Reconozco que soy rarito o, por
lo menos, atípico, pues no soy mucho de tradiciones, la mayoría me parecen
primitivas, arcaicas, y sin ninguna conexión o arraigo con la realidad actual.
La mayoría de la gente “normal”, en cambio, les encanta, las cultiva, las
patrocina y las recupera de un pasado un tanto remoto. Y todo por el bien
cultural, dicen.
Comprendo, pues a mí también
me agradan y las practico, que se conserven aquellas que, al menos desde mi
punto de vista, tienen una base entrañable. Celebrar los cumpleaños, la verbena
de San Juan (que tiene un arraigo histórico, por cuanto rememora la celebración
del solsticio de verano), el cambio de año (que viene a ser un cumpleaños de la
humanidad) y, cómo no, las navidades, que, aun siendo de origen cristiano,
también procede de la celebración pagana del solsticio de invierno, pero
transformado en una fiesta que, de ser exclusivamente religiosa, ha pasado a
ser de dominio mundial, aunque actualmente se sustente en intereses materiales.
Niños y mayores esperan esas fechas para disfrutar de unas fiestas, con sus
vacaciones incluidas, que duran más de quince días.
Pero este periodo tan
entrañable, tiene su ingrediente supersticioso. Costumbres que no se sabe muy
bien de dónde proceden, pero que se han ido heredando de generación en
generación. Están ya tan enraizadas que quien osa pasar de ellas es tachado,
como mínimo, de aguafiestas.
Para mí, las tradiciones más
entrañables son: montar el belén y el árbol de Navidad (aunque este parece
haberse incorporado con la fallida intención de sustituir a aquel y para copiar
una costumbre extranjera, supuestamente de origen alemán); el clásico menú
navideño (que parece que también se intenta sustituir por otro más a la última
moda culinaria); los turrones y polvorones; la lotería (de Navidad y del Niño);
la cabalgata de los Reyes Magos de Oriente y sus regalos (que, de momento, no
ha sido desplazado por el impuesto y foráneo Papa Noel).
En cuanto a las tradiciones
supersticiosas, tenemos: regalar a otra persona (que no a sí mismo) una ramita
de muérdago, que trae buena suerte; pasar el décimo de la lotería por una calva
o una joroba para que nos toque el premio gordo; acudir al sorteo de Navidad
disfrazado; brindar con un anillo de oro en la copa de cava; ponerse en
Nochevieja ropa interior de color rojo; tomar doce uvas al compás de las doce
campanadas, y pedir un deseo tras haberlas tomado. Y así otras muchas prácticas
que, aunque simpáticas, no tienen mucho sentido y que varían entre comunidades
y países. En mi caso, excepto lo de tomar las uvas al son de las campanadas y
que siempre suele haber alguna ramita de muérdago que alguien nos ha regalado,
nada de lo demás se practica en casa. Ah, bueno, se me olvidaba: una vez me vi
obligado a ponerme unos calzoncillos rojos, pero no se lo digáis a nadie.
Tradición o superstición. Esa
es la cuestión. Pero ambas están tan mezcladas, formando el grueso de nuestras
celebraciones navideñas, que pueden resultar indistinguibles y casi
inseparables.
Por cierto, yo no soy
supersticioso, pues dicen que trae mala suerte.
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