Muchas
veces nos habremos encontrado ante la disyuntiva de tener que elegir entre dos
opciones sin saber por cuál decantarnos, pues ambas tienen sus pros y sus
contras. Y la elección es todavía más complicada cuando esas dos opciones son
polos opuestos.
¿A
quién no le han preguntado, de niño, a quién quería más, si a papá o a mamá? Yo
no sé vosotros, pero que yo recuerde, mi respuesta era invariablemente “a los
dos por igual”. Una respuesta realmente tan diplomática como falsa, pues de
pequeño uno suele tener una preferencia, llamémosla también debilidad, hacia
uno de los progenitores. Del mismo modo, aunque nadie quiera reconocerlo, los
padres también pueden sentirla hacia uno de sus hijos, aunque ello no
signifique que no quieran a todos por igual.
Pero
una vez abandonada la infancia, viene la típica pregunta de qué quieres ser de
mayor y muchas veces no sabemos (al menos yo) qué responder. En tal caso, nos enfrentamos
a una disyuntiva cuya resolución puede marcar el resto de nuestra vida. Y esa
disyuntiva es todavía mayor si nos planteamos otra pregunta: «¿Qué prefiero,
trabajar en algo que me apasione cobrando muy poco o ganar mucho dinero
trabajando en algo que no me guste?». Aquí,
por supuesto, también cabría recurrir a una respuesta conservadora: «Pues me
gustaría trabajar en algo que me apasione ganando mucho dinero» ¡Y a quién no! Pero esa oportunidad muy
pocas veces se presenta. Creo que solo lo consiguen los que se hacen famosos en
el mundo del arte (actores, músicos y artistas en general), pero seguro que sus
inicios fueron muy duros al elegir ver cumplida su vocación a cambio de la
incertidumbre. Y aquí me pregunto si aquellos que malviven ganando lo justo
para sobrevivir por haberse decantado por su verdadera vocación sin importarles
la economía, se arrepienten de su elección.
Todos
hemos oído decir que el dinero no hace la felicidad, aunque sabemos que es de
gran ayuda para, por lo menos, no ser infeliz por falta de los medios
necesarios para llevar una vida cómoda y saludable.
Evidentemente,
los extremos no son fiables ni oportunos. Se puede ser muy rico y muy infeliz a
la vez, esto está claro, pero siendo muy pobre es muy difícil ser enteramente
feliz.
Pero
pasemos de la teoría a la práctica y veamos muy resumidamente mi experiencia
personal:
A
los diecisiete años, justo antes de la Selectividad, tuve que elegir qué
carrera universitaria quería cursar. Ante la duda y la falta de información, me
plateé tres posibilidades, por este orden: Medicina, Farmacia y Biología. Y ¿sabéis
cual elegí?, pues Biología, la que ofrecía muchas menos posibilidades de tener
un sueldo mínimamente aceptable, la que menos salidas profesionales tenía —por
lo menos entonces—, algo a lo que no le presté la suficiente atención, pues a esa
edad primaba más el pensamiento romántico que el pragmatismo.
Y
al principio se cumplió la primera de las dos asunciones planteadas: iba a
trabajar con ganas, alegría y en un excelente ambiente de trabajo, pero
cobrando una miseria como ayudante de investigación en el departamento de
bacteriología marina del conocido hoy como Instituto de Ciencias del Mar, gracias
a una beca del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
Pero
la alegría inicial se convirtió pronto en desánimo por cuestiones que no vienen
al caso y que sería muy prolijo de explicar. El caso es que para mejorar mi paupérrima
situación económica y asegurarme un futuro más confortable, opté por el transfuguismo
pasándome a la Industria Farmacéutica, mucho más generosa en cuanto a
emolumentos, aunque el puesto a ocupar no tenía nada que ver con la
microbiología. Ese puesto, con el tiempo, me brindó la oportunidad de ir
escalando y de cambiar en varias ocasiones de empresa, y cada cambio representaba
una mayor recompensa económica, aunque para ello me vi obligado por las
circunstancias a licenciarme en Farmacia, que me aportaría unos conocimientos y
posibilidades más acordes con la actividad profesional que desempeñaba.
Pero
tal como dice el refrán, no todo el monte es orégano, de modo que a lo largo de
mi carrera en la industria farmacéutica tuve que vérmelas con constantes
pisotones y malas artes por parte de algunos colegas, y con tremendas presiones
por parte de mis superiores —algo desgraciadamente habitual en un ambiente tan
competitivo como el farmacéutico de la industria—. Aun así, pude ir resistiendo
medianamente bien, con altibajos, excepto durante los dos últimos años, que fueron
un verdadero calvario, expuesto diariamente a un estado de ansiedad que habría
acabado con mi salud mental si no fuera porque finalmente acabé en el paro con
sesenta y un años recién cumplidos, debido a una reestructuración total de la
cúpula directiva de la que entonces formaba parte.
¿Fui
feliz a lo largo del tiempo en el que fui ascendiendo y cambiando de una
multinacional a otra? En absoluto. Cada vez ganaba más dinero, aunque a cambio
de una mayor responsabilidad y vulnerabilidad ante las dificultades internas y
externas. Sin ser rico, gozaba de una economía que me permitía llevar un ritmo
de vida muy desahogado, pero sufriendo, a cambio, un estrés constante. Y una
vez llegado al punto y final de mi carrera, una vez exento de responsabilidades
y presiones, eché la vista atrás y sentí nostalgia de aquella época en la que
siendo “pobre” era feliz.
Pero
si volviera al principio, ¿haría lo que hice si supiera lo que me esperaba en
la industria? Para ser sincero, no lo sé. Y termino como empecé esta entrada,
volviendo a preguntar ¿qué es preferible, tener un sueldo muy modesto
trabajando en algo que nos divierte o tener un muy buen sueldo a cambio de
trabajar a disgusto? Como dije antes, siempre podemos recurrir a la solución
más salomónica: la de trabajar en algo que nos satisface ganado mucha pasta. Pero
lo bueno, bonito y barato no existe, y si existe, se da en tan pocas ocasiones
que es un chollo que no hay que dejar escapar. ¿Alguien de vosotros/as tiene o
ha tenido la gran suerte de haber visto cumplida esta posibilidad? Si es así,
mi más sincera enhorabuena.