juventud está en el interior, al igual que la belleza, pero dejémonos de monsergas y aceptemos que nos hacemos irremediablemente viejos con el tiempo, es ley de vida, y el tiempo no pasa en balde, tarde o temprano nos pasará factura, si no nos la ha pasado ya.

Pero lo que aquí quiero exponer es algo que va más allá de lo físico, y se refiere a la aceptación de la vejez, momento en el cual ya no podemos seguir desempeñando las mismas actividades con el mismo vigor o, incluso, las tenemos vedadas para siempre por culpa de los achaques, entre los cuales está la limitación de la movilidad.

Sé de personas que, llegado ese, llamémosle, trance, no solo se agobian, sino que se deprimen. Una cosa es ser viejo y otra es sentirse realmente viejo.

Esta situación es la peor imaginable, pues en lugar de aceptar lo irremediable con filosofía, y aprovechar lo que todavía podemos hacer con satisfacción, quien se siente un viejo inútil vivirá amargado el resto de su vida, y se la amargará a sus seres queridos. Y es que hay quienes siempre ven el vaso medio vacío y otros, los más afortunados, medio lleno. Lo único que puede dar al traste con toda posibilidad de optimismo ante la vejez es la soledad. Vejez, enfermedad y soledad es una combinación perversa que hace que quien la padece desee acabar sus días lo antes posible.

Hay muchos libros de autoayuda sobre cómo envejecer bien, pero me temo que están escritos por psicólogos y médicos jóvenes, lo cual resta, a mi entender, objetividad, pero, aun así, pueden ser de utilidad para quienes temen llegar a ser unos viejos inútiles. Yo leí uno hace unos pocos años y no me aportó nada nuevo a lo que ya sabía e imaginaba, quizá porque ya estaba mentalizado para lo que se me venía encima, lo que no significa que vea la vejez con simpatía.

En fitoterapia (tratamiento farmacológico con plantas y extractos vegetales) se deja claro que lo natural no tiene porqué ser sano —hay plantas altamente tóxicas—. Pues del mismo modo, el envejecimiento, aun siendo natural, tampoco podemos afirmar que sea sano, pero, por lo menos, podemos hacer que sea tolerable.

Como dijo el escritor y físico alemán, Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799), Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos. Y eso que este científico no llegó a los sesenta años. Pero si tenemos en cuenta la esperanza de vida en el siglo XVIII, llegó a viejo, lo que ignoro es en qué condiciones. Espero que se aplicara su propia máxima.

Vivir es envejecer, y vivir bien debe implicar envejecer bien. Parafraseando a Descartes, yo diría “envejezco, luego existo”.

 

martes, 1 de abril de 2025

¿Pobre y feliz o rico e infeliz?

 


Muchas veces nos habremos encontrado ante la disyuntiva de tener que elegir entre dos opciones sin saber por cuál decantarnos, pues ambas tienen sus pros y sus contras. Y la elección es todavía más complicada cuando esas dos opciones son polos opuestos.

¿A quién no le han preguntado, de niño, a quién quería más, si a papá o a mamá? Yo no sé vosotros, pero que yo recuerde, mi respuesta era invariablemente “a los dos por igual”. Una respuesta realmente tan diplomática como falsa, pues de pequeño uno suele tener una preferencia, llamémosla también debilidad, hacia uno de los progenitores. Del mismo modo, aunque nadie quiera reconocerlo, los padres también pueden sentirla hacia uno de sus hijos, aunque ello no signifique que no quieran a todos por igual.

Pero una vez abandonada la infancia, viene la típica pregunta de qué quieres ser de mayor y muchas veces no sabemos (al menos yo) qué responder. En tal caso, nos enfrentamos a una disyuntiva cuya resolución puede marcar el resto de nuestra vida. Y esa disyuntiva es todavía mayor si nos planteamos otra pregunta: «¿Qué prefiero, trabajar en algo que me apasione cobrando muy poco o ganar mucho dinero trabajando en algo que no me guste?». Aquí, por supuesto, también cabría recurrir a una respuesta conservadora: «Pues me gustaría trabajar en algo que me apasione ganando mucho dinero» ¡Y a quién no! Pero esa oportunidad muy pocas veces se presenta. Creo que solo lo consiguen los que se hacen famosos en el mundo del arte (actores, músicos y artistas en general), pero seguro que sus inicios fueron muy duros al elegir ver cumplida su vocación a cambio de la incertidumbre. Y aquí me pregunto si aquellos que malviven ganando lo justo para sobrevivir por haberse decantado por su verdadera vocación sin importarles la economía, se arrepienten de su elección.

Todos hemos oído decir que el dinero no hace la felicidad, aunque sabemos que es de gran ayuda para, por lo menos, no ser infeliz por falta de los medios necesarios para llevar una vida cómoda y saludable.

Evidentemente, los extremos no son fiables ni oportunos. Se puede ser muy rico y muy infeliz a la vez, esto está claro, pero siendo muy pobre es muy difícil ser enteramente feliz.

Pero pasemos de la teoría a la práctica y veamos muy resumidamente mi experiencia personal:

A los diecisiete años, justo antes de la Selectividad, tuve que elegir qué carrera universitaria quería cursar. Ante la duda y la falta de información, me plateé tres posibilidades, por este orden: Medicina, Farmacia y Biología. Y ¿sabéis cual elegí?, pues Biología, la que ofrecía muchas menos posibilidades de tener un sueldo mínimamente aceptable, la que menos salidas profesionales tenía —por lo menos entonces—, algo a lo que no le presté la suficiente atención, pues a esa edad primaba más el pensamiento romántico que el pragmatismo.

Y al principio se cumplió la primera de las dos asunciones planteadas: iba a trabajar con ganas, alegría y en un excelente ambiente de trabajo, pero cobrando una miseria como ayudante de investigación en el departamento de bacteriología marina del conocido hoy como Instituto de Ciencias del Mar, gracias a una beca del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

Pero la alegría inicial se convirtió pronto en desánimo por cuestiones que no vienen al caso y que sería muy prolijo de explicar. El caso es que para mejorar mi paupérrima situación económica y asegurarme un futuro más confortable, opté por el transfuguismo pasándome a la Industria Farmacéutica, mucho más generosa en cuanto a emolumentos, aunque el puesto a ocupar no tenía nada que ver con la microbiología. Ese puesto, con el tiempo, me brindó la oportunidad de ir escalando y de cambiar en varias ocasiones de empresa, y cada cambio representaba una mayor recompensa económica, aunque para ello me vi obligado por las circunstancias a licenciarme en Farmacia, que me aportaría unos conocimientos y posibilidades más acordes con la actividad profesional que desempeñaba.

Pero tal como dice el refrán, no todo el monte es orégano, de modo que a lo largo de mi carrera en la industria farmacéutica tuve que vérmelas con constantes pisotones y malas artes por parte de algunos colegas, y con tremendas presiones por parte de mis superiores —algo desgraciadamente habitual en un ambiente tan competitivo como el farmacéutico de la industria—. Aun así, pude ir resistiendo medianamente bien, con altibajos, excepto durante los dos últimos años, que fueron un verdadero calvario, expuesto diariamente a un estado de ansiedad que habría acabado con mi salud mental si no fuera porque finalmente acabé en el paro con sesenta y un años recién cumplidos, debido a una reestructuración total de la cúpula directiva de la que entonces formaba parte.

¿Fui feliz a lo largo del tiempo en el que fui ascendiendo y cambiando de una multinacional a otra? En absoluto. Cada vez ganaba más dinero, aunque a cambio de una mayor responsabilidad y vulnerabilidad ante las dificultades internas y externas. Sin ser rico, gozaba de una economía que me permitía llevar un ritmo de vida muy desahogado, pero sufriendo, a cambio, un estrés constante. Y una vez llegado al punto y final de mi carrera, una vez exento de responsabilidades y presiones, eché la vista atrás y sentí nostalgia de aquella época en la que siendo “pobre” era feliz. 

Pero si volviera al principio, ¿haría lo que hice si supiera lo que me esperaba en la industria? Para ser sincero, no lo sé. Y termino como empecé esta entrada, volviendo a preguntar ¿qué es preferible, tener un sueldo muy modesto trabajando en algo que nos divierte o tener un muy buen sueldo a cambio de trabajar a disgusto? Como dije antes, siempre podemos recurrir a la solución más salomónica: la de trabajar en algo que nos satisface ganado mucha pasta. Pero lo bueno, bonito y barato no existe, y si existe, se da en tan pocas ocasiones que es un chollo que no hay que dejar escapar. ¿Alguien de vosotros/as tiene o ha tenido la gran suerte de haber visto cumplida esta posibilidad? Si es así, mi más sincera enhorabuena.