jueves, 3 de julio de 2014

Después de Escatrón, la isla del barón


Cuando era niño, era bastante frecuente, al menos en mi familia, cambiar la ciudad por el medio rural durante las vacaciones de verano y pasar el mes de agosto, en plena canícula, en algún pueblo donde vivían parientes cercanos, alojándonos en su casa. A cambio, mis padres les correspondían invitándoles a pasar unos días con nosotros en cualquier otra época del año, aunque normalmente era en septiembre, coincidiendo con la fiesta mayor de Barcelona.

Uno de esos veranos lo pasé en la tierra de mi madre: Murcia. Nacida en la capital del Segura, vino mi madre a Cataluña con tan sólo dos años junto con sus padres y hermanos, dejando atrás una gran familia con la que jamás perdieron el contacto. Uno de los miembros de esa familia numerosa, una tía de mi madre, se había establecido, al enviudar, en un pueblecito a orillas del Mar Menor, de nombre Los Nietos y allí recalamos en agosto de 1958.

Yo tenía ocho años y aquella zona, todavía virgen para el turismo, no era ni por asomo lo que es hoy en día tras la tremenda transformación urbanística iniciada en los años sesenta. La actualmente famosa Manga del Mar Menor no era entonces más que una larguísima lengua de fina arena con abundantes dunas ardientes y de un color blanco marfil. Me fascinó ver cómo esa larga franja de arena divide el mar en dos zonas, la interior o Mar Menor y la de mar abierto, a la que la gente del lugar llamaba, en contraposición, Mar Mayor.

Recuerdo que al llegar a Los Nietos, después de un largo y cansado viaje, primero en tren de Barcelona a Murcia capital y a continuación en un autobús que cubría la línea Murcia-Los Nietos, la primera impresión fue, tanto para mí como para mis hermanas, casi desoladora. Siendo un pueblo muy pequeño, una pedanía perteneciente al ayuntamiento de Cartagena y que vivía mayoritariamente de la pesca y del campo, había muy poca actividad en las calles durante la semana pues la industria del turismo no había todavía desembarcado en aquella zona. Así pues, nuestro divertimento consistía en bañarnos en la playa, justo enfrente y a escasos metros de la casita de nuestra querida anfitriona, y en alguna que otra excursión a pie por los alrededores o en barca hasta la Manga.

De aquella playa me sorprendió su escasísima profundidad y el fondo limoso, que al removerlo con los pies al andar enturbiaba el agua de tal modo que impedía ver cualquier cosa por debajo de nuestra cintura, incluidos los abundantes pececillos que se arremolinaban normalmente entre nuestras piernas. Esa poca profundidad nos permitía alejarnos de la orilla un largo trecho sin perder pie como si de una piscina gigantesca se tratara. Gracias a ello y a la paciente ayuda de mi madre, aquel verano y en esa playa aprendí a nadar.

La primera anécdota de la que fui testigo la protagonizaron mis dos hermanas y tuvo lugar a los pocos minutos de habernos instalado en casa de nuestra tía-abuela. Como en cualquier pueblo pequeño y sin apenas forasteros, se produjo una gran expectación en el barrio por la presencia de los “catalanes”. Así pues, tan pronto como corrió la voz de nuestra llegada, conocida de antemano, se presentaron unas chicas para dar la bienvenida a mis hermanas e invitarlas a pasear por “La Rambla”. Tras la sorpresa inicial por ese detalle inesperado, mis emocionadas hermanas se disponían a elegir la indumentaria que iban a lucir para tal evento social cuando sus recién estrenadas amigas se apresuraron, sonrientes, a ponerlas en antecedentes de qué tipo de avenida se trataba. La rambla en cuestión no era otra cosa que una torrentera seca y muy ancha adonde, a falta de un lugar mejor, mucho/as jóvenes iban a pasear a la caída de la tarde. Debo confesar que yo también caí en el error, pensando, al igual que ellas, en algo parecido a las Ramblas de Barcelona a escala reducida.

Después de esto, yo también frecuenté esa zona, que se convirtió en un lugar de encuentro y de juego con un amigo que no tardé en hacer. Era, efectivamente, una rambla que, por su aspecto desértico, debía llevar mucho tiempo, si no años, sin recoger aguas pluviales pues las grietas de su reseco cauce eran anchas y profundas. Moría en la playa formando un pequeño delta llamado, supongo que por su forma, la Lengua de la Vaca.

A pesar de su aspecto inhóspito, era el punto de reunión de los chicos y chicas del lugar. A mí, la visión de aquella zona árida me trasladaba al Far West y, como niños que éramos, fue allí donde concentrábamos nuestros juegos, donde construimos nuestra cabaña con maderas, ramas secas y barro y donde hicimos volar nuestra imaginación como héroes de grandes hazañas. Para mí, la rambla tenía un atractivo añadido: las higueras que crecían a ambos lados de la hondonada del seco cauce y cuyos frutos eran la delicia de mi paladar, de forma que la merienda a base de higos se convirtió en una costumbre casi diaria muy a pesar del propietario de esos árboles frutales que, cuando nos pillaba en ese trance gastronómico, nos amenazaba blandiendo su garrote y lanzándonos improperios y amenazas.

Otro centro de atracción, éste visual y más fantástico, era la isla del barón, que se divisaba a lo lejos, frente a nuestra playa, y que de noche proyectaba una luz como si de un pequeño faro se tratara. Aunque su verdadero nombre era y es el de Isla Mayor, todos preferían llamarla por su nombre popular relacionado con su historia, una historia que siempre me tuvo intrigado. Me contaron que la isla era en realidad un cono volcánico extinguido y que su primer propietario fue un barón, de ahí su nombre. Según supe después, el Barón de Benifayó, como así se le conocía, hizo construir allí un palacio y en una de las fiestas que organizaba se enamoró locamente de una princesa rusa a quien desposó sin que su amor por ella fuese correspondido. Al parecer, estando sus nobles padres arruinados, vieron en aquella boda concertada una salida a su desastrosa situación económica y un buen futuro para su hija. Por tal motivo, la desdichada vida que se vio obligada a llevar la muchacha en aquel lugar solitario y tan alejado de su patria y de su familia, junto a un hombre a quien no amaba y que la dejaba sola con frecuencia, la empujó hacia un desvarío tal que hizo que vagara, dicen que desnuda, por la isla, día y noche, hasta que una mañana fue hallada muerta en una de sus calas. Respecto a su misteriosa muerte, hubo quien aseguró que fue el propio barón el causante directo o indirecto de la misma. ¿Fábula o realidad? Supongo que un poco de ambas cosas, como suele ocurrir con casi todas las antiguas historias contadas, aunque yo me inclino más por la leyenda, la cual añadía, por si fuera poco, que todavía entonces se podía ver el fantasma de una joven deambular por las calas de la isla.

Supongo también que el fantasma de esta historia debía preferir, como cualquier fantasma que se precie, la noche al día pues las veces que pasamos en barca cerca de la isla solo pude ver un torreón en lo alto de una de sus colinas y sin llegar siquiera a atisbar el palacio de estilo mudéjar que dicen que hay en su cima, posiblemente debido a los cien metros de altura que tiene la isla. Al ser ésta de propiedad privada y estar, por lo tanto, prohibido el amarre de cualquier embarcación no autorizada, no pude ver satisfecha mi curiosidad y tuve que contentarme con observarla de día y de noche desde nuestra casa de veraneo, imaginándome historias de misterio e intriga que ocurrían en esa Isla sin saber jamás quién la habitaba en esos momentos.

Si a Escatrón, el pueblecito aragonés donde pasé mis vacaciones unos dos años antes, he regresado en dos ocasiones, a Los Nietos no he vuelto ni probablemente volveré nunca. Así pues, una vez más, prefiero quedarme con el recuerdo infantil de ese otro lugar y verano inolvidable.
 

 

2 comentarios:

  1. Hola, Josep Mª, un bonito recuerdo de tu infancia muy bien relatado . Me gustan estas escenas de una época concreta, tan diferente a la actual en todo; hasta en la forma de divertirse los niños y jóvenes. Había una capacidad de ser felices con nada y se disfrutaba de la compañía de los amigos en la calle.
    No podían faltar episodios que la fantasía popular convierte en leyenda, pero es cierto que algunas mujeres fueron desgraciadas al verse obligadas a casarse y a no poder vivir su vida libremente.

    Muy bien, Josep Mª. Me gusta cómo escribes.

    Un abrazo.

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    1. Cuando uno entra en la época nostálgica de su vida, le inundan los recuerdos y los de esa infancia tan lejana y tan distinta a la de los niños de hoy son los que más me inspiran.
      Muchas gracias, Fanny, por tus siempre agradables comentarios.
      Un abrazo.

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