De niño recibí una educación
católica tanto en casa como en la escuela, y según ella, creía en la existencia
de un Dios creador, del cielo, del infierno, y de los ángeles y demonios. Ya en
la preadolescencia, esas creencias cayeron en el vacío y ahora puedo
calificarme de agnóstico, respetando otras creencias religiosas sin hacer burla
de ellas ni apología de la mía.
Pero lo que está claro,
salvando las diferentes posturas, es que el demonio sí existe, pero con otro
nombre: el mal.
El mal siempre ha existido y
existirá, y se presenta de distintas formas humanas.
Para mí, el demonio no es,
como asegura el Antiguo Testamento, un ángel caído, sino un hombre de carne y
hueso. Y del mismo modo que la religión católica concede al demonio nombres
distintos, los demonios humanos también los tienen. Nombres y apellidos.
Aunque el mal siempre ha
estado ligado al ser humano, me da la impresión de que, de un tiempo a esta
parte, se está extendiendo de forma alarmante e imparable y atrapa a cada vez
más seguidores que, a su vez, se convierten en otras formas de maldad.
Los demonios a los que me
refiero, suelen actuar movidos por diversos intereses, aunque el principal es
el económico, a través del cual atesoran un poder casi indestructible, ante la
pasividad o impotencia del resto de mortales, que les temen, pero no se atreven
a derrotarlos. Estos demonios se aprovechan de la malicia innata de algunos, de
la ignorancia de muchos y de la indiferencia de gran parte de la población.
Y estos demonios de carne y
hueso conviven orgullosamente con todos nosotros. No podemos tocarlos porque
son intocables, pero podemos nombrarlos por su nombre: Trump, Putin, Netanyahu,
y otros muchos dictadores extremistas, que no dudan en acallar a sus oponentes
con una violencia extrema, tanto verbal como física, sin importarles su
repercusión a gran escala. En mi opinión, son auténticos sociópatas, sin
sentimientos, que se crecen con sus desmanes maquiavélicos y que solo saben
generar odio. También existe una especie de jerarquía entre los del montón. Los
hay mayores y menores, pero todos desean lo mismo: asemejarse a los
principales, a los que dominan, o quieren dominar el mundo. Pero todos ellos
tienen algo en común: que desprecian y atacan al pobre y defienden al rico y
poderoso.
A veces me gustaría que
existiera el Dios del Antiguo Testamento y que los borrara de la faz de la
tierra.
¿Acabará imponiéndose el
sentido común y la justicia? Lo ignoro.
A los creyentes católicos, no
sé si la lectura de las ocho Bienaventuranzas les generará alguna esperanza. A
mí, desde luego, no.