Como ya mencioné en una
entrada dedicada a las guerras, en la actualidad hay unos 56 conflictos
bélicos activos en el mundo, la mayor cantidad desde la II Guerra Mundial, con
92 países involucrados en guerras fuera de sus fronteras. Ciertamente es algo
horrible.
El escritor libanés, Amin
Maalouf, galardonado el pasado 2 de diciembre con el premio internacional
Catalunya 2024, ha subrayado “la incapacidad del hombre de convivir de una
manera pacífica y armoniosa”.
Muy de vez en cuando, oímos
hablar de una tregua en tal o cual conflicto armado, pero o bien no acaba
realizándose o tiene por objeto reorganizarse o rearmarse para volver a atacar
al enemigo con más crudeza, si cabe, pero nada que ver con mantener, aunque
solo sea por unos días, un descanso del cuerpo y el alma, especialmente en días
señalados, como puede ser la Navidad.
La primera tregua navideña conocida
tuvo lugar durante la primera Guerra Mundial. Las tropas británicas y alemanas
disfrutaron una Nochebuena de alegría en medio de las cruentas batallas de aquella contienda.
El 7 de diciembre de 1914, el
Papa Benedicto lanzó desde Roma un llamamiento a los líderes de Europa para que
declararan una tregua navideña, aunque solo fuera por un día. Los líderes
europeos, sin embargo, ignoraron su súplica.
Aun así, ocurrió algo extraordinario
en vísperas de Navidad: Las tropas alemanas, en un acto espontáneo, dejaron las
armas e invitaron a los soldados ingleses a celebrar la Navidad con ellos. Hoy
se recuerda como la Tregua de Navidad. Algo muy bonito, pero que no deja, en mi
opinión, de ser un contrasentido: hoy dejamos las armas, pero mañana seguiremos
matándonos.
Quizá en la actualidad se siga
celebrando alguna tregua durante el periodo navideño, pero no se hace público para
que no se interprete como un signo de debilidad por parte de los contendientes.
Hasta aquí un apunte
histórico sobre las treguas militares.
Los que me conocéis, sabéis
cuánto me gustan las introducciones que parecen conducir a un punto, para luego
llevaros hacia otro muy distinto, pero en cierto modo relacionado. Y es que, además
de en el campo de batalla, también se practica una tregua, que yo llamaría
emocional, durante estas fiestas tan entrañables. También es una tregua de
Navidad, pero en otro sentido.
Como escribió Juan Luis
Valenzuela (elplural, 23 de diciembre de 2023), «La
festividad navideña, resplandeciendo en rojo en calendarios alrededor del
mundo, convoca a multitudes en un abrazo anual de unidad y vínculos familiares.
Es un periodo donde los corazones se abren a la empatía, y los lazos afectivos
se refuerzan en torno a mesas compartidas y risas contagiosas. Es un crisol de
tradiciones, desde la entusiasta decoración hasta las canciones resonando en
cada rincón, todos buscando una misma meta, ese momento de conexión y dicha que
solo la Navidad parece invocar. Un oasis en el tiempo que invita a sumergirse
en la gratitud y el afecto, recordándonos la importancia de valorar la
presencia de nuestros seres queridos» Esto
es lo que podríamos llamar el espíritu navideño.
Hacia finales del mes de
noviembre ya se empiezan a encender las luces navideñas en las calles. En algunas
ciudades ello representa un acto festivo de grandes dimensiones, compitiendo en
fastuosidad con otras. Los escaparates de los centros comerciales muestran todo
su esplendor y la publicidad en las televisiones públicas y privadas nos
muestran cuerpos esculturales anunciando un perfume que, para realzar todavía
más su atractivo, se publicita en francés o inglés. Los turrones y los regalos
llenan la pantalla, siempre acompañados de un mensaje de amor y paz, mostrando
familias felices por celebrar esos días tan esperados, sobre todo por los
comerciantes. El Black Friday y luego el Ciber Monday acaba de
retocar ese ambiente tan festivo y que luego se hará sentir en nuestros
bolsillos. A continuación, aparecerán los anuncios de juguetes, para facilitar
a los niños la escritura de la carta a Papá Noel y a los Reyes Magos, y porque
no hay más personajes a quienes pedir juguetes, que si no...
No quiero que se me confunda
con el Grinch, el archienemigo de la Navidad. Yo la gocé, en mi infancia, como
cualquier otro niño que esperaba ansioso estas fechas, y no solo para disfrutar
de las vacaciones escolares, sino para celebrarlas en familia, montando el
Belén y, años más tarde, cuando ya no se consideraba algo pagano, el árbol de
Navidad. Y también recitando el verso aprendido en la escuela ante la familia
sentada a la mesa el día de Navidad, desde lo alto de una silla, para luego
recibir un pequeño aguinaldo.
Eran días de diversión,
olvidándonos del colegio, los niños, y del trabajo, los mayores, para volver a
la rutina a los pocos días.
Lo que critico de este
acontecimiento anual no es ni su tradición, ni lo que representa para unir los
miembros de una familia, sirviendo de lazo de unión entre aquellos con los que,
durante el año, no tenemos ocasión de reunirnos con frecuencia. Lo que critico
es el obligado buenismo: los mensajes de paz y amor para imbuirnos un
sentimiento de falsa concordia que solo tiene por objeto cazarnos como
compradores de felicidad en forma de regalos. To er mundo e güeno, como
rezaba la película de Manuel Summers. Todos tenemos que ser buena gente, aunque
solo sea por una o dos semanas. Y luego de vuelta a la normalidad.
Este hecho anecdótico queda
claramente reflejado en la cena con los compañeros de trabajo. Todo son
beneplácitos, sonrisas y buenos deseos, incluso algún que otro abrazo, seguramente
bajo los efectos del alcohol, con aquél a quien no soportas y que es un
cabronazo. Pero por unas horas todos somos hermanos del alma. Y cuando volvamos
a la oficina, todo volverá a ser como unos días, u horas, antes. El cabronazo
seguirá siendo un cabronazo y el envidioso también lo seguirá siendo.
Pero al margen de esta
hipocresía forzada por las circunstancias y volviendo al entorno social y
familiar, estamos sometidos a una presión mediática que no se producía en mi
niñez o, por lo menos, no de una forma tan agresiva.
El caso es que esta influencia
exterior ha cuajado tanto, que hemos acabado interiorizando esos mensajes de
amor y paz, hasta el punto de que nos sentimos obligados a desearle “felices
fiestas” y “feliz año nuevo” a ese vecino a quien no soportamos. Y ello
acompañado de una sonrisa forzada, una escenografía aprendida y practicada de
año en año.
Ese periodo, entre el inicio y
el final de la campaña navideña, no es más que una tregua, durante la cual
dejamos de lado nuestras trifulcas y hostilidades, para poner buena cara y
hasta darle la mano al enemigo, como en el campo de batalla.
Ojalá no hicieran falta
treguas de ningún tipo y todos viviéramos en armonía durante todo el año. Hay
un refrán catalán que dice: «Si Nadal és amor, pau i alegría, fem que sigui Nadal cada dia» (Si la Navidad es amor, paz y
alegría, hagamos que sea Navidad cada día). Bonito, ¿verdad? Pero, por
desgracia, esto no es más que una utopía, así que debemos conformarnos con la triste realidad.
A pesar de los pesares, yo
sigo disfrutando de estas fechas tan señaladas, sobre todo viendo cómo se los
pasan bien mis hijas y mis nietos y les deseo felices fiestas a todos ellos y a
todos los conocidos con los que me cruzo. Debo estar adoctrinado desde pequeño
en la cortesía.
Pero no penséis que siempre actúo
hipócritamente, con mentiras piadosas, pues tengo, por fortuna, muchos amigos,
familiares y gente de bien a quienes estimo lo suficiente como para desearles sinceramente
unas felices navidades.
Y como muestra de ello, os
deseo unas muy felices fiestas y, si me permitís un consejo, procurad no tirar la
casa por la ventana —si es que no lo habéis hecho ya—, que luego vendrá la
famosa cuesta de enero y los comercios ya se encargarán de tentaros para que
gastéis un poquito más en las rebajas de enero.
Lo dicho, pues, que paséis
unas felices fiestas y hasta la vuelta, amigos.