jueves, 30 de marzo de 2017

Dislexia digital


Tengo un problema. Soy disléxico, pero mi dislexia es digital, es decir que el problema subyace en mis dedos, no en mi mente. ¿O quizá sí?

Hace tiempo ─años─ que lo sé y todavía no he logrado resolver el problema. Nadie más que yo se da cuenta porque procuro ocultarlo. Quizás alguien ha advertido alguna irregularidad, pero lo ha atribuido a eso que todos conocemos como gazapo. Un gazapo tipográfico. Suena muy bien y como todos los hemos cometido alguna vez, es comprensible y excusable.

Pero no os podéis imaginar lo insoportable que me resultan esas anomalías de la lengua escrita por culpa de mis dedos indisciplinados o de mi mente demasiado acelerada.

Me explico. Si solo se tratara de cometer errores al teclear demasiado rápido, tendría un pase. En realidad, soy muy mal escribiente. A pesar de que en mis años mozos ─empecé a los quince años─ escribía con mucha frecuencia a máquina, una máquina de escribir portátil Olivetti Pluma 22, que todavía conservo en perfecto estado, nunca llegué a utilizar más de cuatro dedos, los dedos índice y medio de ambas manos. Y sigo con la misma limitación física, incluso después de abandonar aquel teclado duro que martilleaba sobre el papel para acomodarme a las suaves teclas del ordenador personal.

Pero mi falta de destreza en este sentido solo tendría como resultado unas faltas de ortografía aleatorias. Lo mío, en cambio, es casi preocupante. Siempre tropiezo en las mismas palabras y con las mismas faltas ortográficas. Para muestra, unos cuantos botones.

Donde debe decir dice
Primero pirmero
Comentario comnetario
Problema porblema
Finalmente finalmenete (y todos los adverbios terminados en mente)
Menos menso
País, conocía pañis, conocñia (las palabras acentuadas en la i)
Un UN

Entre otros ejemplos.

Excepto en los dos últimos casos, hay siempre una permutación en el orden de las letras. En el caso de la ñ antecediendo a una i acentuada, ello se debe a que las teclas de esa consonante y del acento son contiguas, de modo que, al pulsar sobre la tecla del acento, pulso, a la vez, la de la ñ, comiéndose esta última al pobre acento agudo. Y en el último caso, el problema reside en que tecleo la n antes de haber liberado la tecla de las mayúsculas, de modo que la N queda impresa antes de soltar la tecla ↑. ¡Y siempre me pasa igual!

Así pues, lo que me exaspera es que, aun sabiéndolo, no logro evitarlo, y para evitarlo tengo que teclear con un cuidado y una lentitud inusual e impropia para mi forma de ser y de actuar. 

Ya tenía razón Napoleón cuando le dijo a su lacayo “vñisteme desapcio qeu tenog pirsa”


viernes, 17 de marzo de 2017

He tenido un sueño


Hoy he tenido un sueño. 

He soñado que la justicia era igual para todos, sin distinción de raza, credo ni condición económica y social.

He soñado que todos los políticos eran honestos, decían siempre la verdad, velaban por el bien común y, si erraban, reconocían sus faltas, se arrepentían y acataban la ley cumpliendo la condena sin prebendas ni favores de ningún tipo.

He soñado que no había mujeres maltratadas que perdían la vida a manos de asesinos, sus parejas actuales o pasadas, movidos por el desdén, el odio, los celos o un perverso deseo posesivo.

He soñado que la xenofobia, los prejuicios raciales, sexuales y religiosos se habían erradicado.

He soñado que nadie era despreciado ni marginado por su forma de pensar, por su ideología política; que la democracia no era solo una palabra biensonante en boca de ciudadanos políticamente correctos sino una realidad.

He soñado que el diálogo se imponía a la disputa y la cerrazón, el sentido común al despropósito y el consenso a la imposición. 

He soñado que las leyes eran justas, que justicia y legalidad iban de la mano y que las normas estaban para servir al ciudadano y no al revés.

He soñado que la libertad de expresión no era un subterfugio para insultar, ofender, calumniar y dañar la imagen de quien nos cae mal, piensa de forma distinta o representa aquello que no nos gusta. 

He soñado que había trabajo para todos, que los jóvenes preparados no debían emigrar, que no existían los contratos-basura, que los salarios eran justos y no se explotaba clandestinamente a trabajadores aprovechándose de su necesidad de supervivencia. Y las mujeres tenían igual salario que los hombres, realizando las mismas tareas, y ninguna mujer trabajadora era objeto de acoso sexual.

He soñado que la riqueza se repartía equitativamente por todo el planeta, no había distinción entre países ricos y países pobres. El tercer mundo había desaparecido. No había empresarios que, movidos por la codicia y ávidos por enriquecerse, externalizaban la producción a países en los que utilizaban mano de obra barata y explotada y que, para acrecentar aún más su capital, evadían pagar impuestos e invertían sus ganancias en paraísos fiscales.

He soñado que el dinero público solo servía para invertirlo en los bienes y servicios para los que había sido recaudado, sin desviaciones fraudulentas, y que las corruptelas y maquinaciones entre empresarios y políticos habían pasado a la historia. 

He soñado que en las escuelas no había alumno/as que sufrían bullying por parte de sus compañero/as, por culpa de su físico, su forma de ser u orientación sexual.

He soñado que no había sublevaciones contra regímenes dictatoriales, porque estos ya no existían. No había guerras genocidas por cuestiones religiosas, ni por cuestiones económicas, ni para alimentar la industria armamentística, ni para acabar con la oposición, ni para reivindicar y ocupar territorios.

He soñado que no existían los extremismos religiosos ni facciones armadas que, en defensa de una fe, llevaban a cabo cruzadas sangrientas para exterminar a los que consideraban infieles y contrarios a sus preceptos.

He soñado que ninguna religión, creencia o ideología sometía a sus fieles a imposiciones que atentaban contra su integridad física o moral. El burka, la ablación, la esclavitud sexual ya eran cosa del pasado. Ya no se adoctrinaba a nadie ni se le instruía para matar a su adversario ideológico. Todas las religiones eran tolerantes con las demás.

Y creo haber soñado que todos los hombres y mujeres sabían vivir en paz y armonía. Habían aprendido de sus errores y de los de sus antepasados.

Pero, por desgracia, solo ha sido eso, un sueño.


Imagen: Martin Luther King Jr, quien, en un discurso pronunciado el 28 de agosto de 1963 en Washington a favor de los derechos civiles, dijo la famosa frase "Yo tengo un sueño (I have a dream)"

lunes, 13 de marzo de 2017

La muerte de la muerte


“En 2045 la muerte será opcional y el envejecimiento curable”, afirma José Luis Cordeiro, ingeniero y fundador de la Singularity University, en Silicon Valley (EUA).

Este visionario ─y seguramente millonario─ venezolano, ingeniero mecánico de formación y un montón de cosas más, fue el protagonista principal del programa “La sexta columna”, emitido el pasado viernes, 13 de marzo, por la Sexta. En dicho programa se mostraron los adelantos de la robótica, se habló de la Inteligencia Artificial, se vaticinó la curación de muchas enfermedades actualmente mortales y, en definitiva, se nos presentó un futuro ahora impensable y a la vez esperanzador, que nos hará más felices y ─ojo al dato─ inmortales. El profesor Cordeiro, en un alarde de optimismo, vino a decir que en un futuro próximo ─a fin de cuentas, ¿qué son veintiocho años?─ solo fallecerán los que así lo deseen o bien los que sufran un inevitable accidente mortal.

En ese futuro, según Cordeiro, los médicos no tendrán ningún papel relevante y el paro será su meta profesional.

Consultados algunos científicos, fervientes creyentes en la curación de todas las enfermedades que hoy afligen a la humanidad, y que actualmente están desarrollando la fabricación de órganos con impresoras 3D, éstos consideraron demasiado prematuros los vaticinios del profesor e ingeniero venezolano, prolongando el tiempo estimado para llegar a hacer realidad ese objetivo. Los más pesimistas fijaron en un siglo el periodo para lograr ese hito.

No voy a extenderme más en el contenido del programa ─de indudable interés─ ni en la información aportada por algunos expertos para refrendar esa tesis. No usaré, para rebatir lo en él augurado, el pasaje bíblico en el cual Yhavé castiga la arrogancia del hombre, al construir una torre con la que pretenden alcanzar el cielo, exponiéndole a la confusión de lenguas. No, no voy a ser apocalíptico ni un fanático religioso; solo utilizaré el sentido común ─que alguien dijo que es el menos común de los sentidos─ y, al margen de lo grotesco y absurdo que se me antoja un hombre inmortal, viviendo cientos y miles de años, formularía a esos sesudos científicos y visionarios las siguientes preguntas: si el hombre no muere, por mucho que se controle la natalidad, ¿qué ocurrirá con la creciente superpoblación en un planeta, como el nuestro, en el que ya existen muchas muertes por sequía y hambruna, y que ya está dando las primeras señales de agotamiento? ¿Quién salvará al planeta Tierra de la muerte? ¿Quizá en ese futuro idílico el hombre inmortal lo será a expensas de los pobres, los más desfavorecidos, que deberán desaparecer para dejarle espacio y alimento?

Porque de lo que no habló el genial ingeniero es de la inmortalidad de la Tierra ni de la búsqueda ─y colonización─ de planetas habitables en otras galaxias, un objetivo solo teóricamente conseguible muy a largo plazo.

¿No es esa una nueva prueba de la soberbia e ignorancia del ser humano? ¿Acaso los árboles no nos dejan ver el bosque?


lunes, 6 de marzo de 2017

Creer o no creer, esa es la cuestión


¿Estamos solos? ¿Existe otra vida después de la muerte? ¿Dios existe? ¿Podemos comunicarnos con el más allá? ¿Existe el destino? ¿Existen universos paralelos? ¿Existe la reencarnación? 

¿Quién no se ha hecho alguna de estas preguntas en más de una ocasión? Y hay muchísimas más. Preguntas sin respuesta o bien con respuestas que nos damos para satisfacer nuestros intereses, acallar nuestros temores y/o nuestras dudas. 

Alrededor de esta inquietud por saber y por conocer lo desconocido, revolotea gente de diversa índole: crédulos e ingenuos; incrédulos e intransigentes; agnósticos e indiferentes; estudiosos con y sin formación científica; autodidactas bienintencionados deseosos por conocer la verdad, etc. Una amalgama de personas y personalidades. Y también los hay quienes viven de hacer creer lo que ni ellos mismos creen: falsos parasicólogos, videntes o adivinos, mentalistas de pacotilla, echadores de cartas, médiums, sanadores y una retahíla de vividores sin escrúpulos, que se aprovechan de las necesidades e ignorancia ajenas, lo cual les reporta unos pingues beneficios. Todo un negocio montado en torno a los temas esotéricos, parapsicológicos y paramédicos.

Hace muy poco publiqué, en mi blog “Retales de una vida”, un relato titulado “El incrédulo”, cuyo protagonista, totalmente escéptico en el más allá, se ve empujado a ponerse en manos de una médium de pacotilla que acaba sorprendiéndose de su verdadero don para comunicarse con los espíritus. Esta historia, que yo traté en clave de humor, me la inspiró la película “Ouija: el origen del mal” (2016), que cuenta la historia de una madre viuda que, para sobrevivir, monta sesiones de espiritismo para quienes necesitan consuelo y desean contactar con sus seres queridos recientemente fallecidos. Mediante trucos mecánicos y apariciones ficticias, todo ello manejado e interpretado por sus dos hijas, la joven viuda representa perfectamente su papel de médium. Cuando una de las hijas le cuestiona la moralidad de tal proceder, les hace ver que su conducta no daña a nadie, más bien al contrario, pues dan a sus clientes las respuestas que andan buscando, dándoles paz y sosiego. Y ahí me quedo, pues el resto es puro terror.

Pues bien, esta actividad, a la que podría añadirse la que realizan los astrólogos, videntes y echadores de cartas, sigue siendo hoy en día un negocio floreciente, por increíble que pueda parecer. A la ignorancia de tiempos pretéritos le ha sustituido la necesidad de sentirse seguros y a salvo de cualquier adversidad, presente o futura. Representa una perfecta combinación entre superstición y fraude. Quiero creer, no obstante, que, entre esta barahúnda de estafadores, hay gente que realmente puede ayudar y ayuda a quien lo necesita gracias a un, llamémosle, “don especial”. 

En el terreno del espiritismo, he tenido ocasión de conocer a personas que han participado en sesiones y que aseguran haber tenido experiencias increíbles. Y sé de quienes afirman haber experimentado vivencias que podríamos calificar de paranormales o espirituales. Y todos ellos gozan de mi absoluta confianza. No se trata, pues, de farsantes, sino de personas convencidas de que lo que han visto o experimentado es absolutamente cierto y real. Y yo las creo. Creo en su convencimiento. 

El poder de la mente es algo que todavía desconocemos en todo su potencial y puede lograr que hagamos o sintamos cosas aparentemente inexplicables. No creo en espíritus bondadosos o juguetones que, ociosos en el más allá, acuden a nuestra llamada, usando como intermediario la ouija o un/a médium, para satisfacer nuestra curiosidad sobre cuestiones banales, ─¿con quién me casaré, cuántos hijos tendré, fulano me quiere, cambiaré de trabajo?─, o un tanto funestas ─¿viviré muchos años, cuándo y de qué moriré?─. El supuesto espíritu nunca revela aquello que ninguno de los presentes conoce y ni tan solo pueden adivinar o conjeturar, como el número ganador de la lotería. En la ouija, tampoco creo que haya espíritu alguno que mueva el vaso o el puntero. Y sin embargo se mueve, parafraseando a Galileo. Pero ¿quién o qué lo mueve?

¿Puede una persona mover inconscientemente un objeto respondiendo a un impuso mental? ¿Pueden las cartas del Tarot desvelar incógnitas sobre nuestra vida actual y nuestro futuro? ¿Tienen alguna veracidad las cartas astrales? ¿Pueden los astros influir sobre nuestra vida y comportamiento? ¿Tienen algunos minerales poderes sanadores, activando o equilibrando los canales energéticos conocidos como chakras? ¿Existen los viajes astrales? ¿Son ciertas las psicofonías? ¿Podemos comunicarnos telepáticamente? ¿Existe la telequinesia? ¿Puede alguien sanar con la imposición de manos, con la técnica del Reiki? Una buena lista de cuestiones dignas de controversia sobre las que discutir. 

En todo este batiburrillo, no me siento capaz de afirmar ni negar rotundamente la veracidad de casi nada. Creo que algo de cierto hay en algunas de estas prácticas, aunque quizá no tal como nos las “venden” algunos. Hay muchas cosas que desconocemos y, por tal motivo, tendemos a rechazarlas de plano. Cierto es que, para creer en algo, deberíamos poder detectarlo, evidenciarlo y reproducirlo científicamente. Pero la ciencia todavía está en pañales en algunos aspectos ─especialmente los que están exentos de interés porque no son de algún modo rentables─ y no tiene respuestas para todo. Creo también que no debemos hacer burla de aquello que ignoramos o no comprendemos. ¿Cabe, por ejemplo, en nuestra mente lógica la idea de la infinitud? ¿Entendemos realmente el concepto de tiempo? Desde que sabe que “todo” empezó con el Big Bang, la humanidad parece haberse quedado tranquila. Todo está explicado. Ya conocemos el origen de nuestro Universo. Pero ¿qué había antes? ¿De dónde surgió toda esa energía? Posiblemente también haya una respuesta para esto. Pero ¿entendemos el concepto de la Nada? Fácil resulta decirlo, pero otra cosa muy distinta es comprenderlo. Sólo mentes privilegiadas son capaces de asimilar como naturales conceptos muy abstractos. Yo no. Yo me quedé con la geometría y los teoremas de Pitágoras, de las medianas y de las alturas. Todo medible y visible sobre el papel. En cambio, siempre se me atravesaron las matemáticas modernas. Cuando me decían que el límite de x tendía a infinito, me quedaba tan ancho. Si lo decía el profesor, no me quedaba más remedio que creérmelo y aprendérmelo de memoria, sin entender nada de nada. 

Ahora, fuera de las aulas, sin profesores ni físicos teóricos que puedan rebatirme, pienso ─y eso sí que es fácil─ que ante lo incomprensible y lo indemostrable, solo caben dos salidas: creer o no creer. Así de sencillo. Pero nunca debemos ridiculizar, y mucho menos denostar, a quienes creen en algo aparentemente increíble. Porque nunca sabremos quién tiene la razón. Creer o no creer, esa es la cuestión.