lunes, 18 de abril de 2016

El poder de la mente



El poder de la mente es innegable y a veces supera todas nuestras expectativas. La sugestión puede tener efectos tanto deseables como indeseables. El “efecto placebo” es uno de los muchos ejemplos de las manifestaciones psicosomáticas. Enfermos que ven desaparecer o disminuir notablemente su sintomatología por la creencia de que están tomando un fármaco cuando en realidad es lo que se conoce como un placebo: una cápsula, comprimido o cualquier preparación farmacéutica que no contiene ninguna substancia medicamentosa.

Lo que yo experimenté, hace ya muchos años consistió en todo lo contrario; fue la manifestación psicosomática provocada por un estrés de origen laboral, agravada por el miedo. Así pues, en mi caso la mente actuó doblemente: en el origen de las primeras manifestaciones físicas y en el agravamiento de éstas a resultas de la falsa creencia de que sufría una enfermedad grave.

Fue justamente al volver de un viaje de vacaciones estivales. Todos (amigos y familiares) decían verme más delgado. La báscula de baño les dio la razón: había perdido dos kilos desde la última vez que me había pesado y de eso solo hacía unas pocas semanas. Seguí controlando mi peso a diario y éste iba menguando a pasos agigantados. En dos meses había perdido cinco kilos. A este hecho se le sumó la sintomatología que ya había experimentado durante el viaje pero que había achacado al cambio de estilo y ritmo de vida y a la incomodidad de los continuos desplazamientos a pie y en autocar: dolor lumbar, estreñimiento y molestias abdominales.

Casualmente, al poco tuve que someterme a la revisión médica anual de la empresa, al término de la cual referí estos síntomas al médico, en quien me pareció advertir una señal de alarma. Me preguntó la edad (entonces yo tendría unos cincuenta y pocos) y me dijo que una pérdida injustificada de peso no era normal y que, por mi edad, ya debería haberme sometido a una colonoscopia, por lo que era imprescindible que me hicieran una urgentemente.

Las dos semanas que transcurrieron desde la petición del médico hasta la autorización de la Mutua y la subsiguiente prueba diagnóstica fue un tormento. Me temí lo peor. Lo que al principio era una duda razonable acabó siendo para mí casi una certeza, con un noventa por ciento que probabilidades de padecer un cáncer de colon. En esta cifra, que repetí en mi mente hasta la saciedad, fijé la probabilidad de un desenlace fatal. Pensé en muchas cosas. Pensé en mi familia, en mi vida, en el más allá, si es que existía, en donde quería que esparcieran mis cenizas. Y todos estos pensamientos se desarrollaban, cada día sin excepción, de madrugada, cuando mi mente le decía a mi cuerpo que ya era hora de dejar de descansar y ponerse a hacer planes.

Qué curiosa y traidora es, a veces, la mente. Cuando, todavía bajo el efecto de la sedación, me vi en una habitación anexa al quirófano, mi mujer, sentada a mi lado, me dijo que había repetido dos o tres veces algo así como: “Y yo que creía que tenía un noventa por ciento”. Al poco, el médico apareció para darme la noticia: estaba limpio. Deduje que, durante la prueba, estando yo en un estado de semiinconsciencia, el médico debió hacer algún comentario sobre lo que veía en la pantalla, verificando la ausencia de lesiones.

Cuando referí lo acontecido al médico generalista, me preguntó si estaba pasando por un momento de estrés. La respuesta fue afirmativa pero no podía creer que los síntomas hubieran aparecido precisamente durante el descanso vacacional, cuando se supone que uno está relajado. Al parecer, el cuerpo (o la mente) necesita un periodo de respuesta. Hay un periodo refractario en el que somos capaces de aguantarlo todo. Los mecanismos de defensa pueden mantenernos erguidos el tiempo que sea necesario para no venirnos abajo. Una vez ha pasado la fase de estrés, cuando ya ha desaparecido (aunque sea temporalmente) la agresión y ya nos creemos a salvo, es entonces cuando afloran las secuelas. Al menos a mí me ocurrió así.

Todo volvió paulatinamente a la normalidad con la ayuda de un simple y oportuno ansiolítico.

Me gustaría saber y poder controlar mi mente para dirigirla positivamente. Pero parece que tengo una mente indomable y especialmente sensible a lo negativo. Al hilo de mi post anterior cabría preguntarme si me vi realmente muerto. Creo que no, pero pudo más el miedo a morir. Afortunadamente, la Ley de Murphy no se cumplió.
 
 

 

viernes, 1 de abril de 2016

La otra Ley de Murphy



Eduard A. Murphy (1918-1990), ingeniero aeroespacial estadounidense, experto en sistemas de seguridad, formuló la famosa teoría que dice que si algo puede salir mal, saldrá mal. Ignoro en qué se basó para formularla pero la verdad es que cuando vemos que la tostada siempre cae al suelo por el lado de la mermelada o cuando de todos los posibles temas de un examen ha ido a salir justamente el que no habíamos estudiado, creemos a pies juntillas que Murphy era una especie de profeta.

Yo tengo mi propia ley con dos variantes. La primera viene a decir algo así como que si piensas mucho en que algo va a ocurrir, no ocurre o, por lo menos, no del mismo modo en que lo habías imaginado. Doy fe de que a mí me funciona.

Que conste que no soy supersticioso porque, entre otras cosas, dicen que trae mala suerte, pero sí os puedo asegurar que tan bien funciona esta parte de la ley que intento no imaginarme algo con ahínco porque entonces sé no se cumplirá. Un claro exponente de ello es que nunca me ha tocado la lotería porque no puedo evitar imaginármelo con todo lujo de detalles. Me veo comprobando el número y la serie repetidas veces, incrédulo de lo que ven mis ojos, se lo digo a mi mujer para que lo compruebe a su vez y, no satisfecho  con ello, le entrego el boleto al director de nuestra sucursal bancaria para que haga lo propio y se encargue de cobrarlo e ingresarlo a nuestra cuenta. Luego me imagino el uso que hacemos de los millones (porque siempre son millones): lo que gastaremos en alguna reforma del piso, en algún viaje, en cambiar el coche; lo que repartiremos entre la familia; lo que daremos a alguna ONG; lo que quedará como ahorro vitalicio y para nuestra descendencia. Y, claro, ya se sabe cómo termina el cuento de la lechera.

Os parecerá broma pero no lo es. Siempre que me imagino, con pelos y señales, cómo se desarrollará un hecho que me atañe de forma especial, el resultado es completamente distinto. ¡Cuántas veces, en mi dilatada carrera profesional, imaginé cómo sería una entrevista de trabajo y me la preparé como si de un examen se tratara y luego todo fue por otros derroteros y no me sirvió de nada tanta preparación. Y aún así, nunca fui capaz de presentarme a una sin llevar un guión aprendido. Siempre el “por si acaso”.

La segunda variante de mi ley es más curiosa, si cabe, rayando lo paranormal. Solo funciona si el pensamiento se plantea en negativo. Esta variante viene a decir que si no me veo haciendo algo, es que no lo haré. Si, por ejemplo, hay un viaje o excursión de por medio que no me apetece hacer, si unos amigos me han invitado a una cena o a un concierto y no me agrada la idea, si no sé si la empresa con la que he tenido la entrevista de trabajo me admitirá, solo tengo que imaginarme en esas circunstancias. Si no me veo haciendo el viaje o la excursión, cenando o en el concierto con mis amigos, o trabajando en esa empresa, si cualquiera de esas situaciones me resultan extrañas, fuera de lugar, es que no ocurrirán. Resulta difícil expresarlo en palabras, es una sensación de irrealidad.

Así pues, sumando las dos variantes, mi ley, la Ley apócrifa de Josep M. Panadés (Barcelona, 1950), pendiente de reconocimiento público (la ley, no el autor), dice que si me imagino mucho que algo va a ocurrir, no ocurre y si no me lo puedo imaginar, no ocurre. Entonces ¿cuándo puñetas ocurre lo que quiero que ocurra? Pues cuando no pienso intensamente en ello dándolo por hecho. Todo lo contrario de lo que preconiza “El secreto” (Rhonda Byrne, 2006), el libro superventas basado en los trabajos del iluminado (o fabulador, o embaucador, o vendedor de humo) William Walker Atkinson (no sé si tendrá algún parentesco con Rowan Atkinson, creador de Mr. Bean), que afirma que con solo imaginar que algo bueno te va a ocurrir (encontrarte en el buzón un cheque para poder pagar tus deudas, una estilográfica de oro en el suelo de la estación de tren, y chorradas por el estilo), imaginándotelo como si ya hubiera sucedido, se materializará en un breve periodo de tiempo (horas o días).

Yo no llego tan lejos en mis predicciones. Mi “secreto” es muy distinto. Yo os aconsejaría que dejéis de pensar en la lotería, en el chalé con piscina, en la chica o chico que os queréis ligar, en que la próxima nómina vendrá con el aumento prometido, etc., etc., porque todo eso solo ocurrirá si debe ocurrir y cuando deba ocurrir. No sé a quién atribuirle esta ley pero esta sí que es cierta.